Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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Fuera, la campana dio cuatro toques.
—¡La mitad de nuestro cuarto de descanso al agua! —gritó Knowles con tono de alarma.
Luego, reflexionando, observó consolándose pronto:
—De todos modos, dos horas de sueño valen más que nada.
Algunos simulaban ya el sueño y Charlie, profundamente dormido, farfulló de repente algunas palabras con una voz blanca, arbitraria.
—Ese condenado chico tiene lombrices —comentó doctamente Knowles debajo de sus mantas.
Belfast se levantó y se aproximó al lecho de Archie.
—Nosotros le sacamos de allí —murmuró amargamente.
—¿Qué? —preguntó el otro malhumorado y medio dormido.
—Y pronto nos tocará a nosotros echarlo al mar —continuó Belfast, temblándole el labio inferior.
—¿Echar qué? —dijo Archie.
—Al pobre Jimmy —gimió Belfast.
—¡Ya nos tiene hartos tu pobre Jimmy! —dijo Archie con una brutalidad sin convicción sentándose en el lecho—. Él tiene la culpa de todo. Sin mí, se hubieran asesinado unos a otros a bordo de este barco.
—No es culpa suya —arguyó Belfast a media voz—. Yo lo puse en su lecho…, no pesa más que un barril de conservas vacío —agregó con las lágrimas en los ojos.
Archie lo miró de frente y volvió resueltamente la nariz hacia el muro. Belfast comenzó a vagar por el castillo mal alumbrado, como un hombre que ha perdido su ruta, y estuvo a punto de caer sobre Donkin. Por un momento lo contempló de arriba abajo.
—¿No te acuestas? —le preguntó.
Donkin levantó la cabeza, desesperanzado.
—Ese cochino irlandés, hijo de ladrones, me ha dado un puntapié —murmuró desde el suelo con un tono de irreparable desolación.
—Muy bien hecho —dijo Belfast siempre deprimido—; ¿sabes, hijito, que esta noche has estado muy cerca de la horca? Vete a jugar esos juegos a otra parte, no cerca de mi Jimmy. Tú no fuiste de los que le salvamos. Conque ¡abre el ojo! Podría suceder que también yo te diera una buena tunda de puntapiés.
Belfast se animaba, siquiera fuese un poco.
—Y si me pongo a ello, lo haré a lo yanqui a ver si logro romperte algo. Ten cuidado, muchacho —concluyó de buen humor, golpeando ligeramente con el dorso de la mano el inclinado cráneo de Donkin.
Donkin no tomó en cuenta la advertencia.
—¿Me denunciarán? —dijo con inquietud dolorosa.
—¿Quién… quién va a denunciarte? —Silbó Belfast retrocediendo un paso—. ¡Si no tuviera que cuidar a Jimmy, te aplastaba ahora mismo las narices! ¿Por quién me tomas?
Donkin se levantó y siguió con la mirada la espalda de Belfast, que desaparecía de través por la puerta entreabierta. Por todas partes dormían hombres invisibles. Donkin pareció extraer audacia y furor de la paz que le rodeaba. Venenoso, pálido, descamado, vestido con trajes prestados bajo los que se perdía su cuerpo mísero, sus ojos brillantes erraban en torno suyo como si buscasen cosas que romper. Su corazón saltaba locamente en su pecho estrecho. ¡Dormían! Necesitaba cuellos que estrangular, ojos que arrancar con las uñas, rostros que escupir. Blandió un par de sucios puños huesudos hacia los cabos de vela que humeaban.
—¡No sois hombres! —gritó con tono amortiguado.
Nadie se movió.
—¡Tenéis menos valor que una rata!
Su voz subió al diapasón de un grito ronco. Wamibo sacó fuera una cabeza enmarañada y lo contempló con ojos de demente.
—¡Sois barrenderos de barcos! ¡Espero veros podridos a todos antes de estar muertos!
Wamibo parpadeaba sin comprender, pero interesado. Donkin se sentó pesadamente; soplaba con fuerza a través de sus narices estremecidas, rechinaba y castañeteaba los dientes y, con la barbilla incrustada en el pecho, parecía buscar un camino a través de su carne viva como si quisiese llegar hasta su propio corazón…
Aquella mañana, el barco, comenzando un nuevo día de su vida vagabunda, adquirió un aspecto de frescura suntuosa, como la tierra en los días primaverales. Las cubiertas bien lavadas espejeaban, largas, espaciosas y claras; el sol oblicuo arrancaba a los amarillos cobres salpicaduras de chispas y disparaba sus rayos de oro sobre las barras repulidas; y las gotas de agua de mar aisladas, olvidadas a trechos a lo largo de la batayola, eran tan límpidas como gotas de rocío, y arrojaban más destellos que brillantes dispersos. Las velas dormían, arrulladas por una brisa suave. El sol, ascendiendo solitario y espléndido por el cielo azul, vio un barco solitario deslizarse de bolina sobre el mar azul.
Los hombres se apretujaban en tres filas de través a la altura del palo mayor y frente al camarote del capitán. Con expresión irresoluta y rostros taciturnos, se empujaban unos a otros. A cada movimiento ligero, Knowles se inclinaba pesadamente del lado de su pierna más corta. Donkin se deslizaba a espaldas de sus compañeros, inquieto y ansioso como un hombre que busca un lugar donde ocultarse. El capitán Allistoun salió de repente. Anduvo de un lado a otro ante el grupo. Canoso, delgado, alerta, raído bajo el sol y duro como el diamante. Tenía la mano derecha en el bolsillo de su chaqueta distendida del mismo lado por un objeto pesado. Uno de los marineros tosió para aclararse la voz solemnemente.
—Aún no os he encontrado en alta, marineros —dijo el patrón, deteniéndose en seco.
Les hacía frente con su mirada habitual, color de acero, que una común ilusión hacía parecer fija en cada uno de los veinte pares de ojos fijos en los suyos. Detrás de él, mister Baker, melancólico, gruñía quedamente desde el fondo de su cuello de toro; mister Creighton, fresco y rozagante, rosadas las mejillas, tenía una apostura resuelta, listo para cualquier evento.
—Tampoco me quejo por el momento de vosotros —continuó el patrón—. Pero estoy aquí para guiar este barco y para que cada marinero de a bordo haga su faena debidamente. Si conocierais vuestro oficio como yo conozco el mío, no habría aquí desorden de ninguna especie. Habéis pasado la noche rebuznando: «Ya veremos lo que pasa mañana». Pues bien. Aquí me tenéis. ¿Qué es lo que queréis?
Esperó, paseando rápidamente de un lado a otro del grupo, escrutando con los suyos los ojos de los hombres. Éstos se bamboleaban de un pie a otro, balanceando sus cuerpos; algunos, echando atrás sus gorros, se rascaban la cabeza. ¿Qué querían? Olvidaban a Jimmy; nadie pensaba en él, solo en su camarote de proa, luchando contra grandes sombras, aferrado a mentiras sin pudor, saludando con penosa sonrisa el fin de su transparente impostura. No, Jimmy, no; más olvidado estaba que si hubiese muerto. Querían grandes cosas. Y de repente, todas las sencillas palabras que conocían les parecieron perdidas sin remedio en la inmensidad de su ardiente y vago deseo. Sabían lo que querían, pero no podían encontrar nada que valiese la pena de ser dicho. Se meneaban sin cambiar de sitio, balanceando, al extremo de sus brazos musculosos, sus gruesas manos cuyos deformes