Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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—¡Bien maniobrado!
Repartió entre Jimmy, el cielo y nosotros una mirada despreciativa y volvió a cerrar los ojos lentamente. Aquí y allá se movía un hombre, pero la mayoría continuaban dominados por la apatía, inmóviles en sus posturas penosas, gruñendo cosas entre sus dientes, que castañeteaban.
El sol se ponía. Un sol enorme, sin una nube sobre su orbe rojo, declinando a ras del horizonte como si se inclinase para mirarnos a los ojos. El viento silbaba a través de los rayos oblicuos, resplandecientes y fríos que herían de frente las pupilas dilatadas sin que se moviesen los párpados. Los cabellos en mechones y las barbas hirsutas estaban grises de sal marina. Un tinte terroso cubría los rostros y las negras ojeras que manchaban la cavidad del ojo se extendían hasta las orejas, sombreando el contorno de las mejillas hundidas. Los labios, lívidos y fruncidos, parecían moverse penosamente, como si estuviesen pegados a los dientes. Algunos sonreían melancólicos al crepúsculo, tiritando. Otros permanecían tristemente inmóviles. Charley, dominado por la revelación súbita de la insignificancia de su juventud, lanzaba tímidas miradas. Los dos noruegos, con sus mejillas imberbes, parecían dos niños decrépitos, estúpidamente boquiabiertos. A sotavento, en el extremo horizonte, negras olas saltaban hacia el sol de brasa que se hundía lentamente, llameante y redondo; y las crestas de las olas salpicaban el borde del disco luminoso. Uno de los noruegos pareció verlo y después de un brusco sobresalto que lo sacudió violentamente, comenzó a hablar. Su voz, haciendo estremecer a los demás, los arrancó de su entorpecimiento. Movieron la cabeza, muy rígidos, y volviéndose laboriosamente lo miraron con sorpresa, con temor o en un grave silencio. El hombre desatinaba bajo el sol poniente, bamboleando la cabeza, en tanto que las altas olas comenzaban a romperse contra el globo purpúreo; y sobre millas y millas de agua turbulentas, las sombras de las grandes olas velaban con tinieblas fugaces la palidez de los rostros humanos. Coronada de espuma se precipitó una ola entre un gran estrépito de aguas bullentes, y el sol, como una llama anegada, desapareció. La charla del hombre vaciló, se extinguió de repente con la luz. Se oyeron unos suspiros. En la breve calma que sigue al rumor de una ola que se rompe, alguien dijo en voz baja:
—Ese condenado boche pierde la cabeza.
Un marinero, atado por mitad del cuerpo, golpeaba la cubierta con la palma de la mano abierta, con golpes rápidos e incesantes. Entonces, entre la penumbra gris de la tarde declinante, una robusta silueta se levantó a popa y comenzó a andar a cuatro patas con los movimientos de algún pesado animal circunspecto. Era mister Baker, que pasaba revista a los hombres. Gruñía con un tono de estímulo para cada uno, examinando sus amarras. Algunos, con los ojos entrecerrados, jadeaban como oprimidos por el calor; otros, con voces de sueño, decían maquinalmente:
—¡Sí, sí, sir !
Iba de uno a otro gruñendo:
—¡Hum…! ¡Todavía lo sacaremos de este mal paso! —Y súbitamente con estallidos de ruidosa cólera comenzó a reprochar a Knowles por haber cortado un trozo de cabo del aparejo de la barra—: ¡Hum…! No tienes vergüenza… ¡Del aparejo del timón…! ¿Lo ignoras tú… ¡hum!, un gaviero diplomado? ¡Hum!
El cojo balbució confuso:
—Necesitaba una amarra para mí, sir .
—¡Hum…! Una amarra para ti. ¿Eres latonero o marinero…? ¿Qué? ¡Hum…! Se puede necesitar ese cabo de aparejo de un momento a otro… ¡Hum…! Puede servirle más al barco que tu esqueleto de patizambo. ¡Hum! ¡Quédate con ella! Quédate, ya que la cogiste.
Se alejó, arrastrándose sin premura, gruñendo cosas a propósito de los hombres que son «casi peores que niños». La algarada nos devolvió ánimos. Se cambiaron exclamaciones contenidas:
—¡Tú! ¿Oyes…? ¿Eh…?
Algunos durmientes, despertándose en convulsivos sobresaltos de sueños dolorosos, interrogaban:
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Un tono de buen humor imprevisto sonó en las respuestas:
—El piloto que le ha dado un baño al cojo por no sé qué diablura…
—¡No!
—¿Qué es lo que ha hecho?
Alguien ahogó una carcajada. Y pareció que un pequeño soplo de esperanza venía a aliviamos como un recuerdo de los días de seguridad pasados. Donkin, estupefacto por el espanto, volvió de repente en sí y comenzó a chillar:
—Escuchadle; así es como os hablan. ¿Por qué no le rompe el hocico uno de vosotros…? ¡Dadle! ¡Dadle! ¿Vais a dejar que también el piloto se os monte sobre el pescuezo? Estáis tal para cual. Al infierno nos iremos todos. Después de sufrir hambre en este maldito barco, será menester que nos hundamos por el negro corazón de esos verdugos. ¡Dadle!
Su voz desgarraba la oscuridad más densa; farfullaba y sollozaba a través de sus gritos de: «¡Dadle! ¡Dadle!». Su rabia y su temor ante la injuria hecha a su derecho a vivir pusieron a prueba la fortaleza de nuestros corazones más que lo hicieran las sombras amenazadoras en camino a través del incesante clamor de la noche.
—¿No hay entre vosotros quien lo haga callar? ¿Será preciso que vaya yo? —Oímos gritar a mister Baker desde la popa.
—¡Cállate! ¡Cierra el hocico! —gritaron diversas voces exasperadas y temblorosas de frío.
—Voy a tirarte algo a la cara —dijo un marinero invisible con voz cansada—. Así le economizaré trabajo al piloto.
El otro se calló y permaneció mudo, en un silencio de desesperación. En el cielo negro, las estrellas que habían aparecido brillaron sobre un mar de tinta que, aborregado de espuma, les devolvía por momentos la claridad evanescente y pálida de una blancura deslumbrante nacida del negro torbellino de las ondas. Lejanas, desde lo profundo de su calma eterna, las estrellas brillaban, duras y frías, por encima del tumulto terrestre; por todas partes rodeaban el tormento del barco vencido, más crueles que los ojos de una muchedumbre triunfante y más inabordables que los corazones mortales.
El viento helado del Sur aullaba alegremente bajo el sombrío esplendor del cielo. El frío sacudía a los hombres con una violencia irresistible, como si tratase de hacerlos pedazos. Breves gemidos que nadie oía, eran arrebatados por el viento en los mismos labios rígidos. Algunos se quejaban a media voz de no «sentirse ya de la cintura para abajo», y los que tenían los ojos cerrados imaginaban llevar un bloque de hielo sobre sus pechos. Otros alarmados de no experimentar dolores en los dedos, golpeaban la cubierta con sus manos, obstinados y extenuados. Wamibo miraba ante él con los ojos atónitos y llenos de sueño. Los escandinavos continuaban musitando palabras sin ilación entre sus dientes, castañeteantes. Los escoceses, a fuerza de determinación, lograban mantener inmóvil su mandíbula inferior. Los muchachos del Oeste yacían enormes y macizos tras la invulnerable trinchera de un silencio de brutos. Un hombre bostezaba