Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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oprimía el corazón, agostaba todos los impulsos de fuerza y energía. Y bajo el siniestro esplendor de ese cielo, el mar, sin una ondulación, sin una arruga, viscoso, estancado, muerto. El Patna , con un leve silbido, pasó sobre esa llanura luminosa y lisa, desenrolló una negra cinta de humo en el cielo, dejó tras de sí, en el agua, una franja blanca de espuma que desapareció en el acto, como el fantasma de una pista trazada en un mar inerte por el fantasma de un vapor.

      Todas las mañanas, el sol, como si estableciera el ritmo de sus revoluciones según el avance de la peregrinación, surgía con un silencioso estallido de luz, exactamente a la misma distancia a popa del barco, lo alcanzaba al mediodía, derramaba el fuego concentrado de sus rayos sobre los piadosos objetivos de los hombres, resbalaba hacia delante en su descenso y se hundía misteriosamente en el mar, noche tras noche, conservando, adelante, la misma distancia respecto de las amuras de la embarcación que avanzaba. Los cinco blancos de a bordo vivían en medio del buque, aislados del cargamento humano.

      Las toldillas cubrían el puente con un techo blanco, de proa a popa, y un leve zumbido, un bajo murmullo de voces tristes, era lo único que revelaba la presencia de una muchedumbre en la gran llamarada del océano. Así eran los días, inmóviles, calientes, pesados, y uno tras otro desaparecían en el pasado, como si cayesen en un abismo para siempre abierto en la estela del barco, solitario bajo un penacho de humo, firme en su trayecto, negro y ardiente en una luminosa intensidad, como encendido por una llama lanzada sobre él desde un cielo carente de piedad.

      Las noches caían como una bendición.

      Un silencio maravilloso impregnaba el mundo, y las estrellas junto con la serenidad de sus rayos, parecían derramar sobre la tierra la certeza de una seguridad eterna. La joven luna curva, que brillaba muy baja en el oeste, era como una delgada viruta cortada de una barra de oro, y el mar de Arabia, liso y fresco a la vista como una hoja de hielo, extendía su perfecto nivel hacia el círculo perfecto de un horizonte negro. La hélice giraba sin descanso, como si su palpitación formase parte del esquema de un universo seguro; y a cada lado del Patna dos hondos pliegues de agua, permanentes y sombríos en el inarrugado cabrilleo, encerraban en sus lomos rectos y divergentes unos pocos remolinos blancos de es puma que estallaban en un siseo bajo, unas olitas, unas ondulaciones que, cuando quedaban atrás, agitaban la superficie del mar por un instante, después del paso del barco, se calmaban, chapoteando con suavidad, y por último se fundían con la inmovilidad circular del agua y el cielo, con el punto negro de la móvil embarcación siempre en el centro.

      En el puente, Jim se sentía penetrado por la gran certidumbre de ilimitada seguridad y paz que podían leerse en el silencioso aspecto de la naturaleza, como la certidumbre del amor nutricio en la plácida ternura de un rostro materno. Debajo de las toldillas entregados a la sabiduría de los hombres blancos y a su valentía, confiados en el poder de su incredulidad y en la cáscara férrea de su barco de fuego, los peregrinos de una fe exigente dormían en esteras, en mantas, en tablas desnudas, en todos los rincones oscuros, envueltos en telas teñidas, embozados en guiñapos sucios, con la cabeza apoyada en ataditos, con el rostro apretado contra los brazos plegados: los hombres, las mujeres y los niños; los viejos con los jóvenes, los decrépitos con los robustos, todos iguales en el sueño, hermano de la muerte.

