Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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Echaba espumarajos y volteaba los brazos; pero, de repente, sonrió y sacando de su bolsillo un rollo de tabaco negro, le dio una dentellada con cómica afectación de ferocidad. Otro de los nuevos —un hombre de ojos huidizos y rostro amarillento y enjuto, que escuchaba boquiabierto desde hacía un instante, a la sombra de la cajonada maestra— observó con voz áspera:
—Bien, éste es viaje de regreso. Buenos o malos, me río de ellos siempre que sea en viaje de vuelta. En cuanto a mis derechos, los haré respetar. ¡Ya lo verán!
Todos los rostros se volvieron hacia él. Los únicos que no prestaron atención fueron el aprendiz y el gato. El hombre, individuo pequeño, de pestañas blancas, se hallaba en pie, con los brazos en jarras. Parecía haber conocido todas las degradaciones y todas las violencias. Parecía haber sido abofeteado, pateado y arrastrado por el fango; parecía haber sido arañado, escupido, haber sido lapidado con basuras innombrables… y sonreía con íntima seguridad a los rostros que le rodeaban. El peso de un abollado hongo le aplastaba las orejas. Los desgarrados faldones de su levita negra caían en flecos sobre sus pantorrillas. Soltó los dos únicos botones que quedaban en ella y vieron que no llevaba camisa. Una mala suerte característica, hacía que aquellos andrajos a los que a nadie se le hubiese ocurrido suponer un dueño, tomasen sobre él el aspecto de haber sido robados. Tenía el cuello largo y flaco, enrojecidos los párpados, cubiertas las mejillas por una barba rala, los hombros puntiagudos y caídos como las alas rotas de un pájaro. Su flanco izquierdo, cubierto por una costra de lodo, revelaba una noche reciente pasada en un foso húmedo. Había salvado su deficiente esqueleto de una destrucción violenta desertando de un barco americano a bordo del cual, en un momento de olvidadiza locura, había tenido la audacia de alistarse; y había pasado una quincena en tierra, recorriendo el barrio indígena, reventando de hambre, durmiendo sobre montones de inmundicias, errando bajo el sol. Este inesperado visitante parecía salir de una pesadilla. Continuaba sonriendo, repulsivo, en medio del silencio repentino. Aquel limpio y blanco castillo de proa era un refugio para él; su holgazanería podría revolcarse y alimentarse allí, maldiciendo el pan de su boca; allí podría desplegar su talento para esquivar los trabajos, trampear y mendigar; sin falta encontraría allí alguien a quien engañar y alguien a quien embromar; y, por añadidura, le pagarían por eso. Todos lo conocían bien. Era el hombre incapaz de gobernar el timón o ajustar dos cabos; el hombre que esquiva el trabajo en las noches oscuras; el que, en el aparejo, se agarra frenéticamente con pies y manos, jurando contra el viento, el granizo y la sombra; el hombre que maldice al mar en tanto que los otros trabajan. El hombre que sale siempre el último y el que primero entra cuando se los llama a cubierta. El hombre incapaz de hacer tres cuartas partes de su oficio y que no desea hacer la otra. El niño mimado de los filántropos y de los marinos de agua dulce, sus semejantes. El simpático y meritorio individuo celoso de todos sus derechos, pero que nada quiere saber de soportación, de valor, de la confianza inexpresada ni del tácito pacto de buena fe que liga a los miembros de una tripulación. El independiente vástago de la innoble libertad de los suburbios, lleno de desdén y de odio por la austera servidumbre del mar.
Alguien gritó:
—¿Cómo te llamas?
—Donkin —respondió, descarado, pero jovial.
—¿Cuál es tu oficio? —preguntó otra voz.
—¡Cómo! El de marinero, el mismo tuyo, viejito —respondió con un tono que, queriendo ser cordial, sólo era impudente.
—¡El diablo me lleve si no tienes peor facha que un fogonero arruinado! —comentó el otro a media voz y en tono convencido.
