Cielos de plomo. Carlos Bassas Del Rey

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Cielos de plomo - Carlos Bassas Del Rey HarperCollins

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Aunque no habíamos tenido mucha relación en vida, lo allí expuesto no se le parecía en nada, y lo único que me procuró la visión de aquella carne consumida fueron unas pesadillas horribles.

      —¿Para qué?

      —Tienes mucho que aprender aún —respondió. Después me hizo una seña—. Acompáñame.

      El interior olía a tabaco y sudor, y la decoración había vivido tiempos mejores. Todo, el suelo, las paredes y el exiguo mobiliario —incluso la ropa de la mayoría de los parroquianos— había adquirido una extraña tonalidad uniforme. Monlau seguía con el dedo en alto. Su figura era imponente, con su corbatín de cuatro vueltas, la chaqueta azul, el chaleco bordado sobre una camisa de un blanco impoluto, los pantalones ceñidos con trabillas, los zapatos lustrosos y una soguilla de oro con un dije en forma de tórtola al cuello. Lo que más destacaba en él, sin embargo, eran sus lentes, pequeñas y redondas, que le conferían un aspecto de lo más curioso, entre el de un intelectual y el de un cómico, sin llegar a decantarse por lo uno o lo otro en ningún momento. Con el tiempo supe que, además de gacetillero, era médico, crítico literario y escritor, y que había formado parte de la Junta de Derribo que había echado abajo parte de las murallas de la Ciudadela hacía unos meses.

      Un cliente se puso en pie animado por el discurso:

      —¡Bien dicho, don Pedro! ¡Abajo las murallas!

      —¡Señores, por favor! —los interrumpió el dueño, un viejo estibador de musculatura flácida. No quería que las cosas se encendieran más de la cuenta y los militares le cerraran el local.

      A pesar de que el café de la Constància era el punto de reunión de lo que quedaba de las milicias ciudadanas y, por tanto, territorio seguro para los más exaltados, la Capitanía General solía infiltrar informadores en cafeterías y tabernas para identificar a futuros alborotadores. No era para tomárselo a broma.

      Andreu aprovechó el momento en el que Monlau se sentaba, exhausto tras la arenga, para abordarle:

      —¿Puedo hablar un momento con usted, don Pedro?

      El hombre le observó de arriba abajo. No lo hizo con desprecio, sino con una curiosidad sincera, hasta que al fin le reconoció.

      —¡Andreu! Bienvenido.

      —Este es Miquel —me presentó—. Es amigo del chico al que han encontrado muerto esta mañana en Sota Muralla.

      Esta vez fui yo el objeto de su escrutinio —menos disimulado y más reprobatorio—, tras lo que nos invitó a sentarnos.

      —¿Un chico muerto? No he oído nada.

      —Asesinado —matizó Andreu, que sabía cómo despertar su interés.

      Tal y como había previsto, la puntualización hizo mella en él. Pero Andreu no había terminado, y lo que dijo a continuación me dejó perplejo:

      —Y no es el único.

      —¿Qué quieres decir? —Monlau le prestaba ya toda su atención.

      Andreu paseó la mirada por nuestros rostros. No cabía duda de que sabía cómo contar una historia —el giro dramático, la pausa, la revelación posterior—, y de que no siempre disfrutaba de un público tan entregado.

      —También ha aparecido un vagabundo asesinado en idénticas circunstancias junto a la Puerta de Mar.

      No podía tratarse de una casualidad. La cercanía de ambos enclaves así lo sugería.

      —¿Y qué circunstancias son esas? —inquirió Monlau.

      Hasta aquel instante no me di cuenta de que tampoco yo las conocía en detalle; me había bastado con saber que Víctor estaba muerto, que alguien le había acuchillado y había dejado su cuerpo abandonado como si fuera un desecho más. Así era la calle, cruel: un golpe mal dado, una trifulca, una paliza, un navajazo… y se acabó.

      —Con el vientre abierto y las tripas fuera de sitio —soltó Andreu.

      No pude reprimir un sentimiento de horror, primero, de asco, después; la expresión de Monlau, en cambio, parecía cada vez más cercana al interés científico que al espanto. Algo en la expresión del gacetillero, sin embargo, me dijo que se callaba algo.

      —Y luego está lo de la marca.

      —¿Qué marca? —Monlau acababa de enredarse del todo en su trampa.

      —Al encontrar el primer cuerpo, Jaume, el sereno, un tipo de lo más despierto, debo decir, no le dio importancia, pero en cuanto descubrió la misma impronta en el segundo, me dio el aviso —señaló frotándose las yemas de pulgar, índice y corazón—. Estoy convencido de que los asesinó la misma persona, pero debo ver los cuerpos para asegurarme… y no tengo un real.

      —Veo que sigues con tus viejos hábitos —señaló don Pedro. En esos momentos no supe a qué se refería, si a la habitual falta de dinero de Andreu o a su afición por lo grotesco. Quizá a ambas—. Y, claro, nadie lo investiga —afirmó a continuación.

      Era tan consciente como nosotros de que, por muy extraña y salvaje que hubiera sido, la muerte de dos desheredados no le importaba a nadie. La ciudad había alcanzado un grado crítico: la población crecía sin control, las condiciones de vida eran cada día más extremas y el aire, irrespirable; las calles apestaban a basura, a podredumbre, a heces, descomposición y muerte. Eso era Barcelona: un gran orinal, el caldo de cultivo perfecto para que crecieran y se propagaran todo tipo de enfermedades. Si alguien había decidido empezar a eliminar vagabundos, pordioseros y pedigüeños, no iban a ser ni el Cuerpo de Vigilancia, ni el Ayuntamiento ni, mucho menos aún, los militares quienes lo impidieran.

      —Muy bien. Veré qué puedo hacer.

      La niebla ocupó las calles como si el vapor de las chimeneas que despuntaban como modernos campanarios por toda la ciudad hubiera descendido a los infiernos como una maldición en lugar de elevarse a las alturas como una plegaria. Barcelona era una urbe de cielos bajos en invierno, lo que aumentaba la sensación de apretura que uno sentía al desplazarse por sus calles, y el miedo a que llegara un día en el que aquella techumbre plomiza, ahíta al fin de emanaciones, se desplomara sobre nuestras cabezas hacía que muchos deambularan encogidos.

      Don Pedro nos esperaba frente al Palacio Episcopal. El edificio, una mole de cuatro plantas que destacaba por la simetría de sus balcones y la belleza de sus murales, ocupaba una de las esquinas de la plaza Nueva. Semejante denominación no era más que un eufemismo, porque aquel espacio —más bien un minúsculo óvalo en el que confluían las principales calles del distrito— distaba mucho de ser lo que evocaba. A pesar de ello, constituía un desahogo en medio de la maraña caótica de vías que se dirigían a la catedral. A su derecha se alzaba la casa del Arcediano, con la que la construcción diocesana compartía un detalle significativo: ambos palacetes habían integrado en su gruesa anatomía dos de las viejas torres que custodiaban la entrada a la ciudad más antigua. El resto del espacio lo cerraban varios edificios de viviendas con las fachadas cuarteadas y los bajos enfangados.

      La berlina de don Pedro se había detenido junto a un par de coches de plaza, lo que había desatado una pequeña trifulca entre los conductores. El doctor trataba de mediar asegurándoles que se trataba de su vehículo personal y que no tenía intención de robarles a ningún cliente, pero sus formas se vieron pronto rebasadas por el grosor de algunas de las expresiones. Estaba

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