Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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Sus labios temblaban, sus ojos parecían salirse de sus órbitas en su furiosa ansiedad de ser entendidos, pero el viento dispersaba sus palabras no oídas entre el tumulto del mar. En el exceso de un intolerable, de un interminable esfuerzo, sufrían como hombres a los que un sueño implacable condenase a una labor imposible en una atmósfera de hielo o de fuego. Ardían y tiritaban alternativamente. Innumerables agujas pinchaban sus ojos como en la humareda de un incendio; sus cabezas amenazaban estallar a cada grito. Sobre sus gargantas parecían crisparse dedos duros. A cada bandazo pensaban:
«Esta vez caeré, nos iremos todos al suelo».
Y, bamboleados en la arboladura, gritaban locamente:
—¡Atención! ¡Atrapa ese cabo! ¡Laborea! ¡Vuelve esa corredera!
Meneaban la cabeza con desesperación, sacudían los furiosos rostros:
—¡No! ¡No! ¡De abajo arriba!
Parecían odiarse unos a otros con un odio mortal. El deseo inmenso de terminar de una vez les roía el pecho, y el escrúpulo de hacer bien su trabajo los consumía como un fuego vivo. Maldecían su suerte, despreciaban su vida y derrochaban su aliento en mortales imprecaciones dirigidas a uno y otro. El velero, con su calvo cráneo desnudo, trabajaba febrilmente, olvidando su intimidad con tantos almirantes. El contramaestre, trepando cargado de pesadores y rollos de meollar, o arrodillado sobre la verga y dispuesto a dar vuelta al tope del medio, veía pasar visiones precisas y breves: su vieja esposa y sus pequeñuelos, en un pueblecito del país bajo. Mister Baker, próximo a desfallecer, tropezaba aquí y allá, gruñendo siempre e inflexible como un hombre de hierro. Ordenaba, estimulaba, reprendía:
—¡Y ahora, a la gran gavia! ¡Tú, atraca ese andarivel! ¡Moveos, no os quedéis sin hacer nada!
—¿No hay, pues, descanso nunca para nosotros? —murmuraron algunas voces.
Mister Baker dio la vuelta iracundamente, con el corazón oprimido.
—No, no hay descanso hasta que la maniobra quede hecha. Trabajad hasta caer. Para eso estáis aquí.
Un marinero doblado en dos se rió brevemente tras de su codo.
—Trabaja o revienta —refunfuñó amargamente desde el fondo de su garganta enronquecida.
Luego, escupiendo en las anchas palmas de sus manos, levantó sus brazos y agarrando el cabo por encima de su cabeza, lanzó un largo grito quejumbroso y lúgubre pidiendo a todos un nuevo esfuerzo. Una ola cogió de flanco el castillo de popa y arrojó a todo el grupo al suelo a sotavento. Gorros y espeques flotaban. Puños cerrados, piernas agitadas y aquí y allá un rostro anegado, emergían de la ola espumosa y silbante. Mister Baker, volteado con los demás, gritó:
—¡No soltéis ese cabo! ¡Agarraos bien! ¡Agarraos!
