Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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de proa, parecía más grande, colosal, viejísimo; viejo como el mismo tiempo, padre de las cosas, llegado a aquel lugar más mudo que un sepulcro para contemplar con ojo paciente la corta victoria del sueño consolador. Sin embargo, no era más que un hijo del tiempo, reliquia solitaria de una generación devorada y a la que nadie recordaba ya. Permanecía allí, vigoroso todavía, sin pensamiento como siempre; entre su vasto pasado vacío y la nada de su futuro, sus impulsos de niño y sus pasiones de hombre, muertos ya bajo su seno tatuado. Los hombres capaces de comprender su silencio, los que habían sabido el secreto de existir más allá de la vida, frente a la paz de la eternidad, habían desaparecido. Ellos habían sido fuertes, con la fuerza de los que no conocen ni la duda ni la esperanza. Habían sido impacientes y sufridos, turbulentos y aplicados, insumisos y fieles. Personas bienintencionadas habían intentado representar a aquellos hombres gimiendo a cada bocado de su pan, poniéndose al trabajo por el solo temor de sus vidas. Pero en verdad, habían sido hombres familiarizados con el trabajo, la privación, la violencia y el libertinaje, desconocedores del miedo e incapaces de abrigar odio en sus corazones. Duros de manejar, pero fáciles de seducir, mudos siempre, pero bastante viriles para despreciar en su alma la sensiblera garrulería de los que deploraban la dureza de su suerte. Suerte única y propia; la capacidad de soportarla les parecía un privilegio de elegidos. Su generación había vivido silenciosa e indispensable, sin haber conocido la dulzura de los afectos ni el refugio de un hogar, y moriría libre de la oscura amenaza de una tumba estrecha. Eran los hijos siempre mozos del mar misterioso. Sus herederos no son sino los hijos crecidos de una tierra descontenta. Menos díscolos, pero menos inocentes; menos profanos, pero tal vez también menos creyentes; si han aprendido a hablar, no es menos cierto que también aprendieron a gemir. Pero los otros, los fuertes, los silenciosos, modestos, encorvados y sufridos, se habían parecido a las cariátides de piedra que sostienen por la noche las salas resplandecientes de un edificio glorioso. Y ahora están lejos, y ya no cuentan. El mar y la tierra son infieles a sus hijos. Una verdad, una fe, una generación de hombres pasa, se la olvida y ya no cuenta. Excepto para aquellos pocos, tal vez, que creyeron esa verdad, profesaron esa fe o amaron a esos hombres.

      Se levantaba una brisa. El barco borneó, y de repente, bajo una racha más fuerte, el seno de la cadena entre el molinete y los canales de los escobenes tintineó, se deslizó una pulgada y se levantó suavemente del puente, sugiriendo de modo sorprendente la idea de una vida insospechada oculta en las moléculas del hierro. En el escobén, las crujientes cadenas esparcían por todo el barco un gemido sordo de hombre que jadea bajo un fardo. La tensión se prolongó hasta el molinete, la cadena, tensa como una cuerda, vibró, y el mango del freno de la hélice se movió en breves sacudidas. Singleton avanzó.

      Hasta entonces había permanecido meditabundo y sin pensamiento, lleno de tranquilidad y vacío de esperanza, con un rostro austero y sin expresión, niño de sesenta años, hijo del mar misterioso. Seis palabras hubieran expresado todos sus pensamientos desde la cuna, pero el movimiento de aquellas cosas que formaban parte tan íntima de su ser como su mismo corazón palpitante, hizo pasar un relámpago de inteligencia alerta sobre la severidad de sus viejas facciones. La llama de la lámpara vacilaba y el viejo, frunciendo la maraña de sus cejas, se inclinó sobre el freno, vigilante e inmóvil entre la loca zarabanda de las sombras danzantes. Luego, el barco, obedeciendo a la llamada del ancla, se deslizó ligeramente y aflojó la cadena. Aliviada, cedió y después de un balanceo imperceptible cayó con un choque sonoro sobre las tablas de madera dura. Singleton cogió el brazo alto de la palanca y, apoyando violentamente todo el cuerpo, logró dar media vuelta más al freno. Se enderezó luego, respiró profundamente y permaneció algún tiempo contemplando con un ojo irritado el poderoso y compacto aparato tendido sobre la cubierta, a sus pies, como un monstruo sosegado, como una criatura prodigiosa y domeñada.

      —¡Tú… ten cuidado! —gruñó Singleton dominador, entre la inculta maraña de su barba blanca.

