Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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un espíritu director de perdición que moraba adentro, como un alma malévola en un cuerpo detestable. Ansiaba dejar eso en claro. No había sido un asunto común, todo en él tuvo la máxima importancia, y por fortuna lo recordaba todo.

      Quería seguir Hablando en bien de la verdad, quizá también en su propio bien. Y en tanto que sus declaraciones eran deliberadas, sus pensamientos volaban en torno del apretado círculo de hechos que habían surgido en su derredor para separarlo del resto de los de su especie. Era como una criatura que, al encontrarse encerrada en un cercado de altas estacas, corre en redondo, enloquecida en la noche, tratando de encontrar un punto débil, una grieta, un lugar que escalar, alguna abertura por la cual escurrirse y huir. Esa espantosa actividad mental lo hacía vacilar en ocasiones, mientras hablaba.

      —El capitán siguió yendo de un lado a otro, por el puente; parecía bastante sereno, sólo que en varias ocasiones se tambaleó. Y en un momento en que estaba hablándole caminó hacia mí, como si estuviera ciego. No me ofreció una respuesta definida a lo que le decía. Masculló para sí. Sólo escuché unas pocas palabras que parecían ser «¡maldito vapor!» y «¡vapor del demonio!»… algo sobre el vapor.

      Pensé.

      Empezaba a decir desatinos; una pregunta concreta lo interrumpió, como un ramalazo de dolor, y se sintió muy desalentado y fatigado. Estaba por llegar, ya llegaba meso… y ahora, frenado brutalmente, debía contestar por sí o por no. Respondió con veracidad mediante un «Sí», y, agradable de rostro, grande de contextura, de ojos jóvenes y sombríos, mantuvo los hombros erguidos por sobre la baranda, mientras el alma se le retorcía por dentro.

      Se le hizo contestar a otra pregunta, muy concreta e igualmente inútil, y volvió a esperar. Tenía la boca seca e insípida, como si hubiese estado comiendo polvo, y luego salada y amarga, como después de un trago de agua de mar. Se enjugó la frente húmeda, se pasó la lengua por los labios resecos, sintió que un estremecimiento le recorría la espalda.

      El asesor corpulento había dejado caer los párpados y tamborileaba en silencio, indiferente y lúgubre; los ojos del otro, por encima de los dedos atezados, entrelazados, parecían resplandecer de bondad. El magistrado se había desplazado hacia delante; su rostro pálido se destacaba sobre las flores, y luego, dejándose caer de costado, sobre el brazo de la butaca, apoyó la sien en la palma de la mano. El viento de los punkahs bajaba en remolinos por encima de las cabezas, sobre los nativos de rostro oscuro, envueltos en voluminosas telas; sobre los europeos, sentados juntos, muy acalorados, en trajes de dril que parecían ajustarles tanto como la piel, y con los redondos cascos de corcho sobre las rodillas. En tanto que deslizándose a lo largo de las paredes, los criados del tribunal, de largas casacas blancas abotonadas, corrían con rapidez de un lado a otro, descalzos, de cinturón rojo, turbante rojo en la cabeza, silenciosos como fantasmas y despiertos como otros tantos perros de caza.

      Los ojos de Jim, que vagaban en los intervalos entre una y otra respuesta, se fijaron en un hombre blanco que se mantenía apartado de los otros, de rostro gastado y sombrío, pero con mirada tranquila que se clavaba directamente, interesada y clara. Jim respondió a otra pregunta y tuvo la tentación de gritar «¡De qué sirve esto! ¡De qué sirve!». Golpeó apenas con el pie, se mordió el labio y apartó la vista por sobre las cabezas. Se encontró con los ojos del hombre blanco. La mirada que se le dirigía no era la fascinada de los otros. Era un acto de volición inteligente. Entre dos preguntas, Jim se olvidó de sí hasta el punto de encontrar tiempo para un pensamiento.

      Este individuo —decía el pensamiento— me mira como si pudiera ver a alguien o algo por encima de mi hombro. Ya se había cruzado antes con ese hombre… tal vez en la calle. Estaba seguro de no haberle hablado nunca.

