Amor por accidente. Marion Lennox

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Amor por accidente - Marion Lennox Jazmín

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Dios!

      ¿Seguro que se encontraba bien? Movió los pies para ver si notaba algún dolor. Y al ver que no le dolían, pensó que quizá fuera porque los había perdido con el choque.

      –El coche está echando humo –le advirtió ella–. Quizá sería mejor que saliera usted.

      Sí, efectivamente. De pronto, Tom se dio cuenta de la gravedad del asunto. Si él entendía de algo, era de incendios. Tenía que salir de allí cuanto antes. Pero…

      –No creo que pueda salir por su puerta. Su coche está empotrado en la camioneta. Creo que tendrá que intentar salir por el otro lado.

      Él trató de mover las piernas y vio que estaban ilesas. Luego, vio que el rostro de la mujer aparecía detrás del cristal del copiloto.

      –¿Puede usted llegar hasta aquí?

      –Creo que sí.

      Pero le fue más fácil decirlo que hacerlo. Porque, con su más de uno ochenta de altura y su fuerte complexión, era demasiado grande para deslizarse entre aquellos pequeños asientos.

      –¿Puedo ayudarlo?

      Ella se inclinó para ayudarlo, pero entonces su rostro se contrajo por el dolor.

      –Lo siento, creo que no puedo inclinarme así. Será mejor que vaya por un extintor a la camioneta.

      Oyó un gemido de la mujer y trató de darse prisa en salir, preocupado por ella.

      Dos minutos más tarde, y después de toda clase de contorsiones, consiguió salir del coche.

      No había ni rastro de ella. Quizá lo hubiera soñado todo. Pero no era posible. Tenía un chichón enorme en la cabeza, y a aquella mujer estaba seguro de haberla visto. Así que trató de pensar dónde podía haberse metido.

      Aparte de los dos vehículos, no había nada más alrededor. Aquella era una carretera desierta y solo se veía un cercado cerca de allí con unas pocas cabezas de ganado.

      –¿Dónde está usted? –llamó a voces, caminando unos pocos pasos.

      Entonces, su pie tropezó con algo, pero no era la mujer, sino un perro. Para ser exactos, una perra, y preñada. Y aquella había sido la causa del accidente, recordó.

      La perra no se movía. ¿La habría golpeado? Parecía que no, ya que no tenía ninguna herida. La perra estaba muy delgada, salvo por su barriga hinchada por el embarazo.

      Tom se arrodilló y la acarició.

      –Tranquila, chica, no quiero hacerte daño. Pronto te sacaremos de aquí, pero antes tengo que encontrar a esa mujer.

      La perra lo miró con tristeza, pero no se movió lo más mínimo.

      Tom no podía perder más tiempo, así que se incorporó. Tenía que encontrar a aquella mujer.

      Tenía que estar en alguna parte.

      –¿Hay alguien ahí?

      Se sintió estúpido hablando en alto a la nada.

      –¿Dónde diablos se ha metido usted?

      –Estoy… estoy aquí.

      La mujer salió en ese momento de la camioneta, llevando en las manos un extintor casi tan grande como ella. Dio dos pasos en su dirección y luego pareció que se iba a caer, pero él llegó a tiempo de sujetarla.

      Por su trabajo, Tom Bradley estaba acostumbrado a reaccionar rápidamente en las emergencias. Así que la sujetó y luego la levantó en brazos, llevándose la sorpresa de que aquella mujer estaba tan embarazada como la perra que acababa de ver.

      Más aún. Al tomarla entre sus brazos, la mujer volvió a gemir de dolor.

      –Lo… lo siento. Por favor, déjeme en el suelo. Estoy bien.

      –Se volverá a caer.

      –No, ya estoy bien. Ha debido de ser el extintor, que pesa demasiado.

      –¿Seguro que está bien?

      –De verdad que sí.

      Tom sintió que la barriga de ella se movía.

      Ay… Él se dedicaba a atender emergencias, pero las mujeres embarazadas no eran su especialidad.

      –¿Está usted segura de encontrarse bien? –preguntó de nuevo sin quitar ojo al vientre de ella, que parecía estar palpitando.

      –Estoy bien –ella lo miró con determinación–. De verdad. Me subí a la camioneta yo sola, así que deje de mirar a mis gemelos y póngame en el suelo.

      Gemelos… ¡Por el amor de Dios!

      –No, señora, no la dejaré en el suelo, a menos que encuentre un sitio seco.

      –Entonces, lléveme a la camioneta.

      –¿A la camioneta?

      –Por si no se ha dado cuenta, apenas ha sufrido daños –dijo ella con tono áspero. Estaba empezando a impacientarse–. Aunque no gracias a usted. ¿Es que siempre conduce como un loco con este tiempo?

      –Fue por la perra.

      –¿Qué perra?

      –La que había en medio de la carretera. No quería atropellarla.

      –Y en vez de a la perra, decidió atropellarme a mí.

      –Lo siento, pero…

      –Pues en la autoescuela, a mí me dijeron que nunca diera un volantazo para evitar un animal –dijo ella con severidad, y sus enormes ojos comenzaron a brillar–. Me dijeron que si te desviabas era más probable que los atropellaras, ya que ellos no sabían hacia dónde girarías. Pero claro… –la mujer soltó un suspiro– eso me lo dijo una mujer. Es decir, una persona sensata –comentó ella con una sonrisa maliciosa.

      –No me diga –replicó Tom sin poder evitar sonreír mientras observaba fascinado el rostro de aquella mujer.

      –Pues sí –pero entonces la sonrisa desapareció y el rostro volvió a contraerse por el dolor.

      –Sin duda, está usted herida.

      –No. Es solo… que me duele la espalda. Y ya me dolía antes del accidente. Creo que es por los gemelos.

      –¿Los gemelos?

      –Usted ya los estuvo observando. ¿O es que no se ha dado cuenta de que estoy embarazada?

      –Sí que me di cuenta. Por cierto, ¿no estará usted ya de parto, verdad?

      –No, todavía faltan tres semanas para que salga de cuentas y mi médico me dijo que el parto no se iba a adelantar.

      –¿Seguro?

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