Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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—No se preocupe por el viejo Jones, señor; maldita sea su alma, ya está acostumbrado a eso. —Enseguida comprendí que había lastimado sus delicados oídos; luego, mientras compartíamos nuestra primera merienda juntos, comenzó a encontrar defectos, en forma desagradable, en tal y cual cosa del barco. Jamás escuché semejante voz, ni en una función de títeres. Apreté los dientes, clavé la vista en mi plato, y mantuve la calma mientras me fue posible; pero al cabo tuve que decir algo. Y él se pone de pie de un salto de puntillas esponja todas sus hermosas plumas, como un gallito de riña.
—Ya verá que tiene que tratar con una persona distinta que el desaparecido capitán Brierly.
—Ya lo he visto —respondo, muy lúgubre, pero fingiendo que estoy muy atareado con mi bistec.
—Usted es un viejo, rufián, Mr… este… Jones; y lo que es más, se lo conoce como un viejo rufián en el empleo —me chilla. Los malditos lava copas estaban allí, escuchando con la boca abierta de oreja a oreja.
—Puede que yo sea un caso difícil —le contesté—, pero no tanto como para tener que aguantar el espectáculo que da usted sentado en la silla del capitán Brierly. —Y con eso dejo el cuchillo y el tenedor.
—A usted le gustaría sentarse en ella… Ahí es donde le aprieta el zapato —dice, burlón. Salí del comedor, reuní mis trapos y estaba en el muelle, con todas mis pertenencias a mis pies, antes que los estibadores regresaran. A la deriva— en tierra —después de diez años de servicios… y con una pobre mujer y cuatro hijos, a diez mil kilómetros de distancia, dependientes de mi media paga por cada bocado que comían. ¡Sí, señor! Lo abandoné antes de permitir que se insultara al capitán Brierly. Me dejó sus prismáticos nocturnos, aquí están. Y quiso que me ocupase del cuidado de su perro; y aquí está. Hola Rover, pobrecito. ¿Dónde está el capitán, Rover?
El perro levantó la mirada, nos contempló con melancólicos ojos amarillos lanzó un ladrido desolado y reptó debajo de la mesa.
Todo esto ocurría, más de dos años después, a bordo de esa ruina náutica que es el Fire-Queen que este Jones tenía a su mando —y por un raro accidente—, recibido de Matherson —el loco Matherson, lo llaman en general, el mismo que solía rondar por Haifong, ¿saben?, antes de los días de la ocupación.
El viejo siguió hablando…
—Sí, señor, el capitán Brierly será recordado aquí, aunque no quede ningún otro lugar en la tierra. Le escribí en detalle a su padre, y no recibí ni una palabra de respuesta… ¡Ni gracias, ni váyase al demonio! ¡Nada! Quizá no querían saber.
La visión de este anciano Jones de ojos acuosos, que se enjugaba la calva con pañuelo de algodón rojo, y el angustiado gañido del perro, la suciedad del tumbadillo con marcas de moscas que era el único altar de su recuerdo, arrojaba un velo de inexpresable y mísero patetismo sobre la figura recordada de Brierly, venganza póstuma del destino por esa creencia en su propio esplendor, que casi había despojado a su vida, con engaños, de sus legítimos terrores. ¡Casi! Y tal vez por completo. ¿Quién puede decir qué halagadora visión se indujo a ver en el momento de su suicidio?
—¿Por qué cometió ese acto precipitado, capitán Marlow? ¿Se le ocurre? —preguntó Jones, uniendo las palmas—. ¿Por qué? ¡No lo entiendo! ¿Por qué? —Se palmeó la frente baja y arrugada—. Si hubiese sido pobre y viejo, y estuviese endeudado o loco. Pero no era de los que se vuelven locos. Puede creerme.
Lo que un primer oficial no sabe acerca de su capitán, no vale la pena de saberse. Era joven sano, acomodado, sin preocupaciones… A veces me quedo sentado aquí, pensando, pensando, hasta que la cabeza casi comienza a zumbarme. Tiene que haber habido algún motivo.
—Puede estar seguro, capitán Jones —le respondí—, no fue nada que nos hubiese molestado mucho a cualquiera de los dos —le dije. Y entonces, como si una luz se hubiese encendido en la maraña de sus pensamientos, el pobre y viejo Jones encontró una última palabra de sorprendente profundidad. Se sonó la nariz, me miró, asintiendo, lastimero:
—¡Ay, ay! Ni usted, señor, ni yo, tuvimos nunca tan alta opinión de nosotros.
Es claro que el recuerdo de mi última conversación con Brierly está teñido por el conocimiento de su fin, que siguió tan pronto. Hablé con él por última vez durante el desarrollo de la investigación. Fue después del primer receso, y se acercó a mí en la calle. Estaba irritado, cosa que advertí con sorpresa, pues su conducta habitual, cuando condescendía a conversar, era serena, con un rastro de divertida tolerancia, como si la existencia de su interlocutor hubiese sido un buen chiste.
—Me pescaron para esta investigación, ¿sabe? —comenzó a decir, y durante un rato me detalló, quejoso, los inconvenientes de la asistencia cotidiana al tribunal—. Y el cielo sabe cuánto durará. Tres días, supongo. —Lo escuché en silencio; en mi opinión se trataba de una forma tan buena como cualquier otra de exponer el caso—. ¿De qué sirve? Es el espectáculo más estúpido que se pueda imaginar —continuó, acalorado. Yo le indiqué entonces que no había opción.
Me interrumpió con una especie de violencia acumulada.
—Me siento como un tonto todo el tiempo.
Lo miré. Eso era ir demasiado lejos —para Brierly—, cuando se hablaba de Brierly. Me detuvo en seco, me tomó de la solapa y tironeó apenas de ella.
—¿Por qué atormentamos a ese joven? —preguntó. La pregunta coincidía tan bien con la resonancia de cierto pensamiento mío, que, con la imagen en mi mirada del renegado huyendo, respondí en el acto:
—Maldito si lo sé, aparte de que él les permite hacerlo.
Me asombró el ver que coincidía conmigo, por decirlo así, pues mi frase habría tenido que resultarle más o menos enigmática. Dijo, colérico:
—Pues sí. ¿No se da cuenta que ese desdichado capitán de él ha huido? ¿Qué espera que ocurra? Nada puede salvarlo. Está listo. —Caminamos unos pasos en silencio—. ¿Por qué comer tanta tierra? —exclamó, con una energía de expresión oriental, más o menos el único tipo de energía de la cual se puede encontrar huellas al este del meridiano cincuenta.
Me asombró mucho la dirección de sus pensamientos, pero ahora tengo la fuerte sospecha de que estaba muy dentro de su carácter. En el fondo, el pobre Brierly debe haber estado pensando en sí mismo. Le señalé que el capitán del Patna , según se sabía, había forrado muy bien su nidito, y podía obtener casi en cualquier parte los medios para huir.
En el caso de Jim no ocurría así; el gobierno lo mantenía por el momento en el Hogar para Marinos, y lo más probable es que no tuviese una moneda en el bolsillo. Una fuga cuesta cierto dinero.
—¿De veras? No siempre —dijo, con una amarga carcajada, y a otra observación mía—: Bueno, pues que se hunda seis metros bajo el suelo y se quede allí. ¡Cielos! Yo lo haría. —No sé por qué, su tono me irritó, y repliqué:
—Hay algo de valentía en enfrentar los hechos tal como lo hace él, sabiendo muy bien que si escapara nadie se preocuparía por perseguirlo.
—¡Al demonio con la valentía! —gruñó Brierly—. Ese tipo de valentía que no sirve para