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goloso. Durante todo el viaje anterior tuvo usted en su guardia a ese corpulento finlandés. Quiero ser justo. Le dejo a usted esos dos mozos escandinavos y yo… ¡hum!… yo me quedo con el negro y… ¡hum!, y también con ese buhonero descarado de la levita negra. Tendrá que… ¡hum!… andarse con cuidado o ¡hum!… no me llamo yo Baker. ¡Hum! ¡Hum! ¡Hum!

      Gruñó tres veces seguidas, ferozmente. Esa costumbre de gruñir entre las palabras y al final de las frases era su tic. Un bello gruñido sostenido, decidido, que iba bien con el acento de amenaza con que articulaba las sílabas, con su torso pesado, rematado por un cuello de toro, con su paso nervioso y entrecortado; con su ancho rostro agrietado, sus ojos fijos y su risa sardónica. Pero desde hacía tiempo este tic había perdido su efecto sobre la marinería. Los hombres le querían; Belfast, al que estimaba y que lo sabía, lo remedaba poco menos que en su propia cara. Charley, más prudente, parodiaba su andadura. Algunas de sus frases habían adquirido categoría de refranes establecidos y cotidianos en el castillo de proa. ¡Colmo de la popularidad! Además, todos estaban dispuestos a admitir que, llegada la ocasión, el piloto podía «apabullar a cualquiera en el más puro estilo americano».

      Daba sus últimas órdenes:

      —¡Hum!… ¡Tú, Knowles!… A las cuatro, todos arriba. Quiero… ¡hum!… virar antes de que llegue el remolcador. Espera la llegada del capitán. Bajaré a acostarme vestido… ¡Hum!… Llámame cuando veas venir la embarcación… ¡Hum! ¡Hum! Seguramente el viejo tendrá algo que decirme cuando suba a bordo —agregó, dirigiéndose a Creighton—. Bien, buenas noches… ¡hum!… La jornada de mañana será larga… ¡hum!… más vale acostarse temprano. ¡Hum! ¡Hum!

      Una franja de luz cruzó en un relámpago la oscuridad de la cubierta; una puerta se cerró con estrépito, y mister Baker desapareció en su ordenado camarote. El joven Creighton continuaba apoyado en la batayola, penetrando con ojo soñador en la noche de Oriente. Y veía en ella una larga vereda campesina, una vereda cubierta por móvil hojarasca sobre la que danzaban los rayos del sol. Veía estremecerse las ramas de los viejos árboles y enmarcar con su bóveda el azul tierno y acariciador del cielo de Inglaterra. Y, bajo el arco del ramaje, una muchacha con un vestido claro, sonriendo bajo su sombrilla, parecía estar de pie en el umbral mismo del cielo tierno.

      En la otra extremidad del barco, el castillo de proa, en el que no brillaba ya luz alguna, se adormecía en un vacío opaco, cruzado por sonoros resoplidos y bruscos suspiros.

      La doble fila de literas se abrían, negras, como tumbas habitadas por muertos inquietos. Aquí y allá, una charra cortina de cretona a medio correr, señalaba el puesto de un sibarita. Una pierna, blanquísima e inanimada, pendía de un lecho. Un brazo tendía hacia el techo una pahua negra con los dedos ligeramente encogidos. Dos ligeros ronquidos, inarmónicos, contendían en un cómico diálogo. Singleton, desnudo todavía el torso —el viejo sufría mucho de las erupciones producidas por el calor—, exponía al fresco su espalda, de pie en el vano de la puerta, cruzados los brazos sobre el pecho decorado. Su cabeza tocaba las vigas de la cubierta superior. El negro, semidesnudo, se hallaba ocupado en desatar las cuerdas de su cofre y tender su cama sobre una litera alta. En calcetines, paseaba en silencio su corpachón; un par de tirantes le azotaba los talones. Entre las sombras de las madrinas y el bauprés, Donkin masticaba un trozo de galleta dura, sentado en el mismo suelo, con los pies rectos y los ojos móviles; tenía la galleta en el puño, delante de la boca y la mordía con feroces dentelladas. Las migajas caían entre sus abiertas piernas. Luego se levantó.

