Matar y guardar la ropa. Carlos Salem

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Matar y guardar la ropa - Carlos Salem Nitro Noir

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caerme. Estaba bastante borracho. Las fuerzas se equilibraron porque algunos se pusieron de mi parte y se armó una gran pelea. Leticia dice que yo reía como un corsario y volaba de un lado a otro, repartiendo golpes y botellazos.

      Eso lo decía antes, cuando me contaba la pelea.

      Hace años que no recuerda esa pelea.

      El resto fue menos nebuloso. La policía que llegaba y ella que me sacó de allí y la casa de una amiga donde hicimos el amor por primera vez, por segunda vez, por tercera vez, hasta perder esa noche la cuenta de las veces. Por momentos me parecía que todo se movía un poco alrededor. Pero es lo que se siente cuando estás en alta mar y con las velas desplegadas.

      Leticia era hija de la eminencia del pueblo.

      Un cirujano célebre que mantenía la consulta local por motivos sentimentales, pero que trabajaba en los mejores hospitales de Madrid.

      El rubio al que le partí la cara era su novio y estaba en segundo de Medicina.

      Llegó a ser un neurocirujano conocido.

      Yo me quedé en visitador médico.

      O algo así.

      —A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa —me decía siempre el viejo Tres—. Los que matan y luego se lamentan son como esas putas que lloran después de haber cobrado. Para matar bien, hay que olvidarse de todo menos de la bala. El blanco es móvil, vale, pero es un blanco. Si te pones a pensar que tiene familia y todo eso, acabas errando el tiro y lo jodes más, porque tarda en morir o lo tienes que rematar. Lo mejor es dejarse de chorradas, apuntar y, ya que te vas a cargar al tío, hacerlo rápido y bien.

      —¿En qué fallo, yo? —le preguntaba.

      —En nada, chaval, eso es lo malo. Matas bien, le atinas a una mosca en los cojones a cien metros. Pero yo te veo la cara en el momento en que vas a disparar. Y veo que en ese momento te sientes otro, como si no fueras tú el que jala el gatillo. Eso te puede joder, Treinta y tres. No se puede matar y guardar la ropa. Apuntas. Piensas: voy a disparar y él va a caer y no se levantará. Y luego disparas. Entonces cae. ¿Ves qué fácil?

      Cambiar de ciudad es lo mejor si quieres ser otro diferente del que eres. O volver a ser el que pudiste ser. Dos meses después de conocer a Leticia yo vivía en Madrid y estaba matriculado en Medicina. Era fácil. Había vuelto a ser el chico brillante y admirado o algo así. Caía bien a los profesores, a los compañeros, hasta al padre de Leticia.

      —Este joven llegará lejos —dijo cuando me conoció. El padre de Leticia no regalaba elogios. Nunca.

      Mis calificaciones eran buenas y yo quería creer que lo de la Medicina iba conmigo. Que estaba hecho para eso.

      —Hay gente destinada a salvar vidas y tú eres uno de ellos —me dijo el padre de Leticia cuando acabé primero de carrera.

      Si él supiera.

      En segundo se confirmó mi condición de joven promesa y el padre de Leticia aconsejó que nos casáramos, que él financiaría mi carrera y la de ella, y que era una pena que un chico tan brillante tuviera que trabajar en lugar de centrarse en los estudios.

      —Considéralo una inversión —dijo.

      En tercero y cuarto coseché matrículas de honor y en quinto dejé la facultad y entré a trabajar en unos laboratorios, como visitador médico. Acababa de nacer la niña, y Leticia me miraba buscando en los espejos la sombra del capitán pirata del que se había enamorado.

      Yo volvía a ser el apocado, el del montón, el que la Madre vio esta mañana en el ascensor de un edificio de la Castellana.

      Habían pasado diez años desde el solar abandonado detrás del instituto.

      Había vuelto a encontrar a Tony, en la Facultad de Medicina.

      Llevaba un parche en el ojo.

      Juraría que era el mismo parche.

      —A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa —me decía siempre el viejo Tres. Yo sabía que era un borrachín y un putero. Y que era el mejor asesino que hubo nunca.

      Pero no sabía que fuera un jodido adivino.

      Porque hemos llegado a destino, falta poco para que amanezca, y el camping al que me han mandado para que vigile la muerte inminente de Leticia es un camping nudista.

      Los niños duermen como ángeles. Esperaré a que amanezca, aparcado junto a la entrada. Desde aquí, el camping parece un paisaje en sombras de gigantescas setas coloridas. Juraría que se oyen los ronquidos acompasados de los gnomos naturistas que habitan las tiendas. ¿Dormirán en pelotas los nudistas? Encaja en el estilo de Leticia traerse a su nuevo amor a un camping nudista de cinco estrellas.

      ¿Cómo será él?

      Como era yo, supongo. Aunque no recuerdo bien cómo era.

      De hecho, ella me habló alguna vez de este sitio, o de uno parecido, cuando estábamos juntos. Encaja en su estilo.

      Lo que no encaja en el estilo de Leticia es que alguien quiera matarla.

      Alguien que no haya estado casado con ella, digo.

      Ni que ese alguien consiga la atención de una empresa como la mía, sea cual sea.

      No matamos a cualquiera.

      Y no somos baratos.

      Siguen durmiendo y puedo fumar empujando el sol con el humo, apoyado en el morro del coche. Tiene que ser un error. Eso, un número equivocado en la matrícula que Dos me dictó. Aunque el modelo y el color del coche coincidían. Y Número Dos no se equivoca. ¿Una broma macabra, tal vez? Imposible: el Dos no sabe lo que es una broma. No tiene sentido del humor ni del amor. Nunca nos hemos visto cara a cara. Yo siempre trataba con el viejo Número Tres, hasta que Dos me llamó y me encargó matarlo. A veces imagino su cara, su aspecto, y lo veo escueto, seco, con cara de palo y brazos de rama. Sin raíces. Un árbol de la muerte, un contable de bajas que reportan dinero y un almacén lleno de asesinos eficaces esperando la orden. Creo que estas muertes no son para él más que entregas de pedidos, cantidades para el balance, sin sangre, ni dolor ni llanto.

      El Número Dos nunca hubiera aprobado lo del parque del Retiro.

      Aunque eso fue lo que me puso en el camino de su organización.

      Si no hubiera sido por el parche, aquella mañana en la Facultad no hubiera reconocido a Tony. Habían pasado diez años desde que lo perdí de vista y de pronto estaba ahí, con veinticuatro años y gordo como una bola. Eso me extrañó. Cuando éramos niños, juramos no engordar jamás y no admitir en nuestro barco a ningún tripulante gordo. No me sorprendió hallarlo en Medicina, porque además de primer oficial de mi barco pirata, de pequeño Tony soñaba con ser médico.

      —¿Quién iba a confiar en un cirujano tuerto y gordo? —dijo aquella vez, hace casi quince años.

      No estudiaba allí. Tony trabajaba para una multinacional que surtía de material sanitario e higiénico a hospitales, ministerios y universidades de toda Europa. Lo contó sin amargura. Él vendía las servilletas de papel con las que se limpiaban los morritos las niñas pijas

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