Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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enteré de la naturaleza exacta de la inmoral obligación, pero sea cual fuere, le facilitó todo lo necesario para permanecer encerrado con llave: una silla una mesa, un colchón en un rincón y un poco de yeso caído en el suelo; en su irracional estado de terror, mantenía el ánimo con los tónicos que le hacía llegar Mariani. Eso duró hasta la noche del tercer día, en que, después de lanzar unos pocos gritos espantosos, se vio obligado a buscar refugio huyendo de una legión de ciempiés. Abrió la puerta con violencia, saltó, para salvar la vida, escalerilla abajo, aterrizó de lleno en el estómago de Mariani, se incorporó y se precipitó como un conejo hacia la calle. La policía lo arrancó, por la mañana temprano, de un montículo de desperdicios. Al principio se le ocurrió la idea de que se lo llevaban para colgarlo, y luchó por su libertad como un héroe, pero cuando me senté junto a su cama ya hacía dos días que estaba tranquilo. Su flaca cabeza bronceada, de bigotes blancos, parecía hermosa y serena en la almohada, como la cabeza de un soldado fatigado por la guerra, con alma de niño, a no ser por el atisbo de alarma espectral que se agazapaba en el brillo opaco de su mirada, semejante a una indescriptible forma de terror acurrucada, en silencio, detrás de un vidrio. Estaba tan sereno, que empecé a alentar la excéntrica esperanza de escuchar alguna explicación del famoso asunto, desde su punto de vista. No puedo decir por qué ansiaba hurgar en los deplorables detalles de un suceso que, en definitiva, sólo tenía que ver conmigo como miembro de un oscuro grupo de hombres unidos por una comunidad de inglorioso trajín y por una fidelidad a determinadas normas de conducta. Si quieren pueden llamarlo curiosidad enfermiza; pero yo tengo la clara noción de que deseaba encontrar algo. Tal vez, sin saberlo, abrigaba la esperanza de hallar ese algo, alguna causa profunda y redentora, una explicación piadosa, la convincente sombra de una excusa. Ahora veo muy bien que esperaba lo imposible, el descubrimiento del fantasma más obstinado que haya creado el hombre, la revelación de la inquieta duda que se levantaba como una bruma, secreta y corrosiva como un gusano, y más escalofriante que la certidumbre de la muerte; la duda del poder soberano entronizado en una norma de conducta fija. Es lo más difícil de hallar; es lo que engendra aullantes pánicos y buenas y tranquilas villanías minúsculas; es la verdadera sombra de la calamidad. ¿Creía en un milagro? ¿Y por qué lo deseaba con tanto ardor? ¿Por mi bien deseaba encontrar la sombra de una excusa para ese joven a quien no conocía, pero cuyo aspecto por sí solo agregaba un toque de preocupación personal a los pensamientos sugeridos por el conocimiento de su debilidad, lo convertía en una cosa de misterio y terror, como una insinuación de un destino destructivo que nos esperase a todos aquellos cuya juventud —en su momento— se pareció a la juventud de él? Me temo que ese era el motivo secreto de mis averiguaciones. No cabe duda de que buscaba un milagro. Lo único que a esta distancia del tiempo me parece casi milagroso es la medida de mi imbecilidad. Abrigaba la positiva esperanza de obtener del maltrecho y sospechoso inválido algún exorcismo contra el fantasma de la duda. Además, debo de haber estado muy desesperado, porque sin pérdida de tiempo, después de unas pocas frases indiferentes y amistosas, que él contestó con lánguida prontitud, largué la palabra Patna envuelta en una delicada pregunta, como en un capullo de hilos de seda. Me mostraba delicado por egoísmo; no quería sobresaltarlo; no le tenía aprecio; no estaba furioso ni apenado por él. Su experiencia carecía de importancia, su redención no habría tenido sentido para mí. Había envejecido en medio de iniquidades menores, y ya no podía inspirar aversión ni piedad.

      ¿Patna ?, repitió, interrogante, pareció hacer un esfuerzo de memoria y dijo:

      —Muy cierto. Aquí soy un viejo caballo de diligencia.

      Lo vi hundirse.

      Me dispuse a dar rienda suelta a mi indignación ante tan estúpida mentira, cuando agregó con suavidad:

      —Estaba repleto de reptiles.

