Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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de la explanada desierta. Un destartalado gharry a, todo polvo y celosías, se detuvo frente al grupo, y el conductor, levantando el pie derecho sobre la rodilla se dedicó al examen crítico de los dedos de los pies. El joven no hizo movimiento alguno, ni siquiera con la cabeza, y siguió mirando el sol. Esa fue la primera vez que vi a Jim. Parecía tan despreocupado e inabordable como sólo pueden parecerlo los jóvenes. Ahí estaba, esbelto de miembros, rostro limpio, firme sobre los pies, un joven tan promisorio como ninguno sobre los que haya brillado el sol; y al mirarlo, sabiendo todo lo que sabía él, y un poco más, me enojé como si lo hubiera sorprendido tratando de arrancarme algo con falsedades. No tenía derecho a exhibir un aspecto tan sano. Pensé para mí: bueno, si un hombre así puede andar tan mal… Y entonces sentí que podía arrojar mi sombrero al suelo y bailar sobre él de pura mortificación, como una vez vi que lo hacía el capitán de una barca italiana, porque el imbécil de su primer oficial había fabricado un embrollo con las anclas cuando hacía un amarre volante en un puerto repleto de barcos. Y me pregunté, mientras lo veía ahí, en apariencia tan a sus anchas: ¿es tonto, es insensible? Parecía dispuesto a silbar una melodía.

      Y fíjense que no me interesaba un bledo el comportamiento de los otros dos. Sus personas coincidían, más bien con la información que era de propiedad pública, y serían objeto de una investigación oficial.

      —Ese viejo pillastre loco de arriba me llamó sabueso —dijo el capitán del Patna . No sé si me reconoció; creo que sí. Pero de todos modos nuestras miradas se cruzaron. Él miró con furia; yo sonreí.

      Sabueso era el epíteto más suave que me había llegado a través de la ventana abierta.

      —¿De veras? —dije por no sé qué extraña imposibilidad de mantener la lengua quieta. Él asintió, volvió a morderse el pulgar y me miró con hosco y apasionado descaro.

      —¡Bah! El Pacífico es grande amigo. Ustedes, los malditos ingleses, pueden hacer lo que les parezca.

      Yo sé dónde hay lugar de sobra para un tipo como yo. Soy muy conocido en Apia, en Honolulú, en… —Se interrumpió, reflexivo, mientras sin esfuerzo alguno me imaginaba la clase de personas de las cuales tenía «conocimiento» en esos lugares. No revelo un secreto si digo que yo mismo tengo no pocos «conocidos» por el estilo. Hay ocasiones en que un hombre debe actuar como si la vida fuese igualmente dulce en cualquier compañía. Yo conocí esas ocasiones, y lo que es más, no fingiré ahora poner cara larga por mi necesidad, porque muchas de esas malas compañías, por falta de una… de una, ¿cómo diré?, postura moral, o por cualquier otra causa igualmente profunda, eran dos veces más instructivas y veinte veces más divertidas que el habitual y respetable ladrón del comercio a quienes ustedes invitan a su mesa sin verdadera necesidad; por costumbre, por cobardía, por afabilidad, por cien rastreras e inadecuadas razones.

      —Ustedes, los ingleses, son todos unos pillastres —continuó mi patriótico australiano de Flensborg o Stettin, en verdad no recuerdo ahora qué decente puertecito de las costas del báltico fue mancillado por ser el nido de ese precioso pájaro—. ¿Qué son ustedes para gritar? ¿Eh? ¡Dígame! No son mejores que otros, y ese viejo granuja hizo un alboroto del demonio conmigo. —El cuerpo obeso le tembló sobre las piernas, que eran como un par de columnas; le tembló de la cabeza a los pies—. Eso es lo que siempre hacen ustedes los ingleses; hacen un maldito alboroto. Me sacan la licencia. Sáquenmela. No quiero la licencia. Un hombre como yo no necesita su verfluchte licencia. Le escupo encima. —Escupió—. Me haré ciutatano nordeamericano —gritó, removiéndose, furioso, y sacudiendo los pies como para liberar los tobillos de alguna invisible y misteriosa garra que no le permitía apartarse del lugar. Se acaloró tanto, que la coronilla de la cabeza de forma de bala casi le humeaba. Nada misterioso me impedía alejarme. La curiosidad es el más evidente de los sentimientos, y me retenía allí para presenciar el efecto de una información completa sobre el joven quien con las manos en los bolsillos y vuelto de espaldas hacia la acera, observaba, más allá de los retazos de césped de la explanada, el pórtico amarillo del hotel Malabar, con el aspecto de quien hará una caminata en cuanto aparezca su amigo. Ese aspecto tenía, y resultaba odioso. Yo esperaba verlo abrumado, aturdido, atravesado de lado a lado, retorciéndose como un escarabajo empalado; y al mismo tiempo temía verlo, si entienden lo que quiero decir.

