Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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Los remolcadores, humeando como el pozo de la perdición, se aferran y revuelven el viejo río con furia. En tierra, el caballero se desempolva las rodillas: el benévolo camarero le arroja el paraguas. Todo muy bien. Acaba de ofrecer su porción de sacrificio al mar, y ahora puede volver a su casa y fingir que no le importa. Y la pequeña víctima voluntaria estará muy marcada a la mañana siguiente.
Poco a poco, cuando aprenda los minúsculos misterios y el único gran secreto del oficio, estará en condiciones de vivir o morir como el mar pueda decretarlo. Y el hombre que lo llevó de la mano a ese juego de tontos, en el cual el mar gana en cada movida, se sentirá encantado de que una ruano joven le palmee la espalda, y de oír una alegre voz de cachorro de mar:
—¿Me recuerda, señor? El pequeño Fulano de Tal.
Les digo que eso es bueno; eso les confirma que por lo menos una vez en la vida trabajaron bien. Yo recibí esas palmadas; y las recibí con una mueca, porque eran pesadas, y resplandecí todo el día, y me acoté sintiéndome menos solo en el mundo en virtud de esa fuerte palmada. ¡Que si recuerdo al pequeño Fulano de Tal! Les digo que conozco el tipo de aspecto correcto. Le habría confiado el puente a ese joven sobre la base de una sola mirada, para después irme a dormir, ¡y por Dios, no habría sido nada seguro! Hay profundidades de horror en ese pensamiento. Parecía tan auténtico como un soberano nuevo, pero en su metal existía cierta infernal aleación. ¿Cuánto? Apenas… una gota mínima de algo raro y maldito. ¡Una gota ínfima! Pero él —ahí de pie, con ese aspecto de me importa un bledo— le hace pensar a uno si por casualidad no sería nada más raro que el bronce.
Yo no podía creerlo. Les digo que deseaba verlo retorcerse por el honor del oficio. Los otros dos individuos insignificantes avistaron a su capitán y comenzaron a avanzar con lentitud hacia nosotros.
Conversaban mientras caminaban, y a mí me importaron tan poco como si hubiesen sido invisibles a ojos desnudos. Se sonreían; por lo que sabía, era posible que estuviesen intercambiando bromas. Vi que en el caso de uno de ellos se trataba de un brazo fracturado; en cuanto al individuo largo de los bigotes grises, era el jefe de máquinas, y en distintos sentidos una personalidad muy destacada. Cada uno de ellos era un Don Nadie. Se acercaron. El capitán miraba entre sus pies con ojos inanimados; parecía hinchado por una aterradora enfermedad, por la acción misteriosa de un veneno desconocido, hasta una dimensión artificial. Levantó la cabeza, vio a los dos que esperaban ante él, abrió la boca con una contorsión extraordinaria, despectiva, del rostro hinchado —supongo que para hablarles—, y entonces pareció ocurrírsele un pensamiento. Los gruesos labios purpúreos se le unieron sin un sonido; se dirigió, con un anadeo decidido, hacia el gharry y se dedicó a tironear del picaporte de la portezuela con tan ciega brutalidad e impaciencia, que me pareció que todo el vehículo se volcaría de costado, con pony y todo. El conductor, arrancado de sus meditaciones respecto de la planta de su pie, exhibió en el acto señales de intenso terror, y se sostuvo con las dos manos, mientras miraba, por el costado de su caja, el enorme corpachón que se introducía por la fuerza en su carruaje. El reducido vehículo se sacudió y tambaleó tumultuosamente, y la nuca carmesí del cuello inclinado, las dimensiones de los muslos tensos, los inmensos movimientos de la espalda rayada de verde y anaranjado, todo el esfuerzo de excavación de la abigarrada y sórdida masa, le turbaba a uno el sentido de la probabilidad, con un efecto cómico y temible, como una de esas visiones grotescas y claras que lo asustan y fascinan durante una fiebre. Desapareció. Casi esperé que el techo se rajara en dos, que la cajita sobre ruedas estallara como un capullo de algodón maduro, pero no hizo más que hundirse con un chasquido de muelles achatados, y de pronto una celosía descendió con estrépito. Los hombros reaparecieron, encastrados en la pequeña abertura; la cabeza le colgaba hacia afuera, ensanchada y bamboleante como un globo cautivo, sudorosa, furiosa, farfullante. Estiró el brazo