      Una corriente de aire, soplada desde adelante por la velocidad del barco, pasaba sin cesar a través de la larga penumbra, entre las altas amurallas recorría las hileras de cuerpos yacentes. Unas pocas llamas tenues, en lámparas de globo, pendían, bajas, aquí y allá, debajo de las cumbreras; y en los borrosos círculos de luz que caían y temblaban apenas con la incesante vibración del barco, aparecía una barbilla levantada, dos párpados cerrados, una mano oscura con anillos de plata, un magro miembro envuelto en una tela desgarrada, una cabeza echada hacia atrás, un pie desnudo, una garganta estirada como ofreciéndose al cuchillo. Los acomodados habían construido para sus familias refugios con pesados cajones y polvorientos felpudos; los pobres reposaban lado a lado con todo lo que poseían en la tierra envuelto en un trapo, bajo la cabeza. Los ancianos solitarios dormían con las piernas recogidas sobre sus alfombrillas de orar, los oídos cubiertos por las manos y un codo a cada lado de la cara. Un padre, con los hombros levantados y las rodillas bajo la frente, dormitaba, desalentado, junto a un niño que dormía de espaldas, con el cabello revuelto y un brazo imperiosamente extendido. Una mujer cubierta de pies a cabeza, como un cadáver, por una tela blanca, tenía un chico desnudo en el hueco de cada brazo. Las pertenencias del árabe, apiladas a popa, componían un pesado montículo de bordes quebrados, con una lámpara de cargamento suspendida encima y una gran confusión detrás: vislumbres de ventrudos cacharros de bronce, el apoya pies de una silla de tijera, hojas de lanzas, la vaina recta de una vieja espada apoyada sobre un montón de almohadas, el pico de una cafetera de hojalata. La corredera del coronamiento hacía resonar periódicamente un único golpe tintineante por cada milla recorrida en la misión de fe. Sobre la masa de durmientes flotaba a veces un suspiro débil y paciente, la exhalación de un sueño inquieto; y breves repiqueteos metálicos estallaban de pronto en las profundidades del barco, el áspero raspar de una pala el golpe violento de la puerta de un horno, estallidos brutales, como si los hombres que manipulaban las cosas misteriosas de abajo tuviesen el pecho henchido de una cólera feroz. En tanto que el esbelto y alto casco del vapor seguía hacia delante, sin un balanceo de sus mástiles desnudos, tajeando continuamente la gran calma de las aguas bajo la inaccesible serenidad del cielo.

      Jim se paseaba por el barco, y sus pisadas en el vasto silencio eran ruidosas aun para sus propios oídos, como si repercutieran en las vigilantes estrellas.

      Sus ojos vagaban por la línea del horizonte, parecían mirar, hambrientos, lo inalcanzable, y no velan la sombra del suceso inminente. La única sombra era la del humo negro que vomitaba con fuerza, por la chimenea, su inmenso gallardete, cuyo extremo se disolvía constantemente en el mar. Dos malayos, silenciosos y casi inmóviles, timoneaban, uno a cada lado de la rueda, cuyo borde de bronce brillaba en fragmentos, en el óvalo de luz que arrojaba la bitácora. De vez en cuando aparecía en la parte iluminada una mano, con dedos negros que por turno soltaban y aferraban los rayos giratorios; los eslabones de la cadena de la rueda chirriaban, pesados, en las muescas del eje. Jim echaba una mirada a la brújula miraba el horizonte inalcanzable, se desperezaba hasta que las articulaciones le crujían, con un lánguido giro del cuerpo, en el exceso mismo del bienestar; y como si el invencible aspecto de la paz lo volviera audaz, sentía que nada le importaba de lo que pudiera ocurrirle hasta el final de sus días. En ocasiones observaba, ocioso, un mapa clavado con cuatro chinches de dibujo a una baja mesita de tres patas, detrás de la caja del engranaje del gobernalle. La hoja de papel que representaba las profundidades del mar exhibía una superficie brillante bajo la luz de una lámpara de ojo de buey atada a un barraganete, una superficie lisa y suave como la reluciente superficie de las aguas. Sobre él reposaban las reglas paralelas con un compás encima; la posición del barco al mediodía estaba marcada con una crucecita negra, y la recta a lápiz, trazada con firmeza hasta Perim, expresaba el rumbo de la nave, el sendero de almas hacia el lugar santo, la promesa de salvación, la recompensa de vida eterna, mientras el lápiz, cuya aguzada punta tocaba la costa de Somalía, yacía, cilíndrico e inmóvil, como un desnudo mástil de barco que flotase en el estanque de un dique protegido. «Cuán firme va», pensó Jim con asombro, con algo así como gratitud por esa elevada paz de sosiego y cielo. En esas ocasiones sus pensamientos estaban repletos de acciones valerosas; amaba esos sueños y los éxitos de sus hazañas imaginarias. Eran las mejores partes de la vida, su verdad secreta, su realidad oculta. Poseían una encantadora virilidad, el hechizo de la vaguedad. Pasaban ante él con pisadas heroicas; se llevaban su alma consigo y la embriagaban con el divino filtro de la ilimitada confianza en sí misma. Nada había que no pudiese enfrentar. Se sentía tan encantado con la idea, que sonreía, y mantenía la mirada fija hacia delante con negligencia. Y cuando por casualidad miraba hacia atrás, veía la blanca franja de la estela trazada tan recta en el mar por la quilla del barco como la línea negra dibujada por el lápiz en el mapa.

      Los cubos

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