      Nada es más terrible que mirar a un hombre que acaba de ser descubierto, no en un delito, sino en una debilidad más que criminal. El tipo de fortaleza más común nos impide convertirnos en delincuentes en el sentido legal. Por debilidad, desconocida pero tal vez sospechada como en algunas partes del mundo se sospecha la existencia de una víbora en cada matorral; por debilidad que puede yacer oculta, vigilada o no, reprimida o quizá desconocida más de la mitad de una vida ninguno de nosotros está a salvo.

      Se nos tienden trampas para que hagamos cosas por las cuales se nos injuria, y cosas por las cuales se nos ahorca, y, sin embargo, el espíritu puede llegar a sobrevivir; puede sobrevivir a la condena, al cepo, ¡caramba! Y hay cosas —a veces también parecen muy pequeñas— que nos deshacen total y completamente.

      Lo miraba al joven. Me gustaba su aspecto; conocía su aspecto; provenía del lugar correcto; era uno de los nuestros. Representaba allí toda la paternidad de su tipo, a hombres y mujeres en manera alguna inteligentes o divertidos, pero cuya existencia misma se basa en la fe honrada, y en el instinto de la valentía. No me refiero a la valentía militar, ni a la civil, ni a ninguna en especial. Me refiero nada más que a la capacidad innata de mirar de frente las tentaciones, una disposición muy poco intelectual, Dios lo sabe, pero sin posturas; un poder de resistencia, ¿verdad?, nada gracioso, si se quiere, pero inapreciable; una rigidez no pensada y bendita ante los terrores exteriores e internos, ante el poderío de la naturaleza y ante la seductora corrupción de los hombres, respaldada por una fe invulnerable en la fuerza de los hechos, en el contagio del ejemplo, en la solicitación de las ideas. ¡Al diablo con las ideas! Son vagos, vagabundos, golpean en la puerta trasera de la mente de uno, y cada una saca un poco de sustancia, cada una se lleva una migaja de esa creencia en unas pocas ideas sencillas a las cuales hay que aferrarse si se quiere vivir de manera decente y morir sin tormentos.

      Esto nada tiene que ver con Jim directamente.

      Sólo que por fuera era tan típico de esa buena clase estúpida que nos agrada sentir marchando a derecha e izquierda de nosotros, por la vida, de la clase que no se deja conmover por los vagabundeos de la inteligencia y las perversiones de… de los nervios, digamos.

      Era el tipo de individuo a quien uno, de sólo mirarlo, dejaría a cargo del puente… hablando en términos figurativos y profesionales. Digo que yo lo haría, y sé lo que digo. ¿Acaso no eduqué a suficientes jóvenes en mi época, para el servicio del Trapo Rojo, en el oficio del mar, en el oficio cuyo secreto podría expresarse en una frase breve, y que sin embargo es preciso volver a meter todos los días en las jóvenes cabezas, hasta que se convierte en parte componente de cada uno de los pensamientos en los momentos de vigilia?, ¡hasta que está presente en cada sueño de su dormir juvenil! El mar fue bueno conmigo, pero cuando recuerdo a todos esos muchachos que pasaron por mis manos, algunos ya crecidos, ahora, y otros ya ahogados, pero todos ellos buen material marinero, no creo haberme portado mal con él. Si mañana volviese a mi hogar, apuesto a que antes que pasaran dos días por sobre mi cabeza, algún joven primer oficial atezado me alcanzaría a la salida de un dique y una voz profunda y fresca, hablando por sobre mi sombrero, preguntaría:

      —¿No me recuerda, señor? ¡Pero si soy el pequeño Fulano de Tal! Tal y cual barco. Era mi primer viaje.

      Y yo recordaría a un desconcertado jovencito imberbe, no más alto que el respaldo de este sillón, con una madre y quizás una hermana mayor en el muelle, muy calladas pero muy inquietas, que agitaban el pañuelo frente al barco que se desliza con suavidad entre la rompiente; o tal vez un decente padre de edad mediana, que llega temprano con su hijo, para despedirlo, y se queda toda la mañana porque

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