Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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Con un esfuerzo logró erguirse el capitán, con el rostro contra el puente sobre el que pendían los hombres, balanceados al extremo de las cuerdas como ladrones de nidos en el muro de un acantilado. Uno de los pies del capitán se apoyaba sobre el pecho de un marinero; en su rostro purpúreo se estremecían sus labios. También él gritaba, doblado en dos:
—¡No! ¡No!
Mister Baker, con una pierna sobre la bitácora, rugió:
—¿Ha dicho usted que no? ¿Que no corten?
El otro sacudió la cabeza frenéticamente.
—¡No! ¡No!
El carpintero, que se arrastraba entre sus piernas, lo oyó, se dejó caer de pronto contra el suelo y permaneció inmóvil junto a la claraboya. Algunas voces repitieron la prohibición:
—¡No! ¡No!
Luego, todo volvió a quedar en silencio. Esperaban que el barco volcase por completo y los arrojase al mar y, entre el terrífico rumor de las olas y los vientos, ni un solo murmullo de reconvención se escapó de aquellos hombres que hubiesen dado muchos años de su vida por ver a «esos condenados palos saltar por encima de la borda». Todos sentían que su única probabilidad de salvación residía allí; pero un hombrecillo de rostro duro sacudía su cabeza gris y gritaba: «¡No!», sin lanzarles siquiera la limosna de una mirada. Mudos, jadearon. Agarraron las barras de apoyo, se anudaron trozos de cuerda bajo las axilas, apretaron los cáncamos, se arrastraron amontonados hacia los lugares en que podían apoyar los pies; se aferraron a barlovento con los dos brazos, con los codos, con el mentón, casi con los dientes; algunos, incapaces de retirarse con bastante rapidez de los rincones a que habían sido arrojados, sentían hincharse el mar mientras trepaban y azotarles las espaldas. Singleton no había soltado el timón. Sus cabellos volaban al viento; la tempestad parecía agarrar por la barba a su viejo adversario y torcerle la blanca cabeza. No soltaba el timón y, con las rodillas afianzadas entre las cabillas de la rueda, volaba de arriba abajo como un hombre en una rama. Como la muerte no parecía dispuesta, los hombres volvieron a mirar en torno. Donkin, cogido por un pie en el nudo de un cable, colgaba con la cabeza hacia abajo debajo de nosotros y gritaba con el rostro a ras del suelo:
—¡Cortad! ¡Cortad los mástiles!
Dos hombres se dejaron deslizar cuidadosamente hasta él y otros tiraron del cable. Lo agarraron, lo encaramaron en lugar más seguro, lo sostuvieron en tanto que él injuriaba al patrón, mostrándole el puño con horribles blasfemias, conjurándonos con palabras abyectas:
—¡Cortad! No hagáis caso de ese idiota asesino. Cortad, alguno de vosotros.
Uno de sus salvadores le dio un revés en plena boca; su cabeza chocó contra el suelo y súbitamente quedó tranquilo, lívidas las mejillas; su boca, cuyo labio hendido mostraba algunas gotas de sangre, jadeaba sin ruido. A sotavento, otro hombre yacía abatido; sólo el empalletado le impedía caer. Era el steward . Tuvimos que atarlo como un fardo, pues el espanto lo paralizaba. Al sentir que el barco se inclinaba, había subido precipitadamente de la despensa y había caído desdichadamente, con una taza de porcelana en su mano crispada. La taza no se había roto. Se la quitaron con trabajo, y al verla en nuestras manos preguntó con voz temblorosa:
—¿En dónde la habéis encontrado?
Su camisa colgaba en jirones, las mangas hendidas se agitaban como alas. Dos hombres lo ataron y su cuerpo, plegado en dos por las cuerdas que lo sujetaban, parecía un paquete de andrajos húmedos. Mister Baker se arrastró a lo largo de la fila de hombres, preguntando:
—¿Están todos?
E iba examinando a cada cual. Algunos movían los párpados sobre sus ojos atónitos, otros tiritaban convulsivamente. La cabeza de Wamibo caía sobre su pecho, y, en actitudes dolorosas, cortados por las amarras, se extenuaban todos en el esfuerzo para no soltarse, jadeando pesadamente. Sus labios crispados se dilataban como para gritar a cada horrible sacudida del barco volcado. El cocinero, abrazado a un puntal de madera, repetía inconscientemente una oración. En los breves intervalos del tumulto demoníaco que nos rodeaba, podía oírsele, despojado de gorra y chancletas, implorando en medio del huracán al Señor de nuestras vidas que no le dejase caer en tentación. También él calló pronto. De aquella tropa de hombres ateridos y hambrientos que esperaban cansadamente una muerte violenta, ni una voz se elevaba; mudos, pensativos y ceñudos, escuchaban llenos de horror la imprecación del huracán.
Pasaron las horas. A pesar de que la fuerte inclinación del barco los protegía del viento que soplaba por encima de sus cabezas en un largo ulular continuo, glaciales chubascos turbaban por momentos la calma sin reposo de su refugio. Entonces, bajo el tormento de esta nueva prueba, unos hombres se crispaban ligeramente. Los dientes castañeteaban. El cielo se despejó y un claro sol brilló sobre el barco. Después de romperse contra el barco el ariete de cada ola, fugaces y tornasolados arco iris se combaban entre la espuma, por encima del casco a la deriva. La tempestad concluía con una fuerte brisa, clara y cortante como un cuchillo. Entre dos viejos, Charley, atado con una larga bufanda a una anilla de la cubierta, lloraba dulcemente, con raras lágrimas de estupor, de frío, de hambre, de general infortunio. Uno de sus vecinos le dio una palmada en los lomos, preguntándole rudamente:
—¿Qué ha sido del tupé, mocito? No había manera de aguantarte.
Volviéndose con la mayor prudencia se quitó la chaqueta y la echó sobre el chiquillo. El otro marinero de al lado murmuraba:
—Esto hará de ti un hombre, hijito.
Tendieron los brazos y se apretaron contra él. Charley levantó los pies y bajó los párpados. Luego, comenzaron a oírse suspiros de los hombres que, dándose cuenta de que no se habían «ahogado en un amén», ensayaban posturas más cómodas. Mister Creighton, que se había herido en una pierna, yacía entre nosotros, apretados los labios. Algunos de los mozos de su cuarto procuraban sujetarlo más sólidamente. Sin una palabra, sin una mirada, levantó los brazos uno tras otro para facilitar la operación, y ni un músculo se movió sobre su duro rostro. Solícitamente le preguntaron los hombres:
—¿Está ahora mejor, sir ?
—Ya pasará —contestó brevemente.
Era un oficial joven, rígido en el servicio, pero más de un hombre de su cuarto confesaba quererlo «por sus maneras aristocráticas de maldecirlo a uno de arriba abajo del puente». Otros, incapaces de discernir tan delicados matices, lo respetaban por su elegancia.
Por primera vez desde que el barco estaba en peligro, el capitán Allistoun lanzó una breve mirada a sus hombres. Casi erguido, un pie contra la claraboya, una rodilla sobre la cubierta y la burra de mesana en torno a la cintura, se balanceaba de atrás hacia delante, fija la mirada en la proa, vigilante como un vigía que espera una señal. Ante sus ojos, el barco, con la mitad de la cubierta bajo el agua, subía y bajaba, levantado por las grandes olas que brotaban bajo su masa para huir resplandecientes bajo el sol frío. Comenzábamos a pensar que, después de todo, navegaba admirablemente. Voces