Amor por accidente. Marion Lennox

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Amor por accidente - Marion Lennox Jazmín

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no dijo nada más al ver la expresión de sus ojos. Había levantado el auricular y estaba escuchando… Luego colgó y volvió a escuchar.

      Lo intentó de nuevo.

      Nada. Se notaba por su cara que no oía nada.

      –No hay línea –dijo, mirando el teléfono como si este lo hubiera traicionado.

      –Cobarde –exclamó ella, fingiendo alegría.

      En realidad, un examen médico no le habría venido tan mal.

      –Habrá sido la tormenta. Ya no puedes llamar a la ambulancia.

      –No, y tampoco puedo llamar a un mecánico para que arregle el coche. Ni a un veterinario. ¿Te das cuenta de que estamos aislados? Esa camioneta nunca podrá llevarnos a la ciudad más cercana.

      –No, pero… –la sonrisa de Rose se apagó. Se tocó de nuevo la espalda–. No importa… seguramente… Quiero decir que se pasará pronto. Arreglarán la línea.

      –¿Dónde está tu familia? ¿Y tu marido?

      –No tengo… familia.

      ¡Nadie! ¡No podía ser que ella viviera en aquel lugar completamente sola!

      Tom sintió ganas de preguntar algo más acerca de su marido, pero no lo hizo.

      –¿A qué distancia está tu vecino más cercano?

      –Lo más cercano es una granja abandonada. Su dueño está desaparecido. No hay teléfono y lleva años abandonada. Hacia el norte está el Parque Nacional, y no hay nadie. La granja habitada más cercana está a diez kilómetros y, aunque llegáramos hasta allí, tienen la misma línea telefónica que yo. Si en este teléfono no hay línea, tampoco la habrá en el de ellos.

      ¡Debía de estar de broma!

      –¿No has pensado que podía ser un poco insensato vivir a diez kilómetros del vecino más próximo cuando estás esperando mellizos?

      –No soy estúpida –replicó–. Voy a alquilar una habitación en la ciudad. Voy a irme la semana que viene, hasta que dé a luz.

      –Bueno, eso es de gran ayuda ahora.

      –No voy a dar a luz todavía.

      –Ya –el hombre tomó aire y trató de calmarse.

      Bueno, quizá no fuera a dar a luz en ese momento. ¡Ojalá! Pero…

      –¿No tienes un manual o algo así? ¿Un libro de primeros auxilios ¿Algo así como Cirugía para principiantes?

      –Sí, tengo un libro –admitió–. Aunque insisto en que no creo que sea necesario. Ya te he dicho que no voy a dar a luz todavía.

      –Yo no estoy tan seguro –insistió él mientras llenaba el cazo de agua y lo ponía sobre el fuego. Luego, fue hacia la perra–. Y por la forma del vientre de Yoghurt, diría que ella también va a dar a luz en seguida.

      –¿Ahora?

      –Los perros se ponen nerviosos cuando notan que van a dar a luz y tratan de buscar un lugar adecuado. Por los espasmos que está teniendo, ese momento ha pasado. Por eso quizá es por lo que se quedó en medio de la carretera sin moverse, incluso cuando yo le ordenaba que se moviera. Estaba nerviosa y no encontraba ningún lugar tranquilo y seco. Hasta ahora, me imagino. Yo diría que va a ser su primera camada. Parece que le están pasando cosas que no entiende.

      Como confirmándolo, en ese instante un espasmo recorrió el cuerpo de la perra. Tom le tomó la cabeza entre las manos y la miró a los ojos.

      –Oye, muchacha, no te preocupes. Tranquila.

      –¿Cómo sabes todo eso? –preguntó Rose desde el sofá.

      –Tuve una perra cuando era niño –lo dijo con un tono de voz seco y Rose supo que era mejor no preguntar nada más–. Creo que en este momento llega uno –añadió.

      El rostro de Tom se suavizó de repente.

      –¿Es un perrito?

      –Espero que sea un perrito. Si es un gato, tendremos problemas. ¿Dónde tienes el libro?

      –Mi libro es de consejos sobre respiración y métodos para tranquilizar –afirmó Rose–. No dice lo que hay que hacer si el perrito se convierte en un gatito. Luego lo leeremos. Por ahora, me apetece mirar.

      Tom frunció el ceño al ver que la chica se levantaba y se arrodillaba a su lado.

      –Te he dicho que te quedaras en el sofá.

      –¿Y que me pierda el parto? Eso no puede ser.

      –Tú vas a tener tus propios hijos muy pronto. Y será inmediatamente, si no haces lo que te digo.

      –Ya te he dicho que faltan tres semanas.

      –Rose…

      –Mira, llega un cachorro.

      Yoghurt hizo un gesto de dolor y luego dio un suspiro profundo. Luego, hizo otro gesto de dolor y el primero de los cachorros se deslizó y cayó sobre el cojín de Rose.

      –Está estropeando los cojines –dijo Tom con suavidad.

      Aunque a Tom no parecía importarle, sino que estaba totalmente concentrado en el cachorro y en quitarle la membrana que cubría su pequeño hocico. En teoría, eso tenía que hacerlo la madre, pero Yoghurt estaba muy cansada y faltaban más cachorros por llegar.

      –Mi cojín habrá muerto haciendo un buen servicio –exclamó Rose, que, como Tom, no dejaba de mirar el pequeño hocico humedecido del recién nacido–. ¿No es precioso? No puedo imaginar un honor mayor para mi cojín…

      La muchacha se detuvo. Otro cachorro salía en ese momento.

      Durante diez segundos, Tom solo se preocupó por ayudar a que saliera el otro cachorro. Luego, miró de nuevo a Rose.

      Esta se había sentado y tenía las manos colocadas en el suelo. Tenía gotitas de sudor en la frente y los ojos llenos de miedo.

      –Oh, no… –susurró.

      –No –dijo Tom–. ¡No!

      –Me… me temo… –dijo con voz débil.

      Y todo su valor desapareció. Extendió las manos en un gesto de ruego y Tom las agarró.

      Ella las apretó como si se estuviera ahogando.

      –Ya vienen. Mis hijos también están en camino.

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