para aferrar al garrí-wallah a, con malévolos movimientos de un puño tan gordo y rojo como un trozo de carne cruda. Le rugió que partiera, que se pusiese en marcha. ¿Adónde? Al Pacífico, quizá. El conductor agitó la fusta; el pony bufó, corcoveó una vez y partió al galope. ¿Adónde? ¿A Apia? ¿A Honolulú? Tenía 10 000 kilómetros de cinturón tropical en los cuales recrearse, y yo no escuché la dirección exacta. Un pony que bufaba se lo llevó a la ewigkeit a en un abrir y cerrar de ojos, y jamás volví a verlo. Y lo que es más, no conozco a nadie que haya vuelto a encontrarlo después que desapareció de mi conocimiento dentro de un maltrecho gharry que dio la vuelta a la esquina en una blanca nube de polvo. Partió, desapareció, se desvaneció, huyó; y cosa absurda, parecía como si se hubiera llevado el gharry consigo, porque nunca más volví a encontrarme con un pony alazán que tuviera una oreja hendida y un lánguido conductor tamil que padeciese de un pie lastimado. En verdad, el Pacífico es grande; pero si encontró o no un lugar para exhibir sus talentos, sigue en pie el hecho de que había volado al espacio como una bruja sobre una escoba. El hombrecito del brazo en cabestrillo estuvo a punto de correr tras el carruaje, gritando: «¡Capitán, oiga, capitán, oigaaaa!», pero después de unos pasos se detuvo en seco, dejó caer la cabeza y regresó con lentitud. Ante el fuerte repiqueteo de las ruedas, el joven giró en su lugar. No hizo otro movimiento, ni ademán, ni señal, y se quedó mirando en la nueva dirección, después que el gharry desapareció de la vista.
Todo esto sucedió en mucho menos tiempo del que lleva contarlo, ya que trato de interpretar ante ustedes, hablando con lentitud, el efecto instantáneo de impresiones visuales. Un momento después apareció en escena el empleado mestizo, enviado por Archie para ocuparse de los pobres abandonados del Patna . Salió corriendo, ansioso y con la cabeza al aire, mirando a derecha e izquierda, y absorbido por su misión. Estaba condenado a fracasar en lo referente a la persona principal, pero se aproximó a los otros con afanosa importancia, y casi en el acto se encontró envuelto en un violento altercado con el individuo que llevaba el brazo en cabestrillo y que resultó tener enormes deseos de pendencia. No permitiría que se le dieran órdenes, «de ninguna manera, caramba». No se dejaría aterrorizar con un montón de mentiras por un engreído mestizo chupatintas.
No se dejaría amedrentar por «ningún objeto de ese tipo», aunque la historia fuese cierta.
Expuso a gritos su deseo, su decisión, su determinación de ir a acostarse.
—Si no fueses un portugués abandonado de la mano de Dios —le oí gritar—, sabrías que el hospital es el lugar adecuado para mí.
Metió el puño del brazo sano bajo la nariz del otro; empezó a reunirse un gentío. El mestizo, atónito, aunque hacía lo posible por parecer digno, trató de explicar sus intenciones. Yo me fui sin esperar a presenciar el final.
Pero daba la casualidad de que en ese momento tenía a un hombre en el hospital, y al ir a visitarlo, la víspera de la iniciación de la investigación, vi, en la sala de hombres blancos, al hombrecito que se retorcía de espaldas, con el brazo entablillado y muy aturdido. Para mi gran sorpresa, el otro, el individuo largo de bigotes caídos, también había conseguido meterse allí. Recordé que lo había visto escurrirse el día de la pelea, medio arrastrando los pies, medio haciendo cabriolas y esforzándose todo lo posible por no parecer asustado. Parece que no era un extraño en el puerto, y en su congoja pudo correr en línea recta a la sala de billares y tienda de bebidas de Mariani, cerca de la feria. Ese indecible vagabundo, Mariani, quien había conocido al hombre y satisfecho sus vicios en uno o dos lugares más, besó el suelo, por decirlo así, ante él, y lo encerró con una provisión de botellas en una habitación de arriba, en su infame choza. Parece que sentía cierta vaga aprensión en cuanto a su seguridad personal, y deseaba esconderse. Pero Mariani me contó mucho tiempo después (un día que subió a bordo para importunar a mi camarero con el precio de unos cigarros) que habría hecho mucho más por él, sin formular preguntas, por gratitud, por un impío favor recibido muchos años atrás, hasta