Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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—¡Daría un mes de paga por una pipa!
Uno o dos hombres, pasando sus secas lenguas por sus labios salados, murmuraron algo sobre «un sorbo de agua». Como inspirado, el cocinero se levantó, apoyando el pecho contra el barril de popa y miró dentro. Había un poco de líquido en el fondo. Gritó agitando los brazos y dos hombres comenzaron a arrastrase de un lado a otro, pasando de mano en mano la taza del steward . Cada cual tomó un buen trago. Cuando le tocó el tumo a Charley, uno de sus vecinos gritó:
—El condenado pilluelo duerme.
Dormía, en efecto, como si hubiese tomado un narcótico. Le dejamos. Singleton sostuvo el timón con una mano mientras bebía, inclinado para proteger los labios del viento. Para que Wamibo viese la taza que se le ponía ante los ojos, fue preciso gritarle y golpearle; Knowles observó sagazmente:
—Es mejor que un trago de ron.
Mister Baker gruñó:
—Gracias.
Mister Creighton bebió y movió la cabeza ligeramente. Donkin bebió vorazmente, lanzando una mirada feroz por encima de la taza. Belfast nos hizo reír cuando, con su boca muequeante, gritó:
—Traed por aquí. En este rincón, todos somos abstemios.
Un hombre en cuclillas presentaba de nuevo el recipiente al patrón gritándole desde abajo:
—Todos han bebido, capitán.
Tendió la mano a tientas para cogerlo y lo devolvió con un ademán rígido, como si temiese robar una mirada siquiera a su barco. Los rostros se aclararon y gritamos al cocinero:
—¡Bravo, doctor!
Se hallaba sentado a sotavento, oculto por el barril, y nos contestó abundantemente; pero en aquel momento los rompientes hacían un endemoniado estruendo y sólo pudimos recoger trozos de frases, algo como «Providencia» y «nacidos por segunda vez». Había recaído en su vieja manía: predicaba. Le dirigimos amistosos, pero burlones ademanes. Lo veíamos allá abajo, con un brazo extendido y agarrado con el otro, moviendo los labios, levantada hacia nosotros su faz iluminada, forzando la voz, muy serio y meneando la cabeza para evitar las salpicaduras de las olas.
De repente, alguien gritó:
—¿Y Jimmy? ¿Dónde está Jimmy? —Y de nuevo se apoderó de nosotros la consternación.
Desde el extremo de la fila el contramaestre gritó con voz ronca:
—¿Se le ha visto salir?
Voces acongojadas exclamaron:
—¿Se habrá ahogado…? ¡No! En su camarote… ¡Dios mío…! Como rata en la ratonera… Imposible abrir la puerta… ¡Ay! El barco se ha inclinado con demasiada rapidez y el agua lo ha bloqueado… ¡Pobre diablo…! No hay nada que hacer… Es preciso ir a ver…
—¡Dios lo condene, quién podría ir a ver! —chilló Donkin.
—Nadie te pide a ti que lo hagas —gruñó un vecino—. Tú no eres hombre, eres un objeto.
—¿Hay siquiera una vaga probabilidad de llegar hasta él? —preguntaron dos o tres voces a la vez.
Belfast avanzó con un impulso de ciega impetuosidad y, más rápido que un relámpago, se precipitó a sotavento. Simultáneamente lanzamos todos un grito de angustia, pero, cuando ya sus piernas habían pasado por encima de la borda, Belfast había logrado agarrarse y reclamaba a grandes gritos una cuerda. En la extremidad en que nos veíamos, nada podía parecemos terrible; el meneo de sus piernas y el terror de su cara nos parecieron, pues, cómicos. Alguien se echó a reír y, como infectados por el contagio de una jovialidad histérica, todos aquellos hombres hoscos comenzaron a reír, extraviada la vista, semejante a un grupo de dementes atados a un muro. Mister Baker, dejándose resbalar de la bitácora, alargó una pierna a Belfast, que trepó completamente trastornado, condenándonos con abominables palabras a todos los diablos de Erín.
—Es usted… ¡Hum!, es usted un mal hablado. Craik —gruñó mister Baker.
Tartamudeando de indignación respondió Belfast:
—Mírelos usted, sir . ¡Maldita sea su estampa! ¡Reírse de un compañero que pasa por encima de la borda! ¡Y a eso llaman hombres!
Pero desde la toldilla gritaba el contramaestre:
—¡Por aquí! —Y Belfast se apresuró a unírsele, arrastrándose a cuatro patas.
Los cinco hombres, suspendidos, tendido el cuello por encima del borde de la toldilla, trataban de descubrir el camino más seguro para llegar a la proa. Parecían vacilar. Los demás, contorsionados penosamente bajo sus ataduras, acechaban boquiabiertos. El capitán Allistoun no veía nada. Parecía que con la fuerza de la mirada mantenía el barco a flote, merced a una concentración sobrehumana de energía. El viento soplaba alto bajo el sol, se levantaban blanquísimas columnas de espuma y entre el rutilar de los arco iris abiertos en haz sobre el casco abrumado, los hombres descendieron, circunspectos, desapareciendo a nuestra vista con ademanes deliberados.
Iban bamboleándose de los maimonetes a las cornamusas por encima de las olas que azotaban la cubierta sumergida a medias. Los dedos de sus pies arañaban el suelo. Enormes masas de fría agua verde se derrumbaban sobre sus cabezas saltando por encima de las amuradas. Por un momento quedaban suspendidos al extremo de sus brazos dislocados, cortado el aliento por el choque y cerrados los ojos; luego, soltándose de una mano se lanzaban, oscilantes las cabezas, procurando agarrar un cable o una madrina más adelante. El contramaestre avanzaba rápidamente con grandes braceadas atléticas, agarrándose a las cosas con puño de hierro y recordando repentinamente trozos de la última carta de su «vieja». El pequeño Belfast bregaba rabiosamente, diciendo a media voz:
—¡Cochino negro!
La lengua de Wamibo colgaba de excitación, en tanto que Archie, intrépido y sereno, ponía en cada probabilidad de avance toda la clarividencia de su sangre fría.
Una vez encima de la camareta, soltáronse uno tras otro y cayeron pesadamente, boca abajo, con las palmas de las manos apoyadas contra la lisa superficie del suelo de teca. En torno, la resaca hervía espumeante y silbando. Naturalmente, todas las puertas se habían convertido en escotillones. La primera era la de la cocina. Ésta se extendía de lado a lado y dentro se oía chapotear el agua en notas repercutidas, y huecas. La puerta siguiente era la del taller de carpintería. La levantaron y miraron dentro. La habitación parecía haber sufrido los estragos de un temblor de tierra. Todo cuanto había en ella se había derrumbado contra el tabique frontero a la puerta y, al otro lado de aquel tabique, debía de hallarse Jimmy vivo o muerto. El banco de carpintero, una caja a medio acabar, sierras, tijeras, alambres, hachas, pinzas, se amontonaban bajo una capa de clavos. Una azuela afilada levantaba su claro filo, que brillaba peligrosamente en el fondo como una sonrisa maligna. Los hombres, agarrados unos a otros, sondeaban la penumbra. Un bandazo nauseabundo y solapado del barco estuvo a punto de arrojarlos a todos en racimo por la borda. Belfast aulló:
—¡Vamos allá! —Y saltó.
Archie le siguió ligeramente, agarrándose de unos estantes que cedieron bajo su peso, viniéndose abajo con gran estrépito de maderas rotas. Apenas había allí sitio