Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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de demoler una pared. El síntoma más tranquilizador que advertí fue una especie de lenta y pausada vacilación, que consideré un tributo a la evidente sinceridad de mis modales y mi tono. Nos encaramos. En el tribunal, seguía adelante el caso de atraco. Escuché las palabras: Pozo… búfalo… palos… en la enormidad de mi temor…

      —¿Por qué me estuvo mirando toda la mañana?

      —¿Acaso quiere que permanezcamos sentados, con la vista baja, para no herir su susceptibilidad? —repliqué con sequedad. No me sometería dócilmente a ninguna de esas tonterías. Volvió a levantar la vista, y esta vez siguió mirándome a la cara.

      —No. Está bien —dijo con una expresión de deliberar consigo mismo acerca de la verdad de la frase—. Está bien. Quiero seguir adelante con eso. Sólo que —y aquí habló con un poco más de rapidez— no permitiré que nadie me insulte fuera de este tribunal. Había un sujeto con usted. Usted le habló… o sí… ya sé; todo está muy bien. Usted le habló, pero tenía la intención de que yo lo escuchara…

      Le aseguré que era víctima de un extraordinario error.

      No tenía idea de cómo se había producido.

      —Pensó que yo temería molestarme por esto —dijo, con un leve rastro de amargura. Me sentía lo bastante interesado como para discernir los más leves matices de expresión, pero nada estaba claro para mí. Y, sin embargo, un no sé qué de esas palabras, o quizá sólo la entonación de la frase, me indujeron de pronto a hacerlo objeto de las mayores consideraciones. Dejé de disgustarme por mi inesperada situación.

      Se trataba de algún error de su parte; cometía un desatino, y yo tuve la intuición de que dicho desatino era de naturaleza odiosa, infortunada. Experimenté ansiedad por terminar con esa escena, por motivos de decencia, tal como uno se muestra ansioso por interrumpir una confidencia no provocada y abominable. Y lo curioso era que, en medio de todas estas consideraciones del más elevado orden tenía conciencia de cierta vacilación en cuanto a la posibilidad —más aún, la probabilidad— de que el encuentro terminase en alguna riña poco recomendable que no se pudiese explicar, y que me pusiera en ridículo. No anhelaba una celebridad de tres días como el hombre a quien le habían puesto un ojo negro, o algo por el estilo, en una pendencia con el primer oficial del Patna . Lo más probable es que a él no le importase lo que hiciera, o que por lo menos se sintiera plenamente justificado en su propia opinión.

      No hacía falta ser un mago para ver que estaba muy enojado por algo, a pesar de toda su conducta tranquila e inclusive torpe. No niego que yo tenía grandes deseos de tranquilizarlo a toda costa, si hubiese sabido cómo hacerlo. Pero no lo sabía, como bien pueden imaginarlo. Era una oscuridad sin un solo resplandor de luz. Nos enfrentamos en silencio. Él permaneció inmóvil durante unos quince segundos, y luego dio un paso hacia delante, y yo me preparé para esquivar un golpe, aunque no creo que moviese un músculo.

      —Si usted fuese tan grande como dos hombres y tan fuerte como seis —dijo con gran suavidad—, le diría lo que pienso. Usted…

      —¡Espere! —exclamé. Eso lo contuvo durante unos segundos—. Antes de decirme lo que piensa de mí —continué con rapidez—, ¿quiere hacer el favor de decirme qué dije o hice?

      Durante unos segundos me examinó con indignación, mientras yo efectuaba sobrenaturales esfuerzos de memoria, en los cuales tropezaba con el obstáculo de la voz oriental, en la sala del tribunal, que rechazaba con apasionada volubilidad una acusación de falsía. Y entonces hablamos casi al mismo tiempo.

      —Pronto le mostraré que no lo soy —dijo, con el tono sugestivo de una crisis.

      —Afirmo que no lo sé —contesté con sinceridad, al mismo tiempo. Él trató de aplastarme con el desprecio de su mirada.

      —Ahora que ve que no tengo miedo, trata de escurrirse —dijo él—. ¿Quién es un perro, eh? Y entonces, por fin, entendí.

      Me escudriñaba las facciones como si buscara un lugar en el cual plantar el puño.

      —No permitiré que nadie… —masculló, amenazador.

      En verdad, era un espantoso error, se había traicionado por entero. No puedo darles siquiera una idea de lo sacudido que me sentí. Supongo que vio algún reflejo de mis sentimientos en mi rostro, porque su expresión cambió un poco.

      —¡Buen Dios! —tartamudeé—. No pensará que yo…

      —Pero estoy seguro de haber escuchado —insistió elevando la voz por primera vez desde el comienzo de la deplorable escena. Y luego, con una sombra de desprecio, agregó—: ¿Entonces no fue usted? Muy bien ya encontraré al otro.

      —No sea tonto —exclamé, exasperado—. No hubo nada de eso.

      —Yo oí —volvió a decir con perseverancia inconmovible y sombría.

      Algunos se habrían reído de su pertinacia. Yo no. ¡Oh, yo no! Nunca hubo un hombre a quien sus propios impulsos naturales pusiesen al desnudo de manera tan implacable. Una sola palabra lo había despojado de su discreción, de esa discreción que es más necesaria para las decencias de nuestro ser interior de lo que lo es la vestimenta para el decoro de nuestro cuerpo.

      —No sea tonto —repetí.

      —Pero el otro lo dijo, ¿eso no lo niega? —expresó con claridad, mirándome a la cara, sin parpadear.

      —No, no lo niego —respondí, devolviéndole la mirada.

      Por último sus ojos siguieron hacia abajo la dirección de mi dedo, que señalaba. Al principio pareció no entender, luego se mostró confuso, y al fin sorprendido y asustado, como si un perro hubiese sido un monstruo, y él no hubiese visto ninguno hasta ese instante.

      —Nadie soñó con insultarlo —dije.

      Contempló al desdichado animal, que no se movió más que una efigie; se encontraba sentado, con las orejas levantadas, y el agudo hocico apuntado hacia la puerta, y de pronto lanzó un mordisco a una mosca, como si fuese un mecanismo.

      Lo miré. El rojo de su clara tez tostada se acentuó de pronto, bajo el vello de las mejillas le invadió la frente, se difundió hasta las raíces de su cabello rizado. Las orejas adquirieron un intenso tono carmesí, e inclusive el claro azul de los ojos se oscureció en varios matices con la precipitación de la sangre a la cabeza. Frunció un poco los labios, temblorosos, como si hubiese estado a punto de estallar en lágrimas. Me di cuenta de que era incapaz de pronunciar una palabra a consecuencia del exceso de su humillación. Y también por desilusión… ¿quién sabe? ¿Tal vez ansiaba los puñetazos que pensaba darme para rehabilitarse, para tranquilizarse? ¿Quién puede decir qué alivio esperaba de esa posibilidad de una riña? Era lo bastante ingenuo como para esperar cualquier cosa; pero en este caso se había traicionado sin motivos. Se mostró franco consigo mismo —y no hablamos de mí—, en la loca esperanza de llegar, de esa manera, a alguna refutación eficaz, y las estrellas le fueron irónicamente desfavorables. Emitió un sonido inarticulado con la garganta, como un hombre semi atontado por un golpe en la cabeza. Era lamentable.

      No volví a alcanzarlo hasta mucho más allá de los portones. Inclusive tuve que trotar un poco al final, pero cuando, casi sin aliento, junto a él, lo acusé de huir, respondió «¡Jamás!», y en el acto se volvió. Le expliqué que no tenía la intención de decir que huyese de mí.

      —De

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