Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад страница 41

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

Скачать книгу

el problema que planteaba aquella figura aislada en su actitud de meditación e inmóvil como un mármol negro.

      Firmemente rehusaba todos los remedios; sagú y harinas nutritivas volaron por encima de la borda hasta que el camarero se cansó de llevárselos. Pidió elixir paregórico. Se le envió un frasco enorme, lo suficiente para envenenar a una tribu de chiquillos. Lo guardó entre su colchón y el maderamen del barco, sin que nadie le viese nunca tomar una gota. Donkin lo injuriaba cara a cara, se mofaba de él cuando jadeaba, y el mismo día Wait le prestaba un jersey de abrigo. Una vez, Donkin, después de ultrajarlo durante media hora, reprochándole el trabajo suplementario que su simulación valía a los hombres de cuarto, coronó su diatriba llamándolo «cerdo de jeta negra». Bajo la influencia maldita del hechizo que nos ligaba, quedamos horrorizados. Pero Jimmy parecía deleitarse positivamente bajo el insulto. Parecía regocijado, y Donkin vio caer a sus pies un par de botas viejas, acompañado de un sonoro:

      —¡Toma, desecho de arrabal, para ti son!

      Finalmente, mister Baker tuvo que avisar al capitán de que James Wait turbaba el buen orden del barco.

      —La disciplina por la borda… ¡Hum…! Ya lo veremos —gruñó mister Baker.

      Efectivamente: una mañana, al recibir del contramaestre la orden de hacer un lavado general en el castillo de proa, la guardia de estribor estuvo a punto de negarse a obedecer. Según parece, Jimmy no podía soportar la humedad y aquel día estábamos en vena de compasión. En consecuencia, juzgamos que el contramaestre era un bruto y no se lo ocultamos. Sólo el tacto delicado de mister Baker previno una rebelión inminente, negándose a tomamos en serio. Llegó muy atareado a proa, nos dio toda clase de nombres, no todos muy corteses, pero con un tono tan cordial de verdadero lobo marino que comenzamos a sentimos avergonzados. En verdad, lo considerábamos demasiado buen marino para ofuscarlo a sabiendas; y, después de todo, tal vez Jimmy no fuera más que un farsante; probablemente lo era. Y el castillo fue lavado aquella mañana a pesar de todo; pero durante el día se instaló una habitación para el enfermo en la camareta, que se convirtió en un bonito camarote con puerta sobre cubierta y dos literas. Lleváronse allí todos los menesteres de Jimmy y luego, a pesar de sus protestas, al mismo Jimmy. Declaró que no podía andar. Cuatro hombres lo transportaron en una colcha. Se quejaba de que querían dejarlo morir allí solo, como un perro. A pesar de nuestra alegría al ver el castillo libre de su presencia, tomamos parte en su pena. Le cuidamos como antes. La cocina quedaba situada al lado de la camareta y el cocinero pasaba a verlo varias veces al día. El humor de Wait mejoró ligeramente. Knowles afirmó haberlo oído reír a carcajadas un día que se hallaba a solas, sin testigos. Otros le habían visto paseando de noche por la cubierta. Su pequeño retiro, cuya puerta siempre permanecía entreabierta por un largo garfio, estaba constantemente lleno de humo de tabaco. Cuando pasábamos por allí en el ejercicio de nuestras faenas, le lanzábamos bromas, y a veces injurias. Nos fascinaba. Jamás dejaba morir la duda. Su sombra planeaba sobre el barco. Invulnerable en la promesa de su muerte próxima, pisoteaba nuestra propia estimación, nos demostraba a diario nuestra falta de valor moral, corrompía la sencillez de nuestra sana existencia. Hubiéramos sido un mísero puñado de Inmortales condenados a ignorar eternamente la esperanza y el temor, y no hubiera podido dominamos con una superioridad más noble, ni afirmar más implacablemente su sublime privilegio.

