Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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—¿Estás moribundo?
Así interpelado. James Wait pareció horriblemente sorprendido y confuso. Todos nosotros nos sobresaltamos. Las bocas permanecieron abiertas, los corazones palpitaron, parpadearon los ojos; un tenedor de hierro escapado de una mano temblorosa, resonó contra el fondo del plato; un marinero se levantó como para salir y se quedó en pie, inmóvil. En menos de un minuto, Jimmy se recobró.
—¡Cómo! ¿Por qué? ¿No lo ves acaso? —respondió con voz insegura.
Singleton se quitó de los labios un trozo de galleta mojada («mis dientes —decía— ya no tienen el filo de antes»), y dijo con venerable mansedumbre:
—Bien, entiéndete tú con tu muerte y no nos mezcles para nada en ella, pues en tal trance no podemos ayudarte.
Jimmy se dejó caer de espaldas sobre su litera y permaneció largo tiempo inmóvil, sin otro ademán que el necesario para limpiarse el sudor de la barbilla. Los platos fueron despachados rápidamente. Sobre cubierta se comentó el incidente en voz baja. Algunos mostraban su alborozo con risas sofocadas. Muchos parecían graves. Wamibo, después de prolongados períodos de ensoñación, ensayaba sonrisas abortadas; y uno de los jóvenes escandinavos, atormentado por la duda, se atrevió, durante la segunda guardia de cuartillo, a abordar a Singleton —el viejo no nos animaba mucho a dirigirle la palabra— y a preguntarle neciamente:
—¿Cree usted que morirá?
Singleton levantó la cabeza.
—Naturalmente que morirá —dijo, de un modo concluyente.
Eso pareció decisivo. El que había consultado el oráculo, se apresuró a comunicar a los demás su respuesta. Tímido y diligente se acercaba a cada cual y recitaba su fórmula esquivando los ojos:
—El viejo Singleton dice que morirá.
¡Era un alivio! Por fin sabíamos que nuestra compasión no caía en mal terreno; de nuevo podíamos sonreír sin recelo. Pero no contábamos con Donkin, con Donkin, que no se dejaba imponer por esos «cochinos extranjeros» y que respondió a las palabras del escandinavo con voz maligna:
—¡También tú reventarás, cabezota! ¡Así reventaseis todos los de vuestra tierra, antes de venir a llevaros nuestro dinero a vuestro país de hambrones!
Quedamos consternados. Después de todo, era preciso convenir en que la respuesta de Singleton no significaba nada. Y comenzamos a odiarlo por haberse burlado de nosotros. Todas nuestras certidumbres Saqueaban: nuestras relaciones con los oficiales se hacían más tirantes cada día; el cocinero, cansado de luchar, nos abandonaba a nuestra perdición; habíamos oído al contramaestre opinar que éramos «un hato de flojos». Sospechábamos tan pronto de Jimmy como de todos los demás, y aun de uno mismo. No sabíamos qué hacer. A cada insignificante recodo de nuestra vida humilde, surgía Jimmy, altivo y cerrando el paso, del brazo de su compañera, horrible y velada. Era una servidumbre sobrenatural.
Tal estado de cosas había comenzado ocho días después de nuestra partida de Bombay. Había caído sobre nosotros lenta e inesperadamente, como toda gran calamidad. Todos habían observado desde un comienzo que Jimmy era muy flojo para el trabajo, pero veían en ello simplemente el resultado de su concepción del universo.
Donkin decía:
—No pesas más sobre un cable de lo que pesaría un polichinela quebrado.
Lo despreciaba. Belfast, atento a una posible lucha, lo provocaba:
—No te matarás trabajando, viejo.
—¿Y tú? —replicaba el negro con un tono de desprecio inefable.
Belfast se retiró.
Una mañana, durante el baldeo, lo llamó mister Baker:
—Pasa tu escoba por aquí, Wait.
El interpelado se acercó arrastrando la pierna.
—¡Anda, muévete! ¡Hum! —gruñó mister Baker—. ¿Qué te pasa en las patas posteriores?
El negro se paró en seco. Miró lentamente con sus ojos salientes, que tenían al mismo tiempo una expresión audaz y melancólica.
—No son las piernas —dijo—, son los pulmones.
Todos prestaron oído.
—¿Qué… ¡hum!… qué les sucede a tus pulmones? —preguntó mister Baker.
Todo el cuarto de guardia permanecía sobre el puente húmedo, con la sonrisa en los labios y las manos ocupadas por cubos y escobas. Wait dijo lúgubremente:
—Me voy, me voy de aquí. ¿No ve usted que soy un hombre moribundo? Yo sí lo sé.
Mister Baker parecía asqueado.
—¿Por qué demonios te embarcaste entonces?
—Es menester vivir hasta reventar. Al menos, así me parece.
Las risas se hicieron distintas.
—¡Vete de la cubierta! ¡Quítate de mi vista! —dijo mister Baker.
Estaba desconcertado. En su vida le había ocurrido nada semejante. James Wait, obediente, soltó su escoba y se dirigió lentamente hacia la proa. Una carcajada lo siguió. Aquello era demasiado cómico. Todos reían… ¡Reían…! ¡Ay!
Se convirtió en el verdugo de todos nuestros instantes, en la peor de las pesadillas. Imposible discernir ninguna huella exterior de enfermedad en su persona; en los negros no se ve nada semejante. No era muy gordo, pero tampoco parecía mucho más flaco que otros negros que conocíamos. Tosía frecuentemente, pero las gentes menos prevenidas podían darse cuenta de que tosía con más frecuencia cuando le convenía. No podía o no quería cumplir con su trabajo y se negaba a guardar cama. Un día, trepaba al aparejo con los más ágiles de la tripulación y al día siguiente nos veíamos obligados a arriesgar nuestras vidas para bajar su inanimado cuerpo. Fue interrogado, examinado, sufrió reconvenciones, amenazas, adulaciones, sermones. El capitán lo hizo llamar a su camarote. Corrieron rumores disparatados. Se dijo que tanto descaro había confundido al viejo; se afirmó que Wait lo había asustado. Charley aseguró que «el patrón, llorando, dio al negro su bendición y un bote de confitura». Knowles sabía por el camarero que el inefable Jimmy, agarrándose a todos los muebles del camarote, había gemido, se había quejado de la brutalidad e incredulidad generales y había terminado por toser desesperadamente sobre los diarios meteorológicos del patrón, que yacían abiertos sobre su mesa. Fuese como fuera, Wait regresó a proa sostenido por el camarero, que con voz emocionada y acongojada nos conjuraba:
—¡Aquí! Cogedle uno de vosotros. Es necesario que se acueste.
Jimmy absorbió un pichel de café y después de dirigir a unos y otros unas cuantas palabras ásperas, se metió en el lecho. Allí permanecía generalmente,