Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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—¿Fue a ver a su hombre, capitán? Creo que mañana lo podremos dejar ir. Estos tontos no saben cuidarse, aunque debo decir que aquí tenemos al jefe de máquinas de ese barco peregrino. Un caso curioso. Delirium tremens de la peor especie. Se pasó tres días bebiendo sin detenerse en esa taberna del griego, o el italiano. Qué se puede esperar. Cuatro botellas de ese tipo de coñac por día, me dicen.
Si es cierto, es asombroso. Apuesto a que por dentro está forrado de planchas de calderas. La cabeza, ¡ah!, la cabeza, es claro, ya no le sirve para nada, pero lo curioso es que en sus delirios hay algo de método.
Estoy tratando de descubrirlo. Muy poco común… ese hilo de lógica en semejante delirio. Por lo general tendría que ver serpientes, pero no las ve.
Hoy en día la buena y vieja tradición ya no rige. ¡Eh! Sus… este… visiones son de batracios. ¡Ja, ja! No, hablando en serio, no recuerdo haberme interesado nunca, hasta tal punto, por un caso de delirio. Tendría que estar muerto, ¿sabe?, después de ese experimento festivo. ¡Oh, es un tipo duro! Y por añadidura, veinticuatro años en los trópicos. De veras, debería echarle un vistazo. Un viejo borrachín de noble aspecto. El hombre más extraordinario que conocí, en términos médicos, es claro. ¿Irá a verlo? Mientras él hablaba, yo le ofrecía los habituales signos de interés cortés, pero en ese momento adopté una expresión pensativa, murmuré algo acerca de la falta de tiempo y le estreché la mano deprisa.
—Oiga —me gritó cuando me alejaba—, no puede concurrir a esa investigación. ¿Le parece que su declaración tiene importancia?
—Ni la menor —le contesté desde el portón.
Capítulo VI
Es evidente que las autoridades tenían la misma opinión. La investigación no se postergó. Se llevó a cabo el día designado para satisfacer a la ley, y tuvo una gran concurrencia, sin duda a consecuencia de su interés humano. No existía incertidumbre en cuanto a los hechos; quiero decir, en cuanto al único hecho material. No fue posible averiguar cómo se averió el Patna ; el tribunal no esperaba descubrirlo; y en todo el público no existía un solo hombre al que le importara. Sin embargo, como ya les dije, concurrieron todos los marinos del puerto, y los negocios portuarios estuvieron representados al máximo. Lo supieran o no, el interés que los atraía era puramente psicológico: la esperanza de escuchar alguna revelación esencial en cuanto a la fuerza, el poderío, el horror de las emociones humanas. Por supuesto, no era posible revelar nada por el estilo.
El interrogatorio del único hombre dispuesto a hacerle frente equivalía a un inútil andarse por las ramas, en torno del hecho bien conocido, y el juego de preguntas correspondientes fue tan instructivo como los golpes con un martillo en una caja de hierro, cuando se trata de averiguar qué hay adentro.
Pero una investigación oficial no podía hacer ninguna otra cosa. Su objetivo no era el porqué fundamental, sino el superficial cómo de ese asunto.
El joven habría podido decírselo, y aunque eso era lo único que interesaba al público, las preguntas que se le hicieron lo apartaron por fuerza de lo que para mí, por ejemplo, habría sido la única verdad digna de conocerse. No se puede esperar que las autoridades constituidas investiguen el estado del alma de un hombre… ¿O se trata sólo de su hígado? Mi ocupación consistía en llegar a las consecuencias, y, para decirlo con franqueza, un magistrado policial cualquiera, y dos asesores náuticos, no sirven para mucho más que eso. No quiero decir que esos sujetos fuesen estúpidos. El magistrado se mostró muy paciente. Uno de los asesores era un capitán de veleros, de barba rojiza y disposición piadosa. El otro era Brierly. El Gran Brierly. Algunos de ustedes deben haber conocido al Gran Brierly, el capitán del barco más famoso de la línea Blue Star . Ese es el hombre.
Parecía aburrido al máximo por el honor que se le había confiado. Jamás en la vida cometió un error, nunca tuvo un accidente nunca un tropiezo, nunca un freno en su ascenso continuado, y parecía ser uno de esos individuos afortunados que nada saben acerca de indecisiones, y mucho menos de desconfianza respecto de sí mismos. A los treinta y dos años tenía uno de los mejores mandos del tráfico oriental, y lo que es más, sentía una alta estima por lo que poseía. Nada había en el mundo que se le asemejara, y supongo que si se le hubiese preguntado a boca de jarro, habría confesado que, en su opinión, no existía otro comandante igual. La elección había recaído sobre el hombre adecuado. El resto de la humanidad que no dirigía el vapor Ossa , de acero, capaz de desarrollar dieciséis nudos, estaba constituido por criaturas más bien dignas de lástima.
Había salvado vidas en el mar, rescatado barcos en aprietos, los aseguradores le habían regalado un cronómetro de oro, y algún gobierno exterior un par de binoculares con una inscripción adecuada, en conmemoración de dichos servicios. Poseía plena conciencia de sus méritos y recompensas. Yo le tenía bastante simpatía, aunque algunos que conozco —hombres tímidos, amistosos— no podían soportarlo para nada. No me cabe la menor duda de que se consideraba muy por encima de mí —y en verdad, si uno hubiera sido emperador de Occidente y de Oriente, no habría podido pasar por alto su propia inferioridad en presencia de él—, pero no conseguía engendrar en mí un verdadero sentimiento de ofensa.
No me despreciaba por nada que yo pudiese solucionar, por nada de lo que yo fuese. ¿Saben? Yo era una cifra insignificante nada más que porque no era el hombre afortunado de la tierra, no era Montague Brierly, al mando del Ossa , ni el dueño de un cronómetro de oro con una inscripción, ni de binoculares con montura de plata que atestiguasen la excelencia de mi capacidad marinera y mi indomable denuedo. No era dueño de un agudo sentimiento de mis méritos y recompensas, aparte del amor, o mejor, la adoración de un perdiguero negro, el más maravilloso de su tipo, pues nunca hubo un hombre así amado por un perro como ese. No cabe duda de que el hecho de que le impusieran todas esas cosas resultaba exasperante; pero cuando pensé que yo me encontraba vinculado a esas fatales desventajas, junto con doce millones de seres más o menos humanos, descubrí que podía soportar mi parte de su lástima bonachona y despectiva, a cambio de algo definido y atrayente que había en el hombre. Nunca intenté caracterizar ese atractivo, pero había momentos en que lo envidiaba. El aguijón de la vida no podía hacer con su alma complaciente más de lo que puede hacer el raspar de un alfiler en la cara lisa de una roca. Eso era envidiable.
Mientras lo contemplaba, flanqueado a un lado por el magistrado modesto y de rostro pálido, que presidía la investigación, su satisfacción consigo mismo presentaba, ante mí y ante el mundo, una superficie dura como el granito. Muy poco después se suicidó.
No es extraño que el caso de Jim lo aburriese, y mientras yo pensaba con algo parecido al temor de ver la inmensidad de su desprecio hacia el joven interrogado, él tal vez llevara a cabo una silenciosa investigación de su propio caso. El veredicto debe de haber sido de culpa sin atenuantes,