      Eso me contuvo. ¿Qué quería decir? Los inquietos fantasmas del terror, detrás de sus ojos vidriosos, parecieron quedarse inmóviles y virar los míos con ansiedad.

      —Me sacaron de mi litera en mitad de la guardia para ver cómo se hundía —continuó, con tono reflexivo.

      De pronto su voz pareció alarmantemente fuerte. Lamenté mi locura. En la perspectiva de la sala no se veía la cofia de alas almidonadas de una monja enfermera; pero en mitad de una larga hilera de camas de hierro, vacías, una víctima de algún barco del puerto se hallaba sentado, moreno y enjuto, con un vendaje blanco en la cabeza, en un ángulo silencioso. De pronto mi interesante inválido extendió un brazo delgado como un tentáculo y me aferró el hombro.

      —Sólo mis ojos fueron bastante buenos para ver. Soy famoso por la agudeza de mi vista. Por eso me llamaron, supongo. Ninguno de ellos tuvo la suficiente velocidad para ver cómo se hundía, pero vieron que estaba perdido y cantaron juntos… así… —Un aullido de lobo se me clavó en los rincones del alma.

      —Oh, háganlo callarse —gimió la víctima, irritado.

      —Sin duda no me cree —siguió el otro, con expresión de inefable jactancia—. Le digo que no hay ojos como los míos de este lado del golfo Pérsico. Mire debajo de la cama.

      Es claro que me incliné en el acto. Estoy seguro de que cualquiera habría hecho lo mismo.

      —¿Qué ve? —preguntó.

      —Nada —contesté, sintiéndome muy avergonzado.

      Me escudriñó el rostro con salvaje y ardiente desprecio.

      —Por supuesto —dijo—, pero si yo mirase podría ver… Le digo que no hay ojos como los míos. —Otra vez me aferró, tirando de mí hacia abajo, en su ansiedad por aliviarse mediante una comunicación confidencial—. Millones de sapos rosados. No hay ojos como los míos. Puedo mirar barcos que se hunden y fumar mi pipa todo el día. ¿Por qué no me devuelven mi pipa? Podría fumar, mientras miro los sapos. El barco estaba repleto de ellos. Hay que vigilarlos ¿sabe? —Me hizo un guiño jocoso. Mi sudor goteó sobre la cabeza de él, la chaqueta de dril se me pegaba a la espalda mojada. La brisa de la tarde barrió con impetuosidad la hilera de camas y los rígidos pliegues de las cortinas se agitaron, perpendiculares, repiqueteando en las barras de bronce; las colchas de las camas vacías revolotearon sin ruido cerca del suelo desnudo, a todo lo largo de la fila y yo temblé hasta la médula. El suave viento de los trópicos jugaba en esa sala desnuda, tan yermo como un ventarrón de invierno en el viejo granero de mi casa.

      —No deje que empiece a gritar, señor —pidió desde lejos la víctima, en un bramido afligido y furioso que llegó resonando entre las paredes, como un tembloroso llamado en un túnel. La mano parecida a una garra me tironeó del hombro; me lanzó una conocedora mirada de reojo.

      —El barco estaba repleto de ellos ¿sabe?, y tuvimos que abandonarlo con el máximo sigilo —susurró con extrema rapidez—. Todos rosados. Todos rosados… grandes como mastines, con un ojo en la parte superior de la cabeza y garras en torno de la espantosa boca. ¡Aj! ¡Aj! —Rápidas sacudidas de piernas magras y agitadas. Ale soltó el hombro y trató de aferrar algo en el aire. El cuerpo le tembló, tenso como una cuerda de arpa. Y mientras yo lo miraba, el horror espectral que tenía adentro le estalló a través de la mirada vidriosa. En un instante su rostro de viejo soldado, con sus perfiles nobles y serenos, se descompuso ante mi vista con la corrupción de una taimada astucia, de una abominable cautela de un miedo desesperado. Contuvo un grito.

      —¡Shhh! ¿Qué están haciendo ahí? —preguntó, señalando el suelo con una fantástica precaución de voz y ademanes, cuyo significado, transmitido a mi pensamiento en un relámpago cárdeno, hizo que me sintiera enfermo ante mi inteligencia.

      —Duermen todos —contesté, mirándolo con atención.

      Era eso. Eso era lo que quería escuchar;

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