Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад страница 89

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

Скачать книгу

temprano, al pobre diablo. El tipo es un caballero, si no está dispuesto a que lo ayuden… Entenderá. ¡Debe entender! Esta infernal publicidad es demasiado desagradable. Se la pasa sentado con esos condenados nativos, serangs, lascars a, contramaestres, presentan testimonios suficientes como para convertir en cenizas a un hombre de pura vergüenza. Es abominable. ¿Pero qué, Marlow, no le parece, no siente que esto es abominable, no lo siente, vamos, como marino? Si se fuera, todo esto terminaría enseguida —Brierly dijo estas palabras con una animación poco común, e hizo un movimiento como para extraer su cartera. Yo lo contuve, y le declaré con frialdad que la cobardía de esos cuatro hombres no me parecía un asunto de tan gran importancia—. Supongo que usted se considera un marinero —dijo, colérico. Le respondí que eso era lo que me consideraba, y, además, abrigaba la esperanza de serlo. Me escuchó, e hizo un ademán con su enorme brazo, que parecía querer despojarme de mi individualidad y lanzarme hacia la multitud—. Lo peor —dijo—, es que todos ustedes carecen del sentimiento de dignidad; no les interesa mucho lo que se supone que son.

      Entretanto habíamos estado caminando con lentitud, y en ese momento nos detuvimos frente a la oficina del puerto, a la vista del lugar mismo desde el cual el inmenso capitán del Patna había desaparecido tan completamente como una plumita arrebatada por un huracán. Sonreí. Brierly continuó:

      —Esto es una desgracia. Tenemos entre nosotros todo tipo de personas… E inclusive algunos pillastres ungidos. Pero maldito sea, debemos conservar la decencia profesional, o no seremos más que otros tantos remendones que andan sueltos por ahí. Se confía en nosotros. ¿Entiende? ¡Se confía! Con franqueza, no me interesan un rábano todos los peregrinos que hayan salido jamás de Asia, pero un hombre decente no se habría comportado de esa manera con toda una carga de trapos viejos en fardos.

      No somos un cuerpo organizado de hombres, y lo único que nos mantiene unidos es el nombre de ese tipo de decencia. Un asunto así destruye la confianza de uno. Un hombre puede pasarse casi toda la vida en el mar sin necesidad de mostrar entereza.

      Pero cuando llega el momento de mostrarla… ¡Ahá!… Si yo…

      Se interrumpió, y con distinto tono:

      —Le daré doscientas rupias ahora, Marlow, y hable con ese sujeto. ¡Maldito sea! Ojalá no hubiese venido nunca aquí. El caso es que se me ocurre que algunos de los míos saben esto. El viejo es un párroco, y ahora re cuerdo que lo conocí en una ocasión, cuando estuve con mi primo en Essex, el año pasado. Si no me equivoco, el viejo parecía tener más bien cierto cariño por su hijo marino. Horrible. No puedo hacerlo yo… Pero usted…

      Así, a propósito de Jim, tuve una visión del verdadero Brierly pocos días antes que comprometiera su realidad y su ficción juntas, y las entregara a la guarda del océano. Es claro que me negué a entrometerme.

      El tono de ese último «pero usted» (el pobre Brierly no pudo evitarlo), que parecía sugerir que yo no era más perceptible que un insecto, me hizo contemplar la propuesta con indignación, y debido a ese desafío, o por algún otro motivo, quedé convencido en el pensamiento de que la investigación era un severo castigo contra ese Jim, y que el hecho de que éste la enfrentara —prácticamente por su propia voluntad— era una característica redentora de su abominable caso. Antes no estaba tan seguro de ello. Brierly se fue, encolerizado. En esos momentos su estado de ánimo era más misterioso para mí de lo que lo es ahora.

      Al día siguiente llegué tarde al tribunal, y me senté separado de los demás. Es claro que no podía olvidar la conversación que había sostenido con Brierly, y ahora los tenía a ambos bajo mi vista. La conducta de uno sugería un lúgubre descaro, y la del otro un despectivo aburrimiento. Pero una de las actitudes podía no ser más cierta que la otra, y tuve conciencia de que una no era cierta. Brierly no estaba aburrido, sino exasperado. Y en ese caso, era posible que Jim no se mostrase descarado. Según mi teoría, no lo hacía. Me imaginé que se sentía desesperado.