      Con la alborada del día siguiente aparejó el Narcissus . Una ligera bruma empañaba el horizonte. Fuera del puerto, el inconmensurable espacio de agua mansa yacía, resplandeciente como un pavimento enjoyado y tan vacía como el cielo. El pequeño remolcador negro se separó por barlovento como solía, luego soltó la amarra y, con las máquinas paradas, vaciló un momento a lo largo de la borda en tanto que el esbelto y largo casco del barco se movía lentamente bajo sus gavias. La tela floja se hinchó con la brisa, redondeó blandamente sus contornos, semejantes a blancas nubes ligeras apresadas en la red del aparejo. Luego fueron ronzadas las velas, izadas las vergas y el barco se convirtió en una alta y solitaria pirámide deslizándose, toda radiante y blanca, a través del vaho solar. El remolcador dio media vuelta y se dirigió a tierra. Veintiséis pares de ojos siguieron a ras de agua su popa rechoncha arrastrándose perezosamente sobre el manso oleaje entre sus dos ruedas que giraban rápidamente, golpeando el agua con golpes apresurados y rabiosos. Hubiérase dicho un enorme escarabajo acuático, sorprendido por la luz, deslumbrado de sol, tratando de volver a la sombra lejana de la costa con penosos esfuerzos. Dejó tras él una morosa tiznadura de humo en el cielo y dos surcos de espuma pronto desaparecidos en el agua. En el sitio en que se había detenido se agrandaba una mancha negra y redonda de hollín que ondulaba con el oleaje, marcando, según parecía, el lugar mancillado de un reposo impuro.

      Una vez solo, el Narcissus , proa al Sur, pareció erguido, resplandeciente y como inmóvil entre el mar sin reposo y el moviente sol. Copos de espuma se deslizaron a lo largo de sus flancos; el agua lo golpeó con rápidas ondas; la tierra se deslizó hasta perderse de vista lentamente; algunos pájaros planearon chillando, con las alas extendidas, por encima de las puntas oscilantes de los mástiles. Pero la costa no tardó en desaparecer, se alejaron los pájaros, y al Oeste, la vela puntiaguda de un dhow árabe con rumbo a Bombay, subió triangular y derecha sobre la clara línea del horizonte, se demoró y desapareció a poco como un espejismo. Luego, la estela del barco, larga y recta, se dilató a través de un día de soledad inmensa. El sol poniente, ardiendo a ras del agua, arrojó sus llamas de púrpura bajo la negrura de pesadas nubes de lluvia. El chubasco de anochecida, llegando por la popa, se fundió en el breve diluvio de una lluvia azotadora. El barco quedó reluciente desde la punta de los mástiles hasta la línea de flotación; sólo sus velas se habían ensombrecido. Se deslizaba rápidamente ante el soplo igual del monzón, con las cubiertas despejadas para la noche y, fiel a su movimiento, tras él se oía el monótono y constante chasquido de las ondas mezclado al rumor sordo de los hombres reunidos en la popa para la distribución de guardias, a la corta queja de una polea en la arboladura o, a veces, a algún suspiro más fuerte de la brisa.

      Mister Baker, saliendo de su camarote, pronunció severamente el primer nombre del rol antes de cerrar la puerta tras él. Iba a hacerse cargo del puente. Según una vieja costumbre marítima, en el viaje de regreso el primer oficial toma el primer cuarto de guardia de noche, de las ocho a las doce. Así, pues, mister Baker, después de haber oído el último «¡Presente!», dijo malhumorado:

      —Relevad el timón y en guardia —y trepó con un paso pesado la escala de popa a barlovento.

      Poco después, descendió mister Creighton silbando quedamente y entró en la cámara. En el umbral de la puerta, el camarero holgazaneaba en pantuflas, meditabundo, con las mangas de la camisa levantadas hasta las axilas. Sobre cubierta, en la proa, el cocinero, que cerraba las puertas de la cocina, sostenía un altercado con el joven Charley a propósito de un par de calcetines. Se oía su voz, que se elevaba dramáticamente en la sombra:

      —No vales el servicio que se te presta. Te los he secado y ahora vienes a quejarte de los rotos y, por si fuera poco, juras y perjuras delante de mí. Si yo no fuera cristiano como no lo eres tú, joven rufián, te hacía un remiendo en la cabeza… ¡Vete, vete de aquí!

      En parejas o en grupos de tres, los hombres permanecían en pie, pensativos, o marchaban silenciosos a lo largo de la amurada del combés. El primer día de actividad de un viaje de regreso, terminaba en la paz monótona de reanudadas rutinas.

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