Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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      Tal vez ni lo había visto.

      De pronto, recostado y tranquilo, dijo:

      —¡Al demonio! Le digo que se hinchó. Ya sostenía mi lámpara al lado del hierro en ángulo del puente inferior, cuando un trazo de óxido grande como la palma de mi mano cayó de la plancha, por sí solo. —Se pasó la mano por la frente—. Se removió y saltó como algo vivo, mientras yo lo miraba.

      —Eso lo hizo sentirse muy mal —señalé, con negligencia.

      —¿Acaso supone —respondió— que pensaba en mí, con ciento sesenta personas sobre mis espaldas, todas dormidas, solo en ese puente delantero… y más a popa; más en el puente… dormidas, sin saber nada de eso… tres veces más que los botes que se podían disponer para ellos aunque hubiese tiempo? Mientras estaba ahí, esperaba ver abrirse el hierro, y la embestida del agua cubriéndolos dormidos… ¿Qué podía hacer… qué? Me lo imagino con facilidad en la poblada penumbra del lugar cavernoso, con la luz de la lámpara cayendo sobre una pequeña porción del mamparo que tenía el peso del océano del otro lado, y la respiración de los durmientes en los oídos. Lo veo mirar con furia el hierro, sobresaltado por la herrumbre que caía, abrumado por el conocimiento de una muerte inminente. Entendí que esa era la segunda vez que lo enviaba a proa el capitán, quien pienso, quería mantenerlo alejado del puente. Me dijo que su primer impulso fue gritar y hacer que todas esas personas saltasen de su sueño, aterrorizadas.

      Pero lo abrumó un sentimiento tan enorme de su impotencia, que no pudo emitir un sonido. Eso es, supongo, lo que quiere decir la gente cuando habla de que la lengua queda pegada al paladar.

      «Demasiado seca», fue la expresión concisa que utilizó él con referencia a ese estado. Sin un sonido, entonces, volvió a cubierta por la escotilla número uno. Una manguera de lona colocada allí lo golpeó por accidente, y recordó que el leve roce de la lona en el rostro casi, lo derribó de la escala de la escotilla.

      Confesó que las rodillas le temblaban mucho mientras se hallaba en el puente de proa, contemplando a otra multitud durmiente. Para entonces las máquinas estaban inmóviles, el vapor escapaba por las válvulas. Su profundo rugido hacía vibrar toda la noche como una cuerda de bajo. El barco temblaba.

      Aquí y allá vio una que otra cabeza que se levantaba de una estera, una vaga forma que se incorporaba para sentarse, escuchaba, adormilada, un momento, y volvía a hundirse en la arremolinada confusión de cajas, cabrestantes de vapor, ventiladores.

      Tenía conciencia de que todas esas personas no sabían lo suficiente como para advertir en forma inteligente el sentido de ese ruido extraño. El barco de hierro, los hombres de rostros blancos, todas las visiones, todos los sonidos, todo, a bordo, para esa ignorante y piadosa multitud, era igualmente extraño, tan digno de confianza como incomprensible resultaría para siempre. Se le ocurrió que el hecho era afortunado. La sola idea resultaba terrible.

      Recuerden que creía, como cualquier otro hombre lo habría hecho en su lugar, que el barco se hundiría en cualquier momento. Las planchas hinchadas, corroídas por el óxido, que contenían el océano, debían ceder fatalmente, todas de golpe, como una presa minada, y dejar entrar una inundación repentina y abrumadora. Permaneció inmóvil, mirando los cuerpos recostados, como un hombre condenado, consciente de su destino, que observa la silenciosa compañía de los muertos. ¡Estaban muertos! ¡Nada podía salvarlos! Tal vez habría botes suficientes para la mitad de ellos pero no quedaba tiempo. ¡No había tiempo! ¡No lo había! No parecía importante abrir los labios, mover pies o manos.