      Entonces se encontraron nuestras miradas.

      Se encontraron, y la forma en que me miró desalentó toda intención, que hubiese podido tener, de hablarle. En cualquiera de las dos hipótesis —insolencia o desesperación—, me pareció que no podía serle de utilidad ninguna. Ese era el segundo día de la investigación. Poco después del intercambio de miradas, ésta se volvió a postergar para el día siguiente. Los blancos comenzaron a atropellarse para salir. A Jim se le había dicho un poco antes que bajara, y pudo salir entre los primeros. Vi sus anchos hombros y su cabeza delineados a la luz de la puerta, y mientras yo salía con lentitud, hablando con alguien —algún desconocido que me dirigió la palabra por casualidad—, pude verlo en la sala del tribunal, apoyando ambos codos en la balaustrada de la galería, y volviendo la cabeza hacia el hilo de gente que se derramaba por los escalones. Hubo un murmullo de voces y un arrastrarse de zapatos.

      El caso siguiente era el de un ataque y agresión cometidos contra un prestamista, creo; y el acusado —un venerable anciano de recta barba blanca— se encontraba sentado en una estera, al otro lado de la puerta, con sus hijos, hijas, yernos, nueras, y, me parece, la mitad de la población de su aldea, acuclillados o de pie a su alrededor. Una esbelta mujer de piel oscura, con parte de la espalda y un negro hombro al desnudo, y con un delgado anillo de oro en la nariz, rompió de pronto a hablar en un tono agudo, gruñón. El hombre que me acompañaba la miró instintivamente. Acabábamos de pasar por la puerta, y nos encontrábamos detrás de la ancha espalda de Jim.

      No sé si los aldeanos habían llevado consigo el perro amarillo. De todos modos, allí había un perro, que entraba y salía por entre las piernas de la gente, en esa forma silenciosa y sigilosa que tienen los perros nativos, y mi compañero tropezó con él. El perro se alejó de un salto, sin un sonido.

      El hombre levantó un poco la voz y dijo con una carcajada lenta:

      —Mire a ese perro desdichado. —Y poco después nos separó un grupo de personas que se introducían.

      Me recosté durante un instante contra la pared, en tanto que el desconocido conseguía bajar los escalones y desaparecía. Vi que Jim giraba en torno.

      Dio un paso adelante y me cerró el camino. Estábamos solos; me miró furioso, con una expresión de empecinada decisión. Me di cuenta de que se me asaltaba, por así decirlo, como en un bosque. Para entonces la galería se hallaba desierta, y el ruido y movimientos habían cesado en el tribunal. Un gran silencio cayó sobre el edificio, en el cual, mucho más adentro, una voz oriental empezaba a quejarse con abyección. El perro, en el momento mismo de tratar de escurrirse por la puerta, se sentó deprisa para cazar pulgas.

      —¿Usted me habló? —preguntó Jim en voz muy baja, e inclinándose hacia delante, no tanto hacia mí sino contra mí, si entienden lo que quiero decir. En el acto respondí que no. Algo que resonaba en el tono tranquilo de él me previno que debía ponerme a la defensiva. Lo miré. Se parecía mucho a un encuentro en un bosque, sólo que más incierto en cuanto al resultado, ya que él no podía querer ni dinero ni mi vida, nada que pudiese sencillamente entregar o defender con la conciencia tranquila—. Dice que no —replicó, muy sombrío—. Pero yo escuché.

      —Algún error —protesté, desconcertado, y sin sacarle la vista de encima. Mirarle el rostro era como presenciar un cielo que se oscurece antes del trueno, la sombra que cubre de manera imperceptible a otra sombra, y la lobreguez que se vuelve misteriosamente intensa en la calma de una violencia en maduración.

      —Por lo que sé, no abrí la boca al alcance de su oído —afirmé con perfecta sinceridad. Empezaba a enojarme un poco, también yo, ante el absurdo de ese encuentro. Ahora se me ocurre que nunca en la vida estuve tan cerca de una paliza; quiero decir, en términos literales: una paliza propinada con los puños.

      Supongo

Скачать книгу