Matar y guardar la ropa. Carlos Salem

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Matar y guardar la ropa - Carlos Salem Nitro Noir

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hablando y bebiendo hasta la noche. Leticia había dejado la facultad ese año, después de nacer la niña, y pasaba unos días en la casa de campo de sus padres. Yo planeaba acelerar mi carrera presentándome por libre a varias asignaturas anticipadas.

      Tony me felicitó por la paternidad y celebramos el reencuentro.

      Estaba jodido, muy jodido. Y al mismo tiempo se lo veía radiante.

      Era y no era el Tony de siempre. Un Tony al cuadrado.

      Esa noche, cuando íbamos por el sexto whisky, me lo contó:

      —La idea llegó hace cinco años, cuando murió mi abuelo, ¿lo recuerdas? El pobre agonizó durante meses. Y lo que más lo humillaba no era la espera, sino la indefensión, el ridículo cuando tenía que ir al baño. Odiaba esos artilugios que te colocan en los hospitales, decía que ya que iba a perder la vida, por qué coño le quitaban también la dignidad. Y me hizo prometerle que inventaría algo más práctico. Yo siempre fui un manitas para las cosas mecánicas, ¿te acuerdas? Y le di vueltas al asunto durante años. Hasta que todo encajó.

      Brindamos por eso.

      No lo entendí muy bien, aunque me dibujó unos diagramas en servilletas de papel. Era como un váter químico pero hermético que el enfermo podía manejar sin ayuda. Lo novedoso era el tamaño reducido del artefacto, su forma discreta y el proceso de destrucción de las heces y lo demás. Era ecológico y terriblemente barato. Se le iluminaba la cara al hablar de su invento. Se acabarían los problemas para los ancianos y enfermos, y todo gracias a su abuelo. Porque Tony había patentado el dispositivo incluyendo el nombre de su abuelo:

      —¡Todos los viejos del mundo podrán tener su Teo-doro!

      El abuelo de Tony se llamaba Teófilo.

      Brindamos por el Teo-doro. Y en la copa número diez, ¿o fue en la doce?, se derrumbó. Estaba perdido y asustado. Para realizar el prototipo de su invento pidió el apoyo de su empresa y se lo negaron. Recurrió a un prestamista que, de pronto, tenía urgencia por cobrar y era un tipo peligroso, lo había amenazado de muerte. Además, de pronto, su empresa le quería comprar el invento por una buena suma.

      —Asunto resuelto, entonces —dije—: vendes, pagas y te sobra una pasta para instalarte por tu cuenta. ¡Brindemos por eso!

      —No entiendes, Juan. ¡Quieren comprar la patente del Teo-doro para impedir que se fabrique! Como es barato y duradero, se les acaba el gran negocio de los hospitales, la renovación de material cada año, todo eso…

      Sentí pena por Tony.

      Y supe que tenía que hacer algo por él.

      Me contó que a la tarde siguiente, a las cuatro, estaba citado con el prestamista en el estanque del Parque de El Retiro, pero que lo iba a mandar a la mierda; ahora que había vuelto a encontrarme se sentía otra vez un pirata y nadie lo asustaría. Supe que el prestamista no se dejaría convencer, porque la conexión con la empresa era clara. Según Tony, fue uno de sus jefes el que lo puso en contacto con el usurero. Tony, gordo y con parche en el ojo, no tenía mucho que hacer.

      Pero no le dije nada.

      Esa noche, solo en casa y antes de dormirme, tracé el plan. A la tarde siguiente falté a clase y me fui a El Retiro una hora antes de la hora de la cita. El tipo también llegó temprano. Porque tenía que ser él: grande y tosco, amenazador incluso cuando miraba a los patos escuálidos que aburrían el agua. Me recordó a Soriano y un solar abandonado junto al instituto, diez años antes. Tony llegó enseguida y venía muy nervioso. Daba igual: yo estaba allí, llevaba una gorra que me cubría la cara y fingía leer. Estaba a unos cien metros de ellos. Mi plan era simple: seguiría al prestamista cuando se separasen, lo alcanzaría antes de que dejara el parque y lo mataría. Así de sencillo. Ahora que lo pienso, no sentí la menor duda o prejuicio moral al respecto, aunque entonces aún no había matado a nadie. Igual tenía razón el viejo Número Tres cuando decía que yo había nacido para el oficio.

      Nadie relacionaría a Tony con la muerte del prestamista y era poco probable que me atraparan. Pero si me tocaba caer, fingiría un arrebato de locura o algo así. Si la empresa estaba detrás, dejarían en paz a mi amigo. El Teo-doro sería todo un invento, pero no era tan importante como para verse mezclados en un asunto así.

      En el morral, limpia y aceitada, llevaba mi pistola de competición. Hacía un año que no participaba en torneos, pero mi puntería seguía intacta. Lo sabía porque periódicamente mi suegro me hacía protagonizar exhibiciones de tiro al plato en su casa de campo.

      —Tiene puntería de cirujano —se ufanaba ante sus amistades.

      Y todos aplaudían.

      Tony y el gigante hablaban. Tony razonó con él y hasta irguió la espalda para demostrar que no le tenía miedo. El otro se rió en su cara.

      No sé por qué Tony hizo aquello.

      Estiró la mano hacia arriba y le pegó una bofetada.

      Y otra.

      Y otra más.

      El tipo se quedó pasmado pero pude ver cómo se sacudía, miraba al parque desierto y sacaba una navaja enorme. Mi mano voló al morral o la pistola saltó hasta mi mano, no lo recuerdo. Avanzó para apuñalar a Tony y disparé. Al principio pensé que había fallado, porque estaba lejos y no fue el tipo el que cayó, sino Tony. Volví a disparar y el gigante se derrumbó, con una bala en la cabeza. La gente empezó a acercarse y caminé sin prisa en dirección contraria, hacia la salida más alejada. Rodeé corriendo el parque y, cuando volví a entrar, ya había llegado la ambulancia. Nadie se fijó en mí. Minutos antes El Retiro parecía desierto, pero al olor de la tragedia ajena habían brotado de la sombra docenas de parejas y estudiantes y jubilados. Al grandote se lo llevaron en una bolsa cerrada. Ya no amenazaría a nadie.

      Rogué que la puñalada de Tony no fuera muy profunda.

      No era una puñalada.

      Mi primer disparo no había fallado del todo.

      Se lo llevaron desmayado, con una bala en la pierna izquierda. Aunque tenía los ojos cerrados, juraría que me miró desde el parche, hasta que se cerró la puerta de la ambulancia. Pero eso era imposible.

      Tony perdió la pierna y la policía no lo vinculó con la muerte del prestamista. Se daba por hecho que sólo era la víctima casual de un ajuste de cuentas con el tipo, que tenía antecedentes por robo y extorsión. Durante la convalecencia repetía todo el tiempo que si no llega a ser por la interrupción anónima, hubiera derrotado al gigante:

      —¡Ya lo tenía, Juan, ya lo tenía!

      Cuando estaban por darle el alta, dejé de visitarlo y no volví a verlo. Aunque durante un tiempo estuve pendiente de la suerte de mi amigo. Al final, vendió la patente de su invento por una suma cuatro veces mayor que la primera oferta.

      La empresa obsequió a Tony con una pierna ortopédica de primera calidad y mientras duró su recuperación pusieron a su disposición una silla de ruedas motorizada ultramoderna y única en el mundo.

      Llevaba incorporado un dispositivo que nunca salió al mercado.

      Un Teo-doro.

      Esperar aquí. A que amanezca. Siempre que llovió, paró,

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