Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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Saltó sobre la borda, al mar, apenas una semana después del final de la investigación, y menos de tres días más tarde de zarpar del puerto, en su viaje hacia alta mar; como si en ese punto exacto, en medio de las aguas, hubiese descubierto de pronto las puertas de otro mundo, abiertas de par en par para su recepción.
Pero no fue un impulso repentino. Su canoso primer oficial, un marino de primera calidad y un anciano muy agradable con los desconocidos, pero en sus relaciones con su comandante el más hosco primer oficial que haya conocido, relata la historia con lágrimas en los ojos. Parece que cuando subió al puente, por la mañana, Brierly había estado escribiendo en el cuarto de mapas.
—Eran las cuatro menos diez —dijo—, y, por supuesto, la segunda guardia no había sido relevada.
Oyó mi voz en el puente, hablando con el segundo oficial, y me llamó. Y o no tenía deseos de ir, y esa es la verdad, capitán Marlow. No podía soportar al pobre capitán Brierly, se lo digo con vergüenza.
Nunca sabemos de qué está hecho un hombre. Se lo había ascendido por encima de muchos otros, sin contarme a mí, y tenía una maldita manera de hacer que uno se sintiese pequeño, nada más que por la forma en que decía «Buenos días». Jamás le hablaba, como no fuese por asuntos de trabajo, y en esas ocasiones tenía que esforzarme mucho para hablarle con cortesía. —En ese sentido, se auto elogiaba. A menudo me pregunté cómo Brierly pudo aguantar sus modales durante más de medio viaje—. Tengo esposa e hijos —continuó—, y hacía diez años que estaba en la Compañía, esperando siempre el próximo mando como un verdadero tonto. Y él me dice: «Venga, Mr. Jones —con esa voz jactanciosa que tenía—. Venga, Mr. Jones». Fui. «Determinaremos la posición», dice, inclinándose sobre el mapa, con un compás en la mano. Según las órdenes corrientes, el oficial que dejaba la guardia tenía que hacer eso al final de ella. Pero yo no contesté, y seguí mirando mientras él señalaba la posición del barco con una minúscula cruz y escribía la fecha y la hora. Puedo verlo en este momento mismo, escribiendo con sus pulcros números: diecisiete, ocho, cuatro de la mañana. El año queda escrito en tinta roja en la parte superior del mapa. Nunca usaba sus mapas más de una vez por año, el capitán Brierly. Yo lo tengo ahora. Cuando termina, se queda mirando la marca que trazó y sonríe para sí, y luego me mira. «Treinta y dos millas más con el mismo rumbo —dice—, y entonces usted podrá alterar el rumbo veinte grados al suroeste».
Pasábamos al norte del banco Héctor en este viaje. Respondí «Muy bien señor», mientras me preguntaba por qué se tomaba tanto trabajo ya que de cualquier manera yo tenía que llamarlo antes de modificar el rumbo. En ese momento sonaron las ocho campanadas; salimos al puente, y el segundo oficial, antes de irse, menciona, como de costumbre, «setenta y una en la corredera». El capitán Brierly mira la brújula y después pasea la mirada en torno.
Era una noche negra y clara, y todas las estrellas se destacaban como en una noche helada de altas latitudes.
De pronto dice, con una especie de suspiro:
—Voy a proa, y yo mismo pondré la corredera en cero para usted, de modo que no haya errores.
Treinta y dos millas más de este rumbo, y ya estará a salvo. Veamos… la corrección de la corredera es de un seis por ciento aditivo; digamos, entonces, treinta según la esfera y puede virar veinte grados a estribor en el acto. De nada sirve perder distancia, ¿verdad? Jamás lo había escuchado hablar tanto de una vez, y, según me parecía, sin necesidad. No respondí.
Bajó por la escala y el perro, que siempre le pisaba los talones, fuese a donde fuere, de día o de noche, lo siguió, deslizando el hocico ante sí. Oí los tacones de sus botas que golpeteaban en el puente de popa, y luego se detuvo y le habló al perro.
