Amor por accidente. Marion Lennox
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–Pues entonces no contradiga al mío. Si él dice que no nacerán hasta dentro de tres semanas, es porque no nacerán hasta esa fecha.
–¿Y cree que sus hijos estarán de acuerdo?
–Seguro que sí. Por cierto, ¿qué está haciendo?
–La estoy llevando a la camioneta.
–Pero… –él la dejó en el asiento del copiloto, el parabrisas estaba milagrosamente intacto–. Bueno, no sé si esto va a servir de algo.
–¿Qué quiere decir?
–Que aquí no me mojo, pero no creo que podamos ir muy lejos. Alguien ha aparcado su coche justo delante de mi camioneta.
Él sonrió.
–Sí, deberían hacer algo para controlar dónde aparca la gente sus coches. Además, con todo el sitio que hay para aparcar en esta zona…
–Pues sí. Además, yo llegué primero.
–Lo siento, señora. Intentaré hacerlo mejor la próxima vez. Es evidente que mi profesor de la autoescuela tampoco me enseñó a aparcar.
–Sea como sea, creo que vamos a necesitar una grúa.
–Sí, pero lo que más prisa corre es solucionar lo del humo –parecía que la mente ya se le había despejado y que podía pensar correctamente–. Usted quédese aquí y cuide de esos gemelos. Dígales que está lloviendo y que lo mejor es que no salgan todavía.
–Pero…
–No hay nada que discutir –Tom agarró el extintor y corrió hacia el coche–. Usted quédese aquí.
Tenía que apagar el fuego cuanto antes. Si su Alfa Romeo se quemaba, también se quemaría la camioneta.
Gracias al extintor no le fue difícil apagar el posible incendio. Aunque con lo que estaba lloviendo, casi no le habría hecho falta.
Tom pensó en qué era lo siguiente que debía hacerse.
Decidió que, antes que una grúa, necesitaban una ambulancia, porque por mucho que aquella mujer insistiera en que aún faltaban tres semanas para el parto, él no estaba tan seguro.
¿Pero cómo avisar a una ambulancia? Él había decidido no llevar su teléfono móvil durante las vacaciones para asegurarse de que iba a pasar un mes tranquilo.
Sin embargo, en ese momento, se arrepentía de no tenerlo encima. No se veía ninguna casa por los alrededores. De hecho, no recordaba cuánto hacía que no veía ninguna granja al lado de la carretera.
¿Y a qué distancia estaría el pueblo más cercano?
Se metió en el coche y sacó el mapa de carreteras. Según este, Kingston estaba a una hora de Weatheby, y habían pasado por Kingston haría una media hora. Por otra parte, aquellas eran las únicas ciudades donde habría un hospital con maternidad.
Oyó un quejido a sus pies y entonces se acordó de que también la perra necesitaba ayuda.
–Vaya, lo siento, chica. Casi me había olvidado de ti –se acercó a la perra y la levantó en brazos, sin que esta ofreciera ninguna resistencia.
Tom se dirigió a la camioneta y dejó a la perra sobre el asiento del conductor.
–Aquí le traigo algo de compañía –le dijo a la mujer–. Parece que a esta dama también le duele la espalda.
–¡Santo Dios! –exclamó la mujer–. ¿Es esta… ?
–Sí, esta es la culpable del accidente y está también preñada. Así que no sé cómo salir de este lío. ¿No tendrá usted un teléfono móvil?
–No. Además, aquí no habría cobertura de todos modos. Pero podemos llamar desde mi casa –luego la chica se acercó al animal–. Oh, no… Parece exhausta…
–¿A qué distancia está su casa?
–Como a un kilómetro y medio de aquí –dijo en voz baja mientras acariciaba las orejas de la perra y esta apoyaba la cabeza sobre la rodilla de la mujer.
–¿Kilómetro y medio?
–Más o menos. En cuanto escampe un poco, podremos ir dando un paseo.
–Pero usted no puede ir andando en su estado.
Ella se quedó pensando unos instantes y, finalmente, pareció admitir que llevaba razón.
–¿Y qué propone entonces?
Ambas, la mujer y la perra, se volvieron hacia Tom y lo miraron con sus ojos muy abiertos. Las dos parecían confiar en él.
–Está bien, ya se me ocurrirá algo –dijo él, cerrando la puerta de la camioneta.
Pero no era tan sencillo encontrar una solución. Con aquella lluvia, apenas si podía ver lo que había a su alrededor.
Se quitó el agua de los ojos. Maldita sea, tenía que haberse cortado el pelo en Rockford. Los mechones de pelo oscuro que le caían sobre la frente ya le molestaban cuando tenía el cabello seco, así que con el pelo húmedo apenas podía ver.
Se dirigió a la parte delantera de la camioneta y vio que su coche estaba empotrado contra el morro del vehículo.
El Alfa Romeo estaba destrozado, pero a la camioneta no parecía haberle ocurrido nada grave. Se agachó para comprobar que las ruedas estuvieran bien. Luego, comenzó a apartar los pedazos del coche que habían quedado sobre el capó de la camioneta, mientras la perra y la mujer lo observaban a través del parabrisas.
Diez minutos después, pudo comprobar que el motor de la Dodge estaba intacto y que al radiador tampoco le había sucedido nada. Así que posiblemente la camioneta podría andar, a pesar de que se había pinchado uno de los neumáticos.
El eje de la rueda también estaba dañado, de manera que no podría cambiarla. Pero como la casa de esa chica estaba solo a un kilómetro y medio, Tom confió en poder llegar.
Al fin y al cabo, ¿qué podía pasar? ¿Que la camioneta se estropeara aún más? Había que actuar rápidamente. Si no, tendría que ser él quien asistiera los partos personalmente…
Así que cinco minutos después, con una perra preñada sobre las piernas y una mujer embarazada a su lado, puso en marcha el motor y rezó para que pudieran llegar.
Ella vivía en una granja muy bonita. El paisaje, al atardecer, debía de ser precioso. Había dos hileras de sauces a ambos lados del camino que conducía a la casa, y en el jardín había plantados varios rosales, de manera que olía maravillosamente.
–Esta es mi casa –dijo la mujer cuando aparcaron frente a ella.
Tom se fijó en que estaba muy pálida y tenía el rostro contraído por el dolor.
–¿Quiere usted entrar? –le propuso, y Tom se dio cuenta de que