Cielos de plomo. Carlos Bassas Del Rey
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De todos los fosos intramuros, aquel era el más tétrico. Quizá se debiera a su absoluta desnudez, o a que a él iban a parar los despojos de los ajusticiados, maleantes, pordioseros, vagabundos y huérfanos de la ciudad. Algún día, aquel triste descampado sería también mi última morada.
Lo único que identificaba las tumbas era un hito de madera —la mayoría estaban podridos— incrustado en la cabecera de cada cárcava. Ni siquiera se molestaban en excavar un túmulo en condiciones, demasiado trabajo para muertos tan poco ilustres, lo que los convertía en cenotafios sin nombre, una condena para que aquellos que habían hecho el mal en vida erraran como espectros sin identidad hasta el fin de los tiempos.
El depósito de cadáveres, en cuyo sótano se ubicaba el osario, estaba situado en uno de los extremos del muro que lo circunvalaba, más por evitar miradas curiosas que por decencia. Se trataba de una casilla de piedra de una sola planta y tejado a dos aguas anexa a la parte trasera del claustro del convento de los Felipones. El encargado, un tipo de cabeza redonda, brazos gordos, piernas gordas, manos pequeñas y gordas y dedos cortos, sucios y gordos, nos esperaba con un farol en la puerta. Decenas de minúsculas venas rojas le surcaban el rostro —aunque el fenómeno era más pronunciado en la nariz y los pómulos—, como si toda su mollera fuera una gran bola de cristal agrietado.
—Llegáis tarde —pronunció como único saludo—. Vuestro amigo os espera desde hace un rato.
Intercambiamos una mirada de desconcierto, pero antes de que pudiéramos abrir la boca, desapareció dejándonos huérfanos de luz y amparo. En cuanto pusimos un pie en el interior, descubrimos la figura de un hombre de patillas profusas y un gran bigote veteado. Su indumentaria era tan parecida a la de Monlau que podrían haber salido del mismo sastre; cualquier otro parecido, sin embargo, terminaba allí, empezando por su prestancia.
Don Pedro no pudo ocultar su sorpresa —junto a cierta inquietud— al verle, pero una vez recuperado del trance, le tendió la mano.
—Doctor Mata.
—Monlau.
Ambos guardaron un prolongado silencio tras el saludo, como si cada uno esperara a que el otro diera el siguiente paso.
—Te hacía en Madrid —tomó la iniciativa don Pedro. Al fin y al cabo, aquel era su terreno. O eso pensé.
—He venido a pasar unos días —obtuvo por única respuesta.
Más tarde supe por Andreu que aquellos dos hombres habían sido buenos amigos, pero que habían tenido ciertas desavenencias —muy airadas en realidad, como solo pueden tenerlas aquellos que han compartido intimidades— con motivo del apoyo de El Constitucional a la regencia de Espartero. Habían trabajado juntos en El Vapor, habían estado en el exilio y, al regresar, habían decidido refundar el diario, cerrado por sus diatribas. Pero sus preferencias políticas los habían llevado por distintos derroteros, hasta el punto de romper su amistad.
Monlau, que a pesar de haberse retraído en su presencia, tampoco era manco, insistió.
—¿Y puedo saber a qué se debe tu interés por estos cuerpos? —Su tono era ahora tan gélido como el ambiente.
—Simple curiosidad.
Una vez más, la respuesta no le satisfizo, pero al fin pareció entender que sería la única que iba a recibir por el momento.
Terminado el tanteo, el sepulturero colocó un par de velas en sendos faroles lagrimeados de cera.
—Síganme.
Nuestra presencia —más bien la de aquellos dos tipos de chaqueta buena, camisa impoluta y pantalones rectos— le incomodaba. El pobre había roto a sudar, por lo que supuse que no estaba acostumbrado a recibir visitas tan ilustres —más bien de ningún tipo, al menos de nadie con la sangre aún caliente—; habíamos invadido su soledad y no le gustaba un pelo.
En cuanto accedimos a la sala principal, el estómago se me encogió por el frío y la aflicción. El suelo, de losas desiguales, estaba cubierto de tierra y paja, y las paredes, desabrigadas del encalado que las había cubierto un día, rezumaban humedad. La mayoría de los sillares habían sido invadidos por colonias de mohos, hongos y líquenes, a lo que había que sumar los chorretones producidos por la lluvia que se filtraba por las juntas ajadas. Algunos parecían el pelaje de un gato.
Tres cuerpos reposaban expuestos como carne en el mercado. Dos de ellos estaban desnudos, mientras que el tercero vestía un blusón sucio y unos pantalones raídos, en los que se había hecho todas las necesidades. Tenía los ojos saltones y la boca abierta, por la que le asomaba una lengua abotargada. Me fijé finalmente en su cuello, en el que aún podía verse, notoria, la marca del garrote.
—Una auténtica chapuza —dejó caer el sepulturero para conjurar aquella mueca que parecía burlarse de él.
El segundo correspondía al vagabundo al que se había referido Andreu.
El tercero era el de Víctor.
Tuve que taparme la boca para retener el vómito que me había subido desde el estómago. Al igual que a su compañero de mesa, le habían remendado el vientre con puntadas de hilo de pita, groseras y funcionales, en un intento vano por devolver cierta dignidad al cuerpo, pero no había servido de mucho.
Monlau acercó el farol, provocando que su luz desplazara las tinieblas hacia un rincón.
—¿Alguien tiene un cuchillo?
Mata sacó un estuche de madera lacada del interior de su chaqueta. Monlau rechazó el ofrecimiento —no sabría decir si por respeto o por miedo— y, acto seguido, le dedicó un gesto no exento de cierta mofa.
—Usted es el cirujano.
Mata esquivó el ademán con elegancia.
—He venido como mero observador.
Hacía falta mucho más para alterar su humor.
Monlau abrió el estuche, que contenía varios bisturíes de hoja menuda y afilada, y escogió uno a regañadientes. Lo alzó —el instrumento temblaba en sus dedos—, se acercó al cadáver y empezó a cortar las suturas. Mata le observaba como si la cosa no fuera con él, los brazos cruzados a la espalda y la mirada ajena —eso pensé— a sus evoluciones. Hasta que, una vez expuesta la cavidad, algo llamó su atención.
—¿Me permite?
Don Pedro, que había logrado al fin dominar la ansiedad, le cedió la herramienta a regañadientes. Mata se inclinó sobre el cadáver y observó el interior durante un buen rato, hasta que sus cejas se contrajeron arrastrando consigo al resto de la frente.
—¿Qué sucede?
—Este hombre ha sido diseccionado, aunque al responsable aún le queda alguna cosa por aprender. Pero el trabajo es, sin duda, de mérito.
—¿Y la marca? —señaló Andreu.
El doctor alzó la mirada en busca del sepulturero que, atento a su demanda, se acercó para voltear el cuerpo. Al pasar junto a mí, pude percibir la