—Vuelve, Rover. ¡Al puente, amigo! ¡Vamos… vete! —Luego me llama desde la oscuridad—: Encierre a ese perro en el cuarto de mapas, Mr. Jones, ¿quiere? Esa fue la última vez que escuché su voz, capitán Marlow.
Fueron las últimas palabras que pronunció al alcance del oído de ningún ser humano viviente, señor.
En ese punto la voz del anciano se volvió un tanto insegura.
—Temía que el pobre animal saltara tras él, ¿entiende? —continuó con voz temblorosa.
—Sí, capitán Marlow. Me preparó la corredera; le puso, ¿quiere creerlo?, un poco de aceite. Allí estaba la aceitera, cuando la dejó, cerca. El segundo contramaestre llevó la manga a popa para lavar a las cinco y media; de pronto deja el trabajo y sube corriendo al puente.
—Por favor, ¿quiere venir a popa, Mr. Jones? —dice—. Hay algo raro. No quiero tocarlo. —Era el cronómetro de oro del capitán Brierly, colgado con cuidado debajo de la baranda, con la cadena.
En cuanto mi mirada se posó en él, algo cayó sobre mí, y lo supe, señor. Se me aflojaron las piernas.
Fue como si lo hubiese visto saltar. Y, además, supe cuán atrás había quedado. La corredera de coronamiento marcaba dieciocho millas y tres cuartos, y en torno del palo mayor faltaban cuatro cabillas de hierro. Se las puso en los bolsillos para ayudarse a bajar, supongo. Pero ¡señor!, ¿qué son cuatro cabillas para un hombre poderoso como el capitán Brierly? Es posible que su confianza en sí mismo se debilitara un tanto al final. Esa fue la única señal de confusión que dio en toda su vida, pienso. Pero estoy dispuesto a responder por él, afirmo que una vez que saltó no trató de dar ni una brazada, tal como habría tenido la suficiente valentía como para mantenerse todo el día a flote si hubiera caído por la borda accidentalmente. Sí, señor. No era inferior a nadie… aunque lo dijese él mismo, como lo oí decirlo en una ocasión. Durante la segunda guardia escribió dos cartas. Una a la Compañía, y otra a mí.
Me daba una cantidad de instrucciones en cuanto al pasaje —yo estaba en el oficio desde mucho antes que él—, y un sinfín de insinuaciones en cuanto a mi conducta con nuestra gente de Shanghai, de modo que pudiese conservar el comando del Ossa . Escribía como un padre a su hijo favorito, capitán Marlow, y yo era veinticinco años mayor que él y había probado el agua salada antes que él se pusiera los primeros pantalones largos. En su carta a los dueños —la dejó abierta para que yo la leyera— decía que siempre había cumplido con su deber hacia ellos —hasta ese momento—, y que ni siquiera entonces traicionaba su confianza, pues dejaba el barco en manos de un marino tan competente como pudiera encontrarse… ¡Y se refería a mí, señor, se refería a mí! Me decía que si ese último acto de su vida no disminuía el respeto que sentían por él, otorgarían todo su peso a mis fieles servicios y a su cálida recomendación, cuando llenaran la vacante dejada por su muerte. Y muchas otras cosas por el estilo, señor.
Yo no podía creer lo que veía. Me hizo sentir muy extraño —continuó el anciano, muy perturbado, mientras aplastaba algo en la comisura de su ojo derecho con el extremo de un pulgar ancho como una espátula—. Cualquiera habría creído, señor, que saltó por la borda nada más que para dar a un hombre infortunado una última oportunidad de progresar.
Pero con el golpe que significó para mí que él muriese de ese modo tan espantoso y precipitado, y con considerarme un hombre beneficiado por esa acción, estuve casi enloquecido durante una semana.
Pero sin motivos. El capitán del Pelion fue trasladado al Ossa ; subió a bordo en Shanghai, pequeño petimetre, señor, de traje gris a cuadros, con el cabello peinado al medio.
—… Este… soy… este… su nuevo capitán,