      —¿Dónde está el tonel de agua? —preguntó a media voz.

      Singleton, sin hablar, hizo un ademán con su fuerte mano, que sostenía una corta pipa humeante. Donkin se inclinó, bebió en el vaso de estaño, salpicando el suelo, se volvió y vio al negro que lo miraba desde lo alto, por encima del hombro, tranquilamente. El otro se acercó de lado.

      —¡Bonita cena para un hombre! —murmuró amargamente—. El perro de mi casa no la querría. Y es buena para nosotros. ¡Y que un gran barco tenga semejante castillo de proa!… Ni siquiera un condenado trozo de carne en la gamella. He buscado en todas las chilleras.

      El negro lo miró como un hombre al que de repente se le dirige la palabra en un idioma extranjero. Donkin cambió de tono.

      —Dame un trozo de tabaco, camarada —dijo confidencialmente—. Hace un mes que no fumo ni masco, y la necesidad me enloquece. Anda, viejo, un buen movimiento.

      —Déjese de familiaridades —dijo el negro.

      Donkin dio un salto y se dejó caer sentado, de sorpresa, en un cofre próximo.

      —No hemos guardado puercos juntos —continuó James Wait, asordinando su bien timbrada voz de barítono—. Aquí tiene usted su tabaco.

      Luego, tras una pausa, preguntó:

      —¿De qué barco llegas?

      —Del Golden State —balbució Donkin, mordiendo al mismo tiempo el tabaco.

      El negro silbó quedamente:

      —¿Desertor? —dijo brevemente.

      Donkin, con un carrillo hinchado, hizo un gesto de asentimiento.

      —Sí, abandoné el campo —masculló—. Habían matado a patadas a un mozo de Dago en aquella travesía, y me hubiera tocado el tumo. Y despejé el campo.

      —¿Y dejaste el abarrote atrás?

      —Abarrote y dinero —respondió Donkin, elevando la voz—. No tengo nada. Ni ropa, ni cama. Un irlandesito patizambo que hay aquí, me dio una manta. Me parece que esta noche tendré que acostarme en el pequeño foque.

      Salió, arrastrando tras él la manta que llevaba cogida de una punta. Singleton, sin mirarlo, se apartó ligeramente para dejarlo pasar. El negro ató sus ropajes de tierra y vestido convenientemente para el trabajo de a bordo, se sentó sobre su cofre, con un brazo estirado encima de sus rodillas. Después de contemplar a Singleton unos momentos, preguntó por fórmula:

      —¿Qué clase de barco es éste? ¿No es malo, eh?

      Singleton no se movió. Largo rato después dijo, con el rostro inmóvil:

      —¿El barco? Todos los barcos son buenos. Pero son los hombres…

      Continuó fumando en profundo silencio. La sabiduría de medio siglo pasado escuchando el estruendo de las olas, había hablado inconscientemente por sus viejos labios. El gato ronroneaba sobre el cabrestante. Entonces James Wait tuvo un acceso de tos estrepitoso y rugiente que lo sacudió como un huracán, y lo arrojó jadeante, con los ojos fuera de las órbitas, cuán largo era, sobre su cofre. Muchos hombres se despertaron. Uno de ellos, con voz adormilada, gritó desde su litera:

      —¡Chitón! ¡Vaya con la condenada escandalera!

      —Estoy resfriado —farfulló Wait.

      —¿Resfriado dices? —gruñó el hombre—. Apostaría que era algo más.

      —¡Oh!, como usted guste —dijo el negro levantándose y recobrando su preeminencia y su desdén. Trepó a su litera y volvió a toser con insistencia, en tanto que alargaba el cuello para vigilar el castillo. Y no hubo más protestas. Entonces se dejó caer sobre la almohada y pudo oírse el soplo rítmico de su respiración semejante a la de un hombre oprimido por un mal sueño.

      Singleton

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