Cielos de plomo. Carlos Bassas Del Rey
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Cielos de plomo - Carlos Bassas Del Rey страница 13
La llegada de la criada aligeró la tensión. Traía un plato repleto de melindros junto a la jarra de chocolate. Andreu mojó la punta de un bizcocho y se lo llevó a la boca. Decidí imitarle. La repentina mezcla de dulce y acre hizo que mi lengua, que toda la boca se me estremeciera de placer. Aquella delicia no se parecía en nada al mejunje que había probado en alguna de las chocolaterías del barrio.
—Creo que puedo ayudar —intervino Mata—. Por su destreza, yo descartaría a los alumnos de los primeros cursos y empezaría por los de último año.
—¿Cuántos son? —preguntó Andreu.
El doctor consultó los papeles.
—Cinco.
—Está bien —asentí—. Pero necesitaré que los señale para mí.
Por un momento pensé en pedirle que les cosiera un trozo de cinta a una de las mangas, tal como hacían los que compraban la protección de Tarrés, pero no me imaginaba al doctor practicando labores, por no decir que semejante excentricidad implicaría que hasta el más despreocupado se diera cuenta de la circunstancia.
Ya idearía otro modo.
—Una última cosa —añadió Andreu—. El artilugio con el que los mataron, ¿es fácil de conseguir?
—Más bien diría que todo lo contrario —aseguró Mata—. El uso terapéutico de hirudíneos se conoce desde muy antiguo, pero la sanguijuela artificial es más cara y ofrece peores resultados. No conozco a ningún sangrador que las use, tampoco a ningún médico aquí.
Andreu asintió, ligeramente contrariado. La sola posibilidad de poder quedar excluido le espantaba.
—No se preocupen. Si alguien comercia con ellas en Barcelona, le encontraré.
VI
El Real Colegio de Cirugía, un edificio de lo más solemne —acorde, supuse, a los asuntos que allí se trataban—, estaba ubicado en la calle del Carmen. La casa-fábrica de La Gònima y los lavaderos del Padró quedaban una cuarta más allá, y justo detrás del complejo hospitalario en el que estaba enclavado, se alzaba La Barcelonesa, otro leviatán cuyos brazos habían estrangulado Sant Agustí Nou y amenazaban con alcanzar la ruina del antiguo convento de los Trinitarios, donde, según se rumoreaba, algunos planeaban levantar un nuevo teatro.
Era territorio del Mussol.
Aún quedaba un rato para que acabaran las clases de la mañana, de modo que decidí regresar a la Rambla. Sin saber cómo —ese humor negro que habita nuestro interior y toma el control de nuestros designios—, acabé frente a la Misericordia. Nunca he sido dado a sentimentalismos, pero algo se me removió al verla junto a la puerta, aquella boca desdentada cuya única función era la de devorar a las criaturas recién nacidas que nadie más quería. Debo reconocer que, a lo largo de los siete años que había pasado interno en la Caridad, había fantaseado acerca de quiénes serían mis padres. Quizá incluso me los había cruzado por la calle algún día, la criada que se me había quedado mirando aquella mañana —acaso reconociendo algún rasgo, una frente ancha, una nariz chata, unas orejas salidas—, el señor que había acelerado el paso sin saber que era el fruto de su carne; o quizá sí; quizá intuyendo al bastardo había puesto pies en polvorosa no fuera a reclamarle algún real.
Poco importaba ya.
Mis padres estaban muertos y mi única familia era la Tinya.
La ayuda que había solicitado a Mata consistía en que, antes de terminar las lecciones que se había ofrecido a impartir a los alumnos de último curso —el director había aceptado de inmediato, por supuesto, el doctor era una eminencia—, rayara la espalda de sus chaquetas con tiza para que, al salir, pudiera identificarlos de lejos. Uno por día. Eso era todo lo que podía abarcar mientras esperaba la respuesta a mi solicitud de ayuda por parte del Consejo.
A la altura del Tridentino, el aroma de las flores comenzó a abrirse paso entre la peste a excrementos. Las voces de un grupo de ramelleres[4] que había acudido a vender su género frente al colegio trataban de imponerse al sonsonete de cocheros, carros, carretas y cascos herrados que conformaban el eco diario de la ciudad; un murmullo que solo cesaba entrada la noche, cuando lo único que alteraba el silencio era el canto de los serenos y de algún que otro borracho.
Sus ramos de claveles, hortensias, olivillas y alhelíes constituían una agradable pincelada de color en medio de una ciudad de calles marrones y hombres grises. Me detuve frente a un cesto y rocé la punta de un clavel, como si así pudiera llevarme parte de su frescor y alegría conmigo. Quizá por eso no me di cuenta de que me seguían hasta que fue demasiado tarde. Me había dejado invadir por la mentira de que era un paseante más, el recadero que procura que el camino de regreso a la tienda sea siempre más largo que el que le llevó a destino.
Así somos los seres humanos, dados a engañarnos.
«En la calle, siempre cuatro ojos, Miquel», me pareció escuchar a Víctor reprendiéndome entre el barullo. Apreté el paso y descendí en busca de la seguridad de mi distrito, pero paseantes, repartidores y vehículos parecían haberse conjurado en mi contra a medida que avanzaba con el alma en vilo y la lengua fuera. Por un instante, creí haberlos despistado, pero a la altura de la Cuatro Naciones volvía a tenerlos encima.
Aproveché el pequeño atasco formado por un landó detenido frente al hotel para escabullirme. El mozo que bajaba uno de los baúles —una cosa de lo más ostentosa— se trastabilló y a punto estuvo de dar con él en el suelo ante la mirada del dueño, que no dudó en atizarle con su bastón, lo que acabó por precipitar la desgracia. Todos sus enseres quedaron desparramados por la calle, momento que unos aprovecharon para sustraer lo que pudieron y otros, regodeándose en la desgracia ajena —en especial cuando se trataba de la de alguien pudiente—, disfrutaron en silencio.
Me dieron caza a la altura del carrer d’en Aray.
Eran del IV.
Dos eran mayores que yo, altos y fuertes, en especial uno de cabellos rubios, largos y sucios; el tercero no tendría diez años, pero la calle le había cambiado las facciones y parecía un boxeador en miniatura.
—¡Mira qué tenemos aquí! Una rata —dijo el de la melena—. ¿Qué hacías en nuestro territorio?
—Tengo permiso del Consejo.
—El Consejo, ¿lo habéis oído? Dice que no es una rata, que tiene permiso nada menos que del Consejo.
Los tres estallaron en risas.
Al ver lo que sucedía, algunos viandantes apretaron el paso. No querían líos.
Autómatas.
—Es la verdad.
«En las calles, el miedo te mata, Miquel. Aunque sean más. Aunque sean más fuertes. Jamás les dejes ver tu miedo».
La algarabía cesó de pronto, como si hubieran respondido a una señal convenida.
—¿Sabes qué? No te creo.
—Tú verás.
Ninguno