Cielos de plomo. Carlos Bassas Del Rey
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Читать онлайн книгу Cielos de plomo - Carlos Bassas Del Rey страница 14
El recuerdo del cuerpo abierto de Víctor me hizo sentir un temblor.
«Ni un paso atrás, Miquel».
—Además de rata, mentiroso.
Le había desafiado, y no lo iba a dejar pasar.
—Los bolsillos —me ordenó.
Caí en su enredo como un principiante.
El primer puñetazo me alcanzó la sien con las manos en el pantalón. Fue un martillazo seco al que acompañó un instante de oscuridad. Una vez en el suelo, me ovillé sobre el pequeño montón de desechos que había amortiguado mi caída. El cadáver de un gato que aún conservaba algo de piel sobre la calavera me dedicó una sonrisa grotesca; al igual que yo, había vivido tiempos mejores, aunque, a juzgar por su avanzado estado de descomposición, los suyos quedaban bastante lejos.
Durante el rato que duró la paliza, lo único que fui capaz de vislumbrar fue un rayo de sol que jugueteaba entre la maraña de piernas que me golpeaban sin cesar. Por un momento, pensé que se trataba del mismísimo arcángel san Miguel que acudía en mi ayuda con su brillante espada flamígera en la mano; después recordé a Víctor, su cuerpo inexpresivo sobre aquella mesa, y me vi tumbado a su lado con la cara tumefacta, la cabeza abierta y las ropas trizadas.
«Nadie te echará de menos», pensé.
De hecho, la única persona que podría hacerlo ya estaba muerta; yacía a mi lado pendiente de que alguien abriera una herida en la tierra para arrojarnos juntos en su interior.
—Basta —dijo el rubio—. Esta es mi casa, ¿te enteras? Ahora ya puedes ir a llorarle al maricón de tu jefe. Sus palabras encerraban un mensaje claro: nadie del Distrito IV estaba dispuesto a que el Maestro y el Monjo reclamaran parte de sus calles.
No sé cuánto tiempo permanecí allí tirado. Varios viandantes pasaron junto a mí, pero ninguno hizo ademán de acercarse, mucho menos de pararse para ver si aún conservaba un hilo de vida. Así era esta ciudad: la gente moría abandonada en sus calles sin que nadie hiciera nada, al menos hasta que los cuerpos empezaban a pudrirse y algún vecino se quejaba.
Me incorporé valiéndome de la pared y sentí un calor húmedo en la palma. Alguien se había desahogado sobre la piedra y el resultado seguía aún fresco. Vomité un par de veces y me sequé los restos de orín y bilis en el pantalón; tenía la cara llena de sangre, la ceja partida, la nariz fuera de sitio y el labio abierto. La cosa no debía de andar mucho mejor por dentro; me costaba respirar, y cada vez que ensanchaba el pecho para coger aire, una punzada de dolor se cebaba conmigo. Me palpé el costado y noté una concavidad en la parte baja del costillar. Asustado, me levanté la camisa para observar el destrozo y comprobé cómo mi cuerpo se había abollado como una vieja lechera. En mi boca se mezclaban el sabor del barro con el de la sangre y la derrota. Necesitaba un médico cuanto antes. Recé para que Monlau estuviera en casa, y para que tanto el portero como el mayordomo se apiadaran de mí y decidieran darle aviso de mi estado. De lo contrario, sería otro cadáver recostado en una fachada.
Un muerto anónimo más al que nadie lloraría.
Un nuevo Víctor.
Cuando recobré el sentido, me hallaba en el salón principal de la casa de don Pedro. Me habían tumbado sobre un diván de tapicería amarilla y listones plateados —una cosa de lo más refinada pero del todo incómoda— en cuyo extremo había tallada una gran piña cuyas hojas no dejaban de incordiarme.
Las puntas del bigote del doctor Mata me rozaban la frente a intervalos. Su piel olía a perfume y su bigote a fijador. No fue hasta ese momento cuando pensé en mi propia fetidez, que debía de resultarle insoportable; mis ropas, mi rostro y mis manos acumulaban sustancias que no me apetecía recordar. Mata, sin embargo, no parecía molesto en absoluto. Imaginé que, debido a su profesión, habría estado expuesto a humores más glutinosos que los que ahora le regalaban tanto mi indumentaria como mi propia anatomía.
El olor a muerte del osario acudió a mi memoria. De no ser porque nos hallábamos muy lejos de allí, hubiera jurado que seguíamos atrapados entre sus cuatro paredes.
Traté de incorporarme para no echar a perder el mueble, pero el doctor me retuvo.
—Estese quieto.
—Le han dado una buena paliza —intervino Monlau, cuya presencia me había pasado desapercibida hasta el momento—. Está ciudad es cada día más insegura. Si no morimos de cólera, tifus o fiebre amarilla, lo haremos en algún bombardeo o porque nos acabaremos matando los unos a los otros. ¡Los barceloneses tenemos la marca de Caín!
Volvía a lanzar una de sus arengas, solo que esta vez nadie le escuchaba. No le faltaba razón, no obstante: la vida en las calles valía menos que un retal de algodón.
—¿Cómo se encuentra, Expósito? —se interesó al fin.
—Miquel —logré articular.
El hombre me miró con los ojos abiertos, tanto que, esta vez sí, temí que me echara a patadas. Pero, en lugar de eso, dejó escapar una carcajada.
—¿Alguna novedad?
Me dolía el labio, así que me limité a negar con la cabeza. Ninguno de los dos me preguntó por lo sucedido. Así era como yo, como la gente de mi condición, solucionaba sus problemas, debían de pensar.
—Quizá Andreu haya logrado averiguar algo —dijo mientras consultaba su reloj.
Aun en mi estado, pude distinguir que se trataba de una magnífica pieza de plata con doble numeración. Me hubieran dado un buen pellizco por él.
—Ha tenido usted suerte. La costilla no parece haber perforado el pulmón y la nariz solo está desplazada —me informó Mata, que seguía escrutando mi rostro—. Pero esto le dolerá.
Ni siquiera tuve tiempo de prepararme antes de que asiera el apéndice y lo enderezara.
—Es probable que tenga una conmoción. Debe descansar.
Recliné la cabeza y cerré los ojos.
Víctor yacía de nuevo a mi lado. De pie junto a él, una figura embozada le abría el vientre con delectación, pero el pobre no gritaba, sino que se dejaba hacer. Traté de alargar el brazo para detener el bisturí, pero tampoco yo podía moverme, tan solo observar cómo aquel carnicero hacía su trabajo. En cuanto hubo terminado, limpió la hoja con un paño y se acercó a mí. Sentí su mano posarse en mi tripa y buscar el punto exacto por el que abrirme la carne mientras, esta vez, los doctores Monlau y Mata observaban sus evoluciones con sumo interés. Cualquier atisbo de resistencia por mi parte era inútil; allí tumbado me sentía como una marioneta deshilada, el sacrificio humano a unos dioses desconocidos a quienes no les importaba lo más mínimo.
El aullido germinó en lo más profundo de mi vientre, se abrió paso por mi tracto digestivo y alcanzó finalmente la garganta.
Angustia, miedo, dolor, muerte.
Los tres se giraron sobresaltados.
Miedo,