Charlie levantó la cabeza y chilló con insolente voz de chifla:
—Es un hombre y un marino.
Luego, limpiándose la nariz con el dorso de la mano, se inclinó de nuevo industriosamente sobre su bitadura de cable. Algunos rieron. Otros, contemplaron al intruso perplejo. El andrajoso se indignó:
—¡Bonita manera de recibir a un camarada en un castillo de proa! —refunfuñó—. ¿Sois hombres o una manada de caníbales sin corazón?
—No vayas a quitarte la camisa por broma, camarada —gritó Belfast, irguiéndose de un salto ante él, furioso, amenazador y amistoso a la vez.
—¿Y éste, está ciego? —preguntó el indomable fantoche, mirando en torno con aire de sorpresa simulada—. ¿No ve, acaso, que ya no tengo camisa?
Y extendió sus brazos en cruz, sacudiendo los andrajos que cubrían sus huesos con un gesto dramático.
—¿Y por qué? —continuó en voz muy alta—. Los cochinos yanquis querían sacarme las tripas al aire porque defendía mis derechos como un valiente. Soy inglés, gracias a Dios. Se me echaron encima y abandoné el campo. He ahí el porqué. ¿Habéis visto nunca un hombre en la miseria? ¡Eh! ¿Qué clase de condenado barco es éste? Estoy sin un céntimo. No tengo nada. Ni saco, ni lecho, ni manta, ni camisa, ni un condenado andrajo fuera de lo que llevo encima. Pero, al menos, no me acobardé ante esos cochinos yanquis. ¿Hay alguien aquí que tenga de sobra un par de pantalones viejos para un camarada?
Sabía cómo conquistar los ingenuos sentimientos de aquella turba. En un momento, le dieron su compasión burlona, despreciativa o ásperamente; primero, en forma de una manta arrojada al rostro mientras él permanecía ante ellos con la blanca piel de sus miembros atestiguando su humana fraternidad a través de la negra fantasía de sus andrajos. Luego, rodó hasta sus enlodados pies un par de viejos zapatos. Acompañado de un grito, un viejo pantalón de lona y manchado de brea, lo golpeó en el hombro. El soplo de su benevolencia levantaba una onda de piedad sentimental en sus corazones indecisos. Su propia espontaneidad en aliviar la miseria de uno de los suyos los llenaba de enternecimiento. Algunas voces gritaron:
—¡Se te equipará, viejo!
Se cruzaron murmullos:
—Nunca vi cosa semejante… ¡Pobre diablo!… ¿Te servirá un chaleco viejo que tengo? Tómalo, compañero.
Estos rumores amistosos llenaban el castillo. Esas larguezas las reunía en un montón con su pie desnudo, en tanto que su mirada circular continuaba mendigando. Sin emoción alguna, Archie agregó concienzudamente al montón una vieja gorra con la visera arrancada.
El viejo Singleton, perdido en las regiones serenas de la ficción, continuaba leyendo sin dignarse ver nada. Charley, al que la sabiduría de la juventud hacía despiadado, chilló:
—Si quieres botones dorados para tus uniformes nuevos, yo tengo dos.
El infecto tributario de la caridad universal blandió su puño hacia el grumete:
— Ya tendré yo cuidado de que tengas tú bien limpios los suelos, galopín —dijo ásperamente—. No tengas miedo. Yo te enseñaré a ser respetuoso con un marinero, borrico ignorante.
Sus ojos brillaban malignamente, pero habiendo visto a Singleton cerrar su libro, sus ojillos, semejantes a dos granos lucientes, comenzaron a errar de litera en litera.
—Coge esa de junto a la puerta; no es mala —sugirió Belfast.
El interpelado reunió los donativos amontonados a sus pies, los apretó en masa contra su pecho y luego, tras de una ojeada furtiva hacia el finlandés que se hallaba de pie ante él, con la mirada perdida en lo vago, como si persiguiese una de esas visiones