Matar y guardar la ropa. Carlos Salem

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Matar y guardar la ropa - Carlos Salem Nitro Noir

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a los costados, acaso esperaba que apareciera en su auxilio. Se pusieron en guardia y estaban muy cómicos. Yo me bajé el parche sobre el ojo izquierdo y apunté. Tony sorprendió a Soriano con un golpe en la cara, no muy fuerte, y otro en el pecho. Soriano se tambaleó y Tony retrocedió. Tensé la goma y apunté mejor. Soriano se preparó a saltar sobre Tony y él, en lugar de hacerse un ovillo, como siempre, saltó hacia delante. Se movían abrazados y Tony no podría aguantar mucho más. Apunté otra vez y la piedra voló.

      Tony cayó, llevándose una mano a la cara. Soriano salió corriendo.

      Enterré la resortera en la arena y me quité el parche. Di un largo rodeo y llegué hasta Tony como si viniera de mi casa. Lloraba. Se agarraba el ojo izquierdo con la mano. La quité y lo que vi fue una masa roja. Le tapé el ojo con el parche y lo llevé hasta el hospital.

      Perdió el ojo. Y yo perdí el parche. Ya no sería un capitán pirata. No sería nada. A Soriano lo echaron de su instituto, y durante toda la convalecencia Tony me contó que estuvo a punto de ganarle la pelea. Se entusiasmaba y sonreía, con el parche cubriendo su ojo como una medalla.

      Meses después se fue del barrio y no volví a verlo hasta diez años más tarde.

      Yo me oculté en mí. Dejé de brillar, dejé de pelear, dejé de estar.

      En secreto, me entrenaba con la resortera, y luego con un rifle de aire comprimido y luego con armas de verdad. Llegué a tener una puntería envidiable. No me importaba. Tenía la certeza de que cuando estuviera en juego algo importante, volvería a fallar.

      Participaba en torneos lejos de mi pueblo, con nombre falso, sólo para recordar quién era. Pero en mi pueblo era un chico del montón, un poco tímido y silencioso. Mi madre a veces me miraba con ganas de preguntar algo, pero luego callaba.

      Nunca supo de mis éxitos en otros pueblos, porque tiraba los trofeos a la basura antes de volver a casa.

      Yo era Juanito, el chico de los Pérez.

      Y lo fui hasta que cinco años más tarde, cerca de Madrid, mientras celebraba borracho un nuevo trofeo, Leticia me dijo que yo tenía pinta de capitán de barco pirata.

      Suena el móvil. Odio ese aparato. Atiendo sin dejar de mirar la carretera. Los niños se quejan en sueños.

      —Lo siento, Tres —dice Dos, y no lo siente una mierda—. Tienes que hacerlo. Al menos en parte. No me digas nada, sé que vas con tus hijos y no te fastidiaré las vacaciones.

      ¿De acuerdo?

      Digo algo y no sé qué es, porque me congela saber que sabe de los niños. Pero era lógico. Lo saben todo. O casi. Él sigue, conoce cada palabra que dirá:

      —Te ibas de acampada a Valencia, ¿verdad? ¿Qué más te da ir a Murcia? Al fin y al cabo, todo es costa. Hemos reservado plaza en un camping de lujo y todo lo que tienes que hacer es marcar al cliente, ver lo que hace y avisarnos si ves algo raro.

      —Pero yo no…

      —No. Tú no entregarás este pedido. ¿Conforme? Se hará cuando él se marche, a varios kilómetros de ahí, nada que te relacione.

      No puedo negarme. Pero temo que todo sea una treta y dentro de un par de días me pida que lo haga yo.

      Necesito saber.

      Pregunto, aunque no es lo adecuado:

      —¿Quién lo hará?

      —Trece. Se ofreció voluntario.

      —Es un chapucero. Disfruta. Ya sabes.

      —¿Prefieres hacerlo tú?

      Me da las señas del camping, cerca de Cartagena, y un número.

      Es la matrícula del cliente. Cuando te dan la matrícula es que tienes que cargarte al conductor. Me parece que Dos paladea mi incomodidad, aunque dudo que sepa lo que es disfrutar de algo. Me informa:

      —Está todo pagado, desde luego. Diviértete. Felices vacaciones.

      Cuelga.

      No necesito apuntar el número de la matrícula.

      Lo conozco de memoria.

      Yo pagué ese coche.

      Es el coche de Leticia.

coleccion capítulo-1

      —A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa, chaval —me decía siempre el viejo Número Tres.

      A su modo, me quería. Pero era un modo de mierda. Él me enseñó el oficio, después de reclutarme.

      Él me explicó que se mata mal cuando dudas, porque las balas lo saben.

      Había matado a tanta gente que cuando le tocó a él, sus últimas palabras fueron para puntuar la eficacia del asesino.

      —Nueve puntos con cincuenta —dijo. Y murió. Lo sé porque yo lo maté.

      A veces lo echo de menos.

      —A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa —me decía siempre. Se burlaba de unos prejuicios que yo nunca expresaba. Pero el viejo Número Tres era un perro viejo y no se le escapaba nada:

      —Matar, mata cualquiera, Treinta y tres. Lo difícil es el equilibrio. Los que gozan matando, los que se empalman cuando matan, no son buenos, porque comprometen sentimientos, ¿entiendes? Empalmarse es un sentimiento…

      —Querrás decir que es una sensación…

      —Quiero decir un sentimiento. Cuando yo me empalmo, mi mujer se pone a llorar, Treinta y tres.

      Me llamaba Treinta y tres, supongo que ese era mi número entonces en el escalafón de la Empresa. Aunque en ocasiones pensaba que era una broma cruel por mis pretensiones frustradas de ser médico.

      No llegué a eso.

      Cuando conocí a Leticia, me enamoré de su alegría, de sus ganas de vivir.

      Y de su culo. Me encantaba cómo reía su culo.

      La conocí una noche, en una pelea en una discoteca. Yo estaba borracho y solo, aunque como había ganado el campeonato de tiro al blanco, me rondaban varias chicas del lugar. Me pasaba algo extraño. Hervía por dentro. Supongo que eran las hormonas. Por primera vez en mucho tiempo, ganar me había enardecido, aunque no lo demostraba. Bebía. Miraba a la gente. Bebía más. No vi llegar a Leticia ni al rubio. El rubio también estaba borracho pero además venía furioso. Era la promesa local para el campeonato de tiro, pero se alteró tanto cuando vio que lo superaba con facilidad que falló varias veces y acabó sexto. Ser sexto jode cantidad. Le gritaba a la chica del culo sonriente. Le retorcía el brazo y le volvía a gritar. Y los que estaban alrededor miraban hacia otro lado. De pronto, la barra de la discoteca fue la cubierta de una goleta y el rubio un oficial odioso, seguramente inglés. Le agarré una mano y lo hice girar. Me miró, burlón. Yo seguía

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