      Antes de poder gritar tres palabras o dar tres pasos, se vería arrebatado por un mar espantosamente blanqueado por las desesperadas luchas de seres humanos, clamorosos con sus acongojados gritos de ayuda. No había ayuda. Imaginó muy bien lo que sucedería; recorrió cada uno de los detalles, inmóvil, junto a la escotilla con la lámpara en la mano; los repasó hasta el último y atormentador instante.

      Creo que volvió a pasar por ello mientras me contaba estas cosas que no podía decir en el tribunal.

      —Vi, con tanta claridad como lo veo a usted ahora, que nada podía hacer. Eso pareció quitarme la vida de los miembros. Me pareció que tanto daba que me quedase allí, a esperar. No creí que me quedasen muchos segundos… —De pronto el vapor dejó de salir. El ruido, señaló, había sido enloquecedor.

      Pero el silencio se volvió de repente intolerable y opresivo.

      —Pensé que me asfixiaría antes de ahogarme —dijo.

      Protestó que no había pensado en salvarse. El único pensamiento claro que se formaba, desaparecía y volvía a formarse en su cerebro, era: ochocientas personas y siete botes; ochocientas personas y siete botes.

      —Alguien hablaba en voz alta dentro de mi cabeza —dijo, un poco enloquecido—. Ochocientas personas y siete botes… ¡Y no quedaba tiempo! Piense en eso. —Se inclinó hacia mí, por encima de la mesita, y yo traté de esquivar su mirada—. ¿Le parece que tenía miedo a la muerte? —inquirió con voz feroz y baja.

      Descargó la mano abierta, con un estrépito que hizo bailar las tazas de café.

      —Estoy dispuesto a jurar que no… que no… ¡Por Dios, no! —Se enderezó y cruzó los brazos; la barbilla le cayó sobre el pecho.

      El leve repiqueteo de la vajilla nos llegó, tenue, a través de los altos ventanales. Hubo un estallido de voces, y varios hombres salieron, de muy buen humor, a la galería. Intercambiaban recuerdos jocosos acerca de los burros de El Cairo. Un joven pálido y ansioso, que pisaba con suavidad, con sus largas piernas, era objeto de las burlas de un jactancioso y rubicundo trotamundos, acerca de sus compras en la feria.

      —No, de veras… ¿le parece que me engañaron hasta ese punto? —inquirió el primero, muy serio y deliberado. El grupo se alejó, dejándose caer en sillones a medida que avanzaban; se encendieron fósforos, que iluminaron durante un segundo rostros sin una huella de expresión, y la mirada chata de blancas pecheras de camisas; el zumbido de muchas conversaciones animadas por el ardor del festín me sonó absurdo e infinitamente remoto.

      —Algunos de los de la tripulación dormían en la escotilla número uno, al alcance de mi brazo —volvió a hablar Jim.

      Tienen que saber que en ese barco mantenían una guardia kalashee, todos dormían durante toda la noche, sólo se llamaba a los relevos de los contramaestres y los vigías. Sintió la tentación de aferrar y sacudir el hombro del lascar más cercano, pero no lo hizo. Algo le retenía los brazos a los costados.

      No tenía miedo… ¡Oh, no! No podía, eso es todo.

      No tenía miedo a la muerte, tal vez, pero les diré una cosa: temía a la emergencia. Su maldita imaginación le había pintado todos los horrores del pánico, el atropellamiento de la carrera, los penosos gritos, los botes inundados, todos los terribles incidentes de un desastre en el mar, que alguna vez había escuchado.

      Habría podido resignarse a morir, pero sospecho que quería morir sin pavores acrecentados, con tranquilidad, en una especie de hipnosis pacífica.

      No es muy extraña cierta disposición a perecer, pero muy pocas veces se encuentra a hombres cuya alma, acorazada en el impenetrable blindaje de la resolución, esté dispuesta a entablar una batalla perdida hasta el final, pues el deseo de paz se fortalece a medida que declina la esperanza, hasta que al cabo domina al deseo mismo de la vida. ¿Quién de nosotros no ha observado eso, o tal vez experimentado algo de ese sentimiento en

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