Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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siempre en su cocina. Las palabras desfallecientes expiraban sobre sus labios en ligeros suspiros. Una voz gritó de repente en la noche fría:

      —¡Ah, Dios mío!

      Nadie cambió de posición ni prestó atención a ese grito. Uno o dos hombres se pasaron la mano por el rostro con un gesto vago y repetido, pero la mayoría continuaron sin moverse en absoluto. En la inmovilidad transida de sus cuerpos, estaban excesivamente fatigados por la fuga de sus pensamientos que se perseguían unos a otros con una rapidez y una vivacidad de sueño. A veces, inopinada y abrupta, una exclamación respondía a la fantástica llamada de alguna ilusión; luego, calmados, en silencio, contemplaban de nuevo el espectáculo de los rostros conocidos y de los objetos familiares. Rememoraban las facciones de camaradas olvidados y tendían el oído a las voces de patrones muertos hacía años. Recordaban el ruido de las calles bajo sus mecheros de gas, el tufo y la humareda de las tabernas o el tórrido sol de los días de calma en el mar.

      Mister Baker dejó su peligroso puesto y se arrastró a lo largo de la toldilla, haciendo alto de vez en cuando. En la sombra, a cuatro patas, se asemejaba a una fiera que husmease entre cadáveres. Al llegar al borde de la toldilla, apoyado a barlovento en un puntal de cubierta, dirigió la mirada hacia abajo, hacia la proa. Le pareció que el barco mostraba tendencia a enderezarse un poco. Al parecer, el huracán había cedido, pero el mar seguía tan malo como nunca. Las olas espumaban rabiosamente y la banda de sotavento del puente desaparecía bajo un blancor brillante, como de leche hirviendo, en tanto que el aparejo vibraba continuamente con una nota de bajo profunda y que a cada oscilación del barco para enderezarse el viento se precipitaba con un clamor prolongado entre las berlingas. Mister Baker miraba sin decir palabra. Repentinamente, y con gran fuerza, un hombre comenzó a tartamudear al lado suyo, como si el frío lo hubiese transido brutalmente. Balbucía:

      —Ba… ba… ba… brr… brr… ba… ba.

      —Cállate —dijo mister Baker, tanteando en la sombra—. ¿Quieres callarte?

      Continuó sacudiendo la pierna que se hallaba al alcance de su mano.

      —¿Qué pasa, sir ? —preguntó Belfast, con el tono de un hombre que se despierta sobresaltado—; tratamos de cuidar a ese maldito Jimmy.

      —¡Ah, es él! ¡Hum! No hagáis ese ruido entonces. ¿Quién está junto a ti?

      —Yo, sir , el contramaestre —gruñó el hombre—. Procuramos hacer entrar en calor a este pobre diablo.

      —¡Bien, bien! —dijo mister Baker—. A ver si lo hacéis sin tanto ruido, ¿eh?

      —Quiere que lo tengamos por encima de la barandilla —continuó el contramaestre, irritado—. Se queja de no poder respirar bajo nuestras blusas.

      —Si se le levanta, se le dejará caer al agua —dijo otra voz—. No se sienten las manos de frías que están.

      —Me es igual; me ahogo —dijo James Wait con voz clara.

      —Que no, hijo mío —replicó el contramaestre desesperado—; no te irás antes que nosotros con una noche tan bonita.

      —Peores veréis —dijo mister Baker de buen humor.

      —No es un juego de niños, sir —respondió el contramaestre—. Hacia la popa hay otros que no están precisamente de juerga.

      —Si hubiesen cortado los malditos mástiles, nos pasearíamos ahora con la quilla baja como todo barco que se respeta, con una probabilidad al menos de salir del paso —suspiró alguien.

      —El viejo no quiso… Poco le importamos a él nosotros —murmuró otro.

      —¡Vosotros! —gritó mister Baker encolerizado—. ¿Por qué demonios había de ocuparse de vosotros? ¿Somos, acaso, un grupo de señoritas para eso? Nosotros estamos aquí para cuidar el barco, y entre vosotros hay muchos que ni siquiera sirven para eso. ¡Hum…! ¿Qué habéis hecho tan sorprendente para que se ocupen de vosotros? ¿Eh? ¡Hum…! Los hay que ni siquiera pueden soportar un poco de brisa sin llorar.

      —De todos modos, sir , valemos un poco más que eso —protestó Belfast con una voz rota por el escalofrío—; no somos… brr…

      —¡Otra vez! —gritó el segundo proyectando el brazo hacia la forma indecisa—; ¡otra vez…! Pero ¡si estás en mangas de camisa! ¿Qué has hecho?

      —He echado mi encerado y mi blusa sobre ese negrito medio muerto… y dice que se ahoga —dijo Belfast en tono de queja.

      —No me llamarías negro si no estuviese medio muerto, irlandés muerto de hambre —bramó James Wait vigorosamente.

      —Tú… brr… no por portarte bien serías más blanco… Cuando haga buen tiempo… brr… me pelearé contigo… brr… con una mano amarrada a la espalda… brr…

      —No quiero tus andrajos, quiero aire —jadeó el otro débilmente, como si sus fuerzas se agotasen de pronto.

      La espuma de las olas barría la cubierta silbando y crepitando. Los hombres, sorprendidos en su apacible torpeza por el sufrimiento de aquel ruido de querellas, gimieron, murmurando maldiciones. Mister Baker se arrastró un poco más lejos, a sotavento, hacia un tonel de agua, a cuyo pie había algo blanco.

      —¿Eres tú, Podmore? —preguntó mister Baker.

      Tuvo que repetir su pregunta antes que el cocinero se volviese tosiendo débilmente.

      —Sí, sir . Rezaba en mi corazón, a fin de obtener una pronta liberación, pues estoy preparado para cualquier llamamiento… Yo…

      — Escucha —interrumpió mister Baker—, los hombres se mueren de frío.

      —De frío —dijo el cocinero lúgubremente—. No tardarán en sentir calor.

      —¿Cómo? —preguntó mister Baker, hundiendo la vista hasta la extremidad de la cubierta, en la vaga fosforescencia del agua espumosa.

      —Son pecadores —continuó el cocinero solemnemente, pero con voz insegura—. En este mundo de perdición no hay tripulación peor. Por lo que a mí respecta… —temblaba de tal modo que apenas podía hablar; el sitio que ocupaba era de los más expuestos, y, vestido tan sólo con su camisa de algodón y unos pantalones delgados, las rodillas junto a las narices, recibía, encorvando la espalda, el azote de gotas lancinantes y saladas; el sonido de su voz revelaba su agotamiento—. Por lo que a mí respecta… A todas horas… Mi hijo mayor, mister Baker… un pilluelo inteligente… El último domingo que pasé en tierra antes de este viaje, el chico no quería ir a la iglesia, sir . Yo le dije:

      »—Ve a lavarte, o sabré por qué.

      »¿Sabe qué hizo?… En el estanque, mister Baker… ¡Se arrojó al estanque con su mejor ropa, sir …! ¿Un accidente?

      »—Por listo que seas como estudiante, no me engañarás —le dije—. ¡Accidente…!

      »Y le pegué, sir , hasta que no pude mover ya el brazo…

      Su voz se hizo más débil.

      —Le pegué —dijo de

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