Cielos de plomo. Carlos Bassas Del Rey

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Cielos de plomo - Carlos Bassas Del Rey HarperCollins

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de los más transitados—, un auténtico oasis de luz y color en medio de un trazado medieval laberíntico y oscuro. Aquel paseo representaba todo lo que la ciudad aspiraba a ser —pero aún no era—: una urbe moderna, próspera y debidamente urbanizada, como si unas piedras aquí y allá pudieran sacudirnos de encima un provincianismo que llevaba siglos pegado a nuestra piel.

      Rebasada la fuente del plano, torcimos por el carrer Arolas, un callejón mugriento y apestoso en el que solían reunirse los pobres de solemnidad. Fue como si el sol hubiera ennegrecido de repente. Pero todo cambió al llegar a la calle Fernando.

      Tras su apertura definitiva, el tramo que llegaba hasta la Alcaldía ciudadana alcanzaba las trescientas varas de largo y las dieciséis de ancho, lo que la había convertido en la vía comercial favorita de los ricos. Debido a ello, varios de los comercios más selectos se habían trasladado hasta aquella nueva ubicación dejando a las calles del Call y Escudillers huérfanas de crinolinas, tules y muselinas. Sus dueños aseguraban que aquella ubicación era mucho más adecuada para su delicada clientela, especialmente en invierno, ya que quedaban a resguardo del viento que descendía por la Rambla y hacía tiritar a más de uno.

      No tenía muchas oportunidades de transitar por aquellos lares, de modo que aminoré la marcha para echar un vistazo a las maravillas que se agolpaban tras las vidrieras —cosas que jamás poseería— y a los propios establecimientos, alguno de los cuales —aprovechando que el Ayuntamiento llevaba varios meses colocando el nuevo alumbrado a lo largo del paseo— había decidido instalar fanales de gas incluso en su interior.

      Inspiré y retuve el aire. Quería disfrutar de aquel momento todo lo posible. El estruendo de la ciudad, de habitual insidioso, comenzó a enmudecer; las voces de los paseantes, los gritos de los vendedores y cocheros, el paso de los caballos, el ajetreo de las carretas de las que tiraban, el zarandeo de las mercaderías que brincaban en su interior… Incluso el frío y los olores se atenuaron, trasladándome lejos de allí. Hasta que Salvador hizo añicos la ilusión con un tirón de manga.

      —Víctor era muy cuidadoso, le conocías tan bien como yo —dije.

      —Lo sé. Pero no podemos descartar nada. Lo único seguro es que nadie moverá un dedo para averiguar qué ha pasado.

      Tenía razón. Éramos la morralla de una ciudad que, con la vista cada vez más puesta en Europa, se avergonzaba de sus huérfanos.

      —¿Crees que ha podido ser uno de los nuestros? —le solté a bocajarro.

      Alzó la cabeza y observé el miedo en su rostro, la misma angustia ante la posibilidad de que el culpable fuera alguien a quien ambos conocíamos.

      Pero no contestó.

      No podía.

      No quería.

      II

      Las calles estaban atestadas de los mismos incautos de siempre, pero nadie de los nuestros hizo mucho negocio aquel día. Mientras permanecía de pie en mi puesto —mi zona asignada, el Barrio Nueve, era un rectángulo formado por las calles Rech, Montcada, Asahonadors y la plaza del Borne—, pensé en si me había equivocado; en si la muerte de Víctor podía haber sido cosa de la Ronda: una mala mirada, un intercambio subido de palabras, un sisar por error la bolsa a un recién protegido, aunque dudaba de que alguien tan experimentado como él hubiera cometido semejante error.

      Algunos burgueses y comerciantes, cansados de la sangría a la que se veían sometidos a diario, se avenían a pagar un canon mensual a Tarrés a cambio de protección, lo que los convertía en intocables. Todos sabíamos quiénes eran, de modo que, de ser el caso, el cuerpo de Víctor se pudriría bajo tierra y nadie movería un dedo por vengarle.

      Todo el mundo agacharía la cabeza.

      Todos callarían.

      Menos yo.

      Cuando entras en la Tinya, haces un juramento de sangre, pero aquella mañana yo hice otro. Uno más sagrado: fuera quien fuese el culpable, pagaría con la misma moneda. Y a tales efectos me procuré una buena navaja pastora, algo tosca de mango y sin virolas, pero que, llegado el día, cumpliría con un buen destripamiento. Para tal fin se la había sustraído a un vendedor ambulante, más pendiente de una criada que de su propio género, cerca de la plaza de la Lana. El pobre debía de creer que tenía alguna posibilidad, aun con su ojo vago y su boca vacía; ni siquiera el rictus de profundo desagrado —de asco más bien— de la chica le había disuadido de seguirla con la mirada mientras le regalaba cierto gesto obsceno. Por suerte para mí, sus ínfulas de seductor habían redundado en mi beneficio.

      Y allí estaba yo, con aquel instrumento de muerte recién sisado en la cintura, cuando le vi venir. Se abría paso entre carros, puestos y viandantes con aires de señorito. Él sí era todo un seductor. Nena, criada o señora con la que se cruzaba, nena, criada o señora a la que dedicaba una amplia sonrisa, siempre correspondida en distintos grados. Pero a pesar de su buen porte y andar estudiado, no podía disimular que tanto su calzado como sus pantalones, la camisa y la chaqueta, elegante pero gastada, eran de ropavejero.

      Se llamaba Andreu Vila, un gacetillero con ínfulas al que había proveído de información —y alguna que otra cosa menos confesable— más de una vez. Desde que le habían echado de El Constitucional, malvivía escribiendo folletines y ciertas novelitas de marcado carácter pornográfico con seudónimo. Eso sí, aún conservaba alguna que otra amistad entre las élites, masculinas y femeninas. Porque si algo caracterizaba a Andreu era su instinto de supervivencia: no le importaba si quien le requería en su salón —o en su cama— era señora o señor, amo o criada.

      —He oído por ahí que un sereno se ha topado con un muerto esta mañana. ¿Qué sabes? —me preguntó mientras paseaba un maravedí por los nudillos.

      Su otra especialidad eran los relatos de cordel y las historias de crímenes, cuanto más escabrosos mejor. «A la gente le gusta la desgracia ajena, chaval, qué le vamos a hacer», solía decir.

      —Nada —contesté.

      —Sería la primera vez.

      —Siempre hay una primera.

      —Raro, porque el cuerpo ha aparecido en vuestro territorio.

      No me apetecía que la muerte de Víctor acabara deleitando la mente oscura de alguno de sus lectores.

      —Pues será —contesté con la intención de zanjar el asunto, por mucho que fuera consciente de que mi negativa alimentaría aún más su interés.

      —Le conocías. —Cayó al fin.

      No hizo falta que le dijera nada. Cada uno carga con la pena a su modo. A unos se les descubre nada más verlos, a otros, en cambio, apenas se les intuye; y luego están aquellos que logran enterrarla junto a la caja. Yo era de los primeros por aquel entonces.

      —Está bien —dijo mientras me deslizaba la moneda en el bolsillo—. Hagamos un trato: si tú me ayudas, yo te ayudo. Piénsatelo.

      Sopesé la oferta mientras se alejaba. Sabía que, más temprano que tarde, otro le proveería de la información, y aunque Salvador no lo vería con buenos ojos, estaba dispuesto a todo para averiguar quién había matado a Víctor. Andreu Vila conocía aquella ciudad y las almas que la habitaban —sus deseos, sus anhelos y secretos, sus miserias— mejor que nadie, e iba a necesitar toda la ayuda posible.

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