      Durante muchos días no habló con nadie, sino que mantuvo una conversación silenciosa, incoherente e interminable consigo mismo, como un prisionero a solas en su celda o un viajero perdido en una selva. En ese momento contestaba a preguntas sin importancia, aunque tenían un objetivo, pero dudaba de volver a hablar mientras viviese. El sonido de sus veraces afirmaciones confirmaba su opinión deliberada de que el hablar ya no le servía. Ese hombre parecía tener conciencia de su desesperada dificultad. Jim lo miró y luego desvió la vista con decisión, como en una despedida final.

      Y más tarde en muchas ocasiones, en distintas partes del mundo, Marlow se mostraba dispuesto a recordar a Jim, a recordarlo prolongadamente, en detalle y de manera audible.

      Ello ocurría, a veces, después de la cena, en una galería envuelta en follaje inmóvil y coronada de flores, en el denso anochecer moteado de ígneos fuegos de cigarros. De vez en cuando un pequeño resplandor rojo se movía de golpe y esparcía luz sobre los dedos de una mano lánguida, parte de un rostro en profundo reposo, o encendía un resplandor carmesí en un par de ojos pensativos, sombreados por un fragmento de una frente serena; y con la primera palabra pronunciada, el cuerpo de Marlow, extendido en reposo en el asiento, se inmovilizaba, como si su espíritu hubiera volado hacia atrás, por sobre el tiempo, y hablase por sus labios desde el pasado.

      —Oh, sí. Asistí a la investigación —solía decir—, y hasta hoy no dejé de preguntarme por qué fui. Estoy dispuesto a creer que cada uno de nosotros tiene un ángel guardián, si ustedes me conceden que cada uno también tiene un demonio familiar. Quiero que lo admitan, porque no me siento excepcional de ninguna manera y sé que lo tengo; el demonio, quiero decir. Es claro que no lo he visto, pero me baso en pruebas circunstanciales. Está aquí, y como es malicioso me deja meterme en ese tipo de cosas, ¿qué tipo de cosas, me preguntan? Pues lo de la investigación, lo del perro amarillo —nadie creería que un sarnoso gozque nativo pudiese hacer tropezar a la gente en la galería del tribunal de un magistrado, ¿no?—, el tipo de cosas que por caminos indirectos, inesperados, realmente diabólicos, me hace toparme con hombres con puntos blandos, puntos duros, puntos de peste oculta, ¡caramba!, y les afloja la lengua, con sólo verme, para sus infernales confidencias.

      Como si, en verdad, no tuviese que hacerme confidencias yo mismo, como si —¡Dios me ampare!— no tuviera suficiente información confidencial acerca de mí para torturarme el alma hasta el final del plazo que se me ha acordado. ¿Y qué Hice para ser favorecido de ese modo? Quiero saberlo.

      Declaro que estoy tan repleto de mis propias preocupaciones como cualquiera, y poseo tanta memoria como el peregrino común de este valle, de modo que ya ven que no tengo mucha competencia para ser un receptáculo de confesiones. ¿Y por qué, entonces? No sé… salvo que sea para pasar el rato después de la cena. Charley, mi querido amigo, tu cena fue muy buena, y en consecuencia estos hombres consideran que una tranquila partida de bridge sería una ocupación tumultuosa. Se regodean en tus sillones y piensan: «Al diablo con los esfuerzos. Que hable Marlow».

      ¡Hablar! Sea. Y es fácil hablar del señor Jim después de un buen festín, a sesenta metros sobre el nivel del mar, con una caja de cigarros decentes a mano, en una bendita noche de frescura y estrellas que haría que los mejores de nosotros olvidásemos que sólo estamos aquí porque se tolera que estemos, y nos dedicáramos a buscar nuestros caminos con luces cruzadas, vigilando cada uno de los preciosos minutos y de los irremediables pasos, seguros de que en definitiva conseguiremos llegar hasta el final con decencia —pero en fin de cuentas no tan seguros—, y con muy poca ayuda que esperar de aquellos cuyos codos rozamos a derecha e izquierda. Es claro que existen hombres, aquí y allá, para quienes el conjunto de la vida es como una hora de sobremesa con un cigarro: fácil, agradable, vacía, tal vez animada por cierta narración de luchas, que se puede olvidar antes que llegue el final del relato… Antes que llegue el final del relato, aunque no tenga final.

      Mis ojos lo vieron por primera vez en esa investigación.

      Tienen que saber que todos los relacionados de alguna manera

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