Cielos de plomo. Carlos Bassas Del Rey

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Cielos de plomo - Carlos Bassas Del Rey HarperCollins

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de nuevo —saludó Monlau.

      Me toqué la frente. Sudaba y tenía escalofríos; Mata hubiera dicho que por la fiebre, pero yo sabía que se debía a otra cosa.

      El miedo.

      Me puse en pie con las pocas fuerzas que me quedaban y me reuní con ellos, momento que Andreu aprovechó para continuar el relato dejado a medias:

      —Como les decía, esta mañana he estado en la Aduana. Tengo a un amigo allí. Me ha dado un listado de los barcos procedentes de Cuba y Puerto Rico que han atracado en el último mes: derrotero, carga, tripulación… Todo corriente excepto en uno de ellos, el Gregal. Arribó hace cuatro días y traía un pasajero. Según figura en el libro del capitán, se llamaba Alberto Guiteras.

      —Y crees que es nuestro desconocido —señaló Monlau.

      El gacetillero asintió. Seguía manteniendo sus dotes de sabueso intactas.

      —El barco aún no ha zarpado, así que he podido hablar con alguno de los marineros. Todos han coincidido en la descripción. Y en que Guiteras no era ningún vagabundo. Embarcó en La Habana y disponía de camarote propio, pero apenas salió de él. Viajaba con poco equipaje y nadie le esperaba al llegar. Su escasez de pertenencias me ha hecho suponer que no pensaba quedarse mucho, y el hecho de que nadie acudiera a recibirle, que debió de alojarse en algún hotel, de modo que he preguntado en los principales, pero no ha habido suerte.

      —Si quería pasar desapercibido, lo más probable es que buscara algún tipo de establecimiento más discreto —apuntó Mata.

      Andreu asintió de nuevo. Era perro viejo, tanto como el propio doctor.

      —Mañana realizaré una búsqueda por fondas y casas de huéspedes.

      —Debemos dar con su alojamiento. Quizá sus cosas aún sigan allí y puedan aclararnos algo —señaló Monlau.

      —¿Y si se inscribió con nombre falso? —apunté.

      —De ser así, será imposible dar con él —intervino Mata.

      —No tanto —puntualizó Andreu—. Tenemos su descripción, conocemos su fecha de entrada y sabemos que no habrá vuelto por allí desde hace dos días.

      —¿Algo sobre la sanguijuela? —inquirió entonces Monlau.

      Andreu negó con la cabeza.

      —Nadie en Barcelona parece comerciar con esos artefactos.

      —Quizá provenga del extranjero —señaló Mata—. Al igual que nuestro desconocido.

      Sentí una ligera zozobra. Tanto para Andreu como para Mata y Monlau, el asunto había pasado de ser la investigación por la muerte de dos desheredados a una pesquisa por el asesinato del tal Alberto Guiteras, alguien, al parecer, más cercano a su clase. Víctor ya solo me interesaba a mí. Aunque debo reconocer que, en cierto modo, el hecho de que Guiteras no fuera quien parecía ser en un principio jugaba a mi favor: estaba seguro de que, a partir de ese momento, ninguno de los tres ahorraría esfuerzos por averiguar la verdad, aunque solo fuera sobre su misteriosa muerte.

      Regresé a la cueva dolorido y con cierto malestar en el ánimo. Mata había hecho un buen trabajo con mi nariz, y el vendaje que me comprimía el pecho mantenía las costillas en su sitio, pero el dolor era difícil de enmascarar. Tanto como la tristeza.

      Todos dormían menos Salvador, que me esperaba despierto, aunque ensimismado.

      —¿Qué ha pasado? —preguntó nada más verme.

      —Me topé con unos del IV.

      —¿Cuándo?

      —Esta mañana, en Capuchinos.

      —¿Cómo eran?

      —El que mandaba era un tío alto, melena rubia y ojos marrones.

      —Hijo de puta.

      —¿Le conoces?

      —Se llama Joan. Es un sargento del IV.

      —¿Tienes trato con él?

      Salvador agitó la cabeza. El tipo no era santo de su devoción.

      —Estuvo en la cárcel por darle una paliza a un guardia. Casi lo mata.

      —Pensé que no lo contaba.

      —¿Te dijo algo?

      —Que recordara de quién era ese territorio.

      Salvador tensó los músculos de la mandíbula.

      —¿Qué está pasando? —quise saber.

      Su respuesta me erizó el vello de la nuca.

      —Esta mañana, Martí y el Maestro han dado orden de ocupar las calles del III y el IV hasta la Rambla.

      Estábamos en guerra, y yo había sido su primera víctima.

      [4] Nombre por el que eran conocidas las vendedoras de flores que iban a ofrecer su género en las Ramblas —más en concreto, en el tramo aún hoy denominado Rambla de las Flores—, único punto de la ciudad en el que, ya desde la Baja Edad Media, se podía adquirir aquel tipo de producto.

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