      Entretanto, el Narcissus , con todas las velas desplegadas, salió del monzón favorable. Derivó lentamente, enderezando la proa hacia todos los puntos de la brújula, sometido durante varios días al capricho de los vientos mudables y contrarios. Bajo las cálidas gotas de breves chubascos, los hombres descontentos hacían virar de un lado a otro las pesadas vergas, empuñando los cables empapados, jadeando y suspirando, en tanto que sus oficiales, ásperos y chorreantes de lluvia, los hostigaban interminablemente con sus voces cansadas. Durante los cortos reposos, miraban con repugnancia las palmas desolladas de sus manos entumecidas y se preguntaban unos a otros amargamente: «¿Quién querría ser marinero si pudiese ser hacendado?». Todos los caracteres se echaban a perder; nadie se cuidaba de lo que decía. Una noche oscura, en que los hombres de cuarto, jadeantes de calor y medio ahogados por la lluvia, habían pasado de braza en braza durante cuatro mortales horas, Belfast declaró que «abandonaría el mar para siempre y se embarcaría en un steamer ». Palabras excesivas, sin duda. El capitán Allistoun, siempre dueño de sí mismo, murmuraba tristemente al oído de mister Baker: «No está mal, no está mal», cada vez que lograba, a fuerza de astucias y maniobras, hacer con su excelente barco sesenta millas en veinticuatro horas. Desde el umbral de su pequeño camarote, Jimmy, con la barbilla en la mano, seguía nuestra labor con ojo insolente y melancólico. Le hablábamos con dulzura, a riesgo de cambiar después agrias sonrisas.

      Luego, con viento propicio y bajo un cielo claro, el barco comenzó a salvar las latitudes australes. Pasó a la altura de Madagascar y Mauricio sin vislumbrar tierra. Se doblaron las amarras de las berlingas de recambio; se inspeccionaron las barras de escotilla. En sus momentos libres, el camarero, con aire preocupado, trataba de adaptar los paveses a las puertas de los camarotes. Se tendieron cuidadosamente telas sólidas. Ojos ansiosos buscaban ya hacia el Oeste el cabo de las Tempestades. El barco comenzó a cabecear con un fuerte oleaje del Sudoeste, y el cielo suavemente luminoso de las latitudes bajas adquirió de día en día sobre nuestras cabezas una pátina más dura: alta bóveda arqueada sobre el barco como un domo de acero en el que resonaba la voz profunda de los vientos frescos. Un sol frío sobre las crines blancas de los negros rompientes. Bajo el hálito fuerte de las rachas del Oeste, el barco, reducido su velamen, se inclinaba lentamente, obstinado, pero dócil. Coma de aquí allá, en el esfuerzo incesante por abrirse paso a través de la invisible violencia de los vientos; hundía la proa en la sombra de lisas cavidades; luchaba, remontando, contra las crestas nevadas de las grandes olas en fuga; se bamboleaba sin reposo de un lado a otro, como un ser que sufre. Sólido y valiente, respondía al querer del hombre, y sus mástiles sutiles, gesticulando sin cesar en abruptos semicírculos, parecían implorar en vano la clemencia del cielo borrascoso.

      El invierno era malo aquel año en El Cabo. A la hora de relevo, los timoneles llegaban al castillo de proa pisando fuerte y soplando en sus dedos rojos, hinchados por el frío. Los que hacían la guardia sobre cubierta capeaban mejor o peor el aguijón helado del rocío, o, amontonados en los rincones abrigados, seguían con ojo opaco las altas olas implacables cuya furia inagotable envolvía el barco en un asalto sin cesar renovado. El agua chorreaba en cataratas ante las puertas del castillo de proa. Para alcanzar el lecho húmedo, era preciso saltar por encima de sábanas de agua. Los marineros entraban calados y volvían a salir envarados en sus vestidos a medio secar para hacer frente a las implacables y redentoras exigencias de su oscuro y glorioso destino. A popa, escrutando atentamente las nubes y el viento, aparecían los oficiales a través de la bruma del chubasco. De pie, agarrados a la barandilla, erguidos y lucientes bajo sus largos impermeables, se mostraban a intervalos, a merced de los cabeceos locos del barco duramente zarandeado, muy altos, atentos, violentamente sacudidos por encima de la línea gris del horizonte, pero siempre en una actitud quieta.

      Observaban el tiempo y el barco con el ojo con que el hombre de tierra sigue las temibles fluctuaciones de la fortuna. El capitán Allistoun no abandonaba ya el puente, como si formase parte de los avíos del barco. De cuando en cuando, el camarero, tiritando, pero siempre en mangas de camisa, trepaba, vacilante y aferrándose a todo, hasta él con una taza de café caliente en la mano. La tempestad le arrebataba la mitad antes de que los labios del patrón se posasen en ella. Bebía el resto gravemente, de un solo trago lento, en tanto que la pesada espuma azotaba ruidosamente la tela encerada de su abrigo y la resaca de las olas se hinchaba alrededor de sus botas altas; y jamás sus ojos se separaban de su barco. Espiaba todos sus movimientos, clavaba en él su mirada como un amante que observa el trabajo asiduo y desinteresado de una mujer delicada en cuya frágil vida se encierra para él todo el sentido y la alegría del mundo. También nosotros vigilábamos nuestro barco. Su belleza no carecía de cierta debilidad. Pero no por esto le queríamos menos.

Скачать книгу