Y todos, maltrechos por el brutal asalto, se aferraron al cabo como si se tratase del destino de sus vidas. El barco avanzaba, balanceándose fuertemente, y los rompientes coronados de espuma alzaban, una vez pasados a babor y estribor, el resplandor de sus cabezas blancas. Se restañaron las bombas. Se corrieron las brazas. Se instalaron las tres gavias y la vela de mesana. El Narcissus se deslizó más rápidamente sobre las aguas, dejando atrás el galope desatado de las olas. El tronido de las ondas distanciadas subía tras él, llenando el aire con las formidables vibraciones de su voz. Y, devastado, maltrecho, mutilado, corría espumeante hacia el Norte como inspirado por la audacia de un alto empeño…
El castillo de proa era un lugar de húmeda desolación. Los hombres contemplaron aterrados su albergue. Limoso, chorreante, sonaba a hueco con el viento; despojos informes cubrían el suelo como en una caverna abierta a la marea baja en el flanco de un acantilado asaltado por las tormentas. Muchos habían perdido todo lo que poseían en el mundo, pero la mayoría de los marineros de estribor habían salvado sus cofres, a pesar de que se escapasen de ellos delgados hilillos de agua. Los lechos estaban empapados, las mantas desplegadas y retenidas por algún clavo había sido pisoteadas. De rincones malolientes sacaron andrajos mojados en los que, una vez torcidos, reconocían sus vestiduras. Algunos sonreían sin alegría. Otros, atontados y mudos, paseaban sus miradas en torno. Hubo gritos de alegría por viejos chalecos y gemidos de dolor lloraron informes despojos pescados entre las negras esquirlas de los catres deshechos. Se descubrió una lámpara arrinconada bajo el bauprés. Charley gimoteaba un poco. Knowles arrastraba su pierna coja de un lado a otro, husmeando y merodeando en los rincones oscuros en busca de restos olvidados. Vació de agua salada una bota y se puso a la tarea de buscar al propietario. Abrumados por sus pérdidas, los más castigados permanecían sentados en la escotilla de proa, los codos sobre las rodillas, un puño en cada mejilla, sin dignarse levantar los ojos. El cojo les metió en las narices su hallazgo.
—Una bota. Está buena. ¿Es tuya?
—No, quítate de ahí —gruñeron.
Uno le interrumpió:
—Llévatela contigo al infierno.
Knowles pareció sorprendido.
—¿Por qué? Es una buena bota.
Luego, al recuerdo súbito de sus ropas perdidas, dejó caer el objeto y comenzó a maldecir. En la penumbra, las voces blasfemaban disputando. Un hombre entró y, con los brazos caídos, permaneció inmóvil, repitiendo desde el umbral:
—¡Una jugada de los demonios! ¡Una jugada de los demonios!
Algunos hurgaban en los cofres inundados en busca de tabaco. Jadeaban y chillaban con la cabeza hundida en el cofre:
—¡Mira esto, Jack…! ¡Ven acá, Sam! Mira mis trajes de tierra, estropeados para siempre.
Un marinero blasfemaba con la voz llena de lágrimas, levantando un par de pantalones chorreantes. Nadie lo miraba. De pronto, el gato hizo su aparición. Fue ovacionado con entusiasmo, pasando de mano en mano, acariciado entre un murmullo de apelativos mimosos. Se preguntaban dónde habría pasado la tormenta y disputaban sobre ese problema. Una discusión ociosa se entabló. Dos hombres entraron con un cubo de agua fresca. Todos se agruparon en torno; pero Tom , flaco y maullando, con todos los pelos erizados, se acercó y fue el primero en beber. Un par de hombres se encaminaron hacia la popa en busca de aceite y galleta.
Entonces, bajo la luz amarilla, descansando de secar la cubierta, masticaron duros mendrugos y tomaron el partido de burlarse bien o mal de la mala suerte. Los marineros se aparearon para el uso de las literas. Se establecieron tumos para llevar las botas y los impermeables. Se llamaban uno a otros «viejos» e «hijito» con voces joviales. Sonaron amistosas palmadas. Se gritaban bromas. Uno o dos durmientes, tendidos sobre el mismo suelo húmedo, se hacían una almohada con sus brazos doblados y muchos fumaban sentados sobre la escotilla. A través de la ligera bruma azul, los rostros deshechos parecían apaciguados y brillantes los ojos. El contramaestre asomó la cabeza por la puerta entreabierta.
—Relevad al timonel, alguno —gritó—. Son las seis. Al diablo si el viejo Singleton no lleva allí más de treinta horas. ¡Sois un bonito hato!
Y dio un portazo.
—El cuarto de guardia arriba —dijo alguien.
—¡Eh, Donkin, te toca el relevo! —gritaron simultáneamente tres o cuatro voces.
Donkin