Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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¿Patna ?, repitió, interrogante, pareció hacer un esfuerzo de memoria y dijo:
—Muy cierto. Aquí soy un viejo caballo de diligencia.
Lo vi hundirse.
Me dispuse a dar rienda suelta a mi indignación ante tan estúpida mentira, cuando agregó con suavidad:
—Estaba repleto de reptiles.
Eso me contuvo. ¿Qué quería decir? Los inquietos fantasmas del terror, detrás de sus ojos vidriosos, parecieron quedarse inmóviles y virar los míos con ansiedad.
—Me sacaron de mi litera en mitad de la guardia para ver cómo se hundía —continuó, con tono reflexivo.
De pronto su voz pareció alarmantemente fuerte. Lamenté mi locura. En la perspectiva de la sala no se veía la cofia de alas almidonadas de una monja enfermera; pero en mitad de una larga hilera de camas de hierro, vacías, una víctima de algún barco del puerto se hallaba sentado, moreno y enjuto, con un vendaje blanco en la cabeza, en un ángulo silencioso. De pronto mi interesante inválido extendió un brazo delgado como un tentáculo y me aferró el hombro.
—Sólo mis ojos fueron bastante buenos para ver. Soy famoso por la agudeza de mi vista. Por eso me llamaron, supongo. Ninguno de ellos tuvo la suficiente velocidad para ver cómo se hundía, pero vieron que estaba perdido y cantaron juntos… así… —Un aullido de lobo se me clavó en los rincones del alma.
—Oh, háganlo callarse —gimió la víctima, irritado.
—Sin duda no me cree —siguió el otro, con expresión de inefable jactancia—. Le digo que no hay ojos como los míos de este lado del golfo Pérsico. Mire debajo de la cama.
Es claro que me incliné en el acto. Estoy seguro de que cualquiera habría hecho lo mismo.
—¿Qué ve? —preguntó.
—Nada —contesté, sintiéndome muy avergonzado.
Me escudriñó el rostro con salvaje y ardiente desprecio.
—Por supuesto —dijo—, pero si yo mirase podría ver… Le digo que no hay ojos como los míos. —Otra vez me aferró, tirando de mí hacia abajo, en su ansiedad por aliviarse mediante una comunicación confidencial—. Millones de sapos rosados. No hay ojos como los míos. Puedo mirar barcos que se hunden y fumar mi pipa todo el día. ¿Por qué no me devuelven mi pipa? Podría fumar, mientras miro los sapos. El barco estaba repleto de ellos. Hay que vigilarlos ¿sabe? —Me hizo un guiño jocoso. Mi sudor goteó sobre la cabeza de él, la chaqueta de dril se me pegaba a la espalda mojada. La brisa de la tarde barrió con impetuosidad la hilera de camas y los rígidos pliegues de las cortinas se agitaron, perpendiculares, repiqueteando en las barras de bronce; las colchas de las camas vacías revolotearon sin ruido cerca del suelo desnudo, a todo lo largo de la fila y yo temblé hasta la médula. El suave viento de los trópicos jugaba en esa sala desnuda, tan yermo como un ventarrón de invierno en el viejo granero de mi casa.
—No deje que empiece a gritar, señor —pidió desde lejos la víctima, en un bramido afligido y furioso que llegó resonando entre las paredes, como un tembloroso llamado en un túnel. La mano parecida a una garra me tironeó del hombro; me lanzó una conocedora mirada de reojo.
—El barco estaba repleto de ellos ¿sabe?, y tuvimos que abandonarlo con el máximo sigilo —susurró con extrema rapidez—. Todos rosados. Todos rosados… grandes como mastines, con un ojo en la parte superior de la cabeza y garras en torno de la espantosa boca. ¡Aj! ¡Aj! —Rápidas sacudidas de piernas magras y agitadas. Ale soltó el hombro y trató de aferrar algo en el aire. El cuerpo le tembló, tenso como una cuerda de arpa. Y mientras yo lo miraba, el horror espectral que tenía adentro le estalló a través de la mirada vidriosa. En un instante su rostro de viejo soldado, con sus perfiles nobles y serenos, se descompuso ante mi vista con la corrupción de una taimada astucia, de una abominable cautela de un miedo desesperado. Contuvo un grito.
—¡Shhh! ¿Qué están haciendo ahí? —preguntó, señalando el suelo con una fantástica precaución de voz y ademanes, cuyo significado, transmitido a mi pensamiento en un relámpago cárdeno, hizo que me sintiera enfermo ante mi inteligencia.
—Duermen todos —contesté, mirándolo con atención.
Era eso. Eso era lo que quería escuchar;