Un príncipe de incógnito. Кейт Хьюит
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Al pasear la mirada por la pequeña cocina, con el ruido enlatado de la televisión de fondo, se dio cuenta de que apenas tenía vida. Para empezar, casi nunca salía. Los pocos amigos que tenía estaban casados, tenían hijos, y era como si pertenecieran a un universo separado del suyo, siempre ocupados. La invitaban de forma ocasional a cenar, como por pena, y presumían de sus hijos ante ella. Y siempre acababan preguntándole si no quería que le buscaran pareja.
La verdad era que durante todos esos años, trabajando con Mateo ocho horas al día en el laboratorio, nunca había sentido la necesidad ni el deseo de salir más, de tener una vida social. Bromear con él, el silencio cómodo entre ellos, sus discusiones académicas en el pub, tomando una cerveza… todo eso había sido más que suficiente para ella.
–Rachel, ¿está ya mi sándwich? –la llamó su madre desde la habitación.
Rachel suspiró y sacó el pan de molde.
–¡Enseguida, mamá!
Tres días después
Llovía a cántaros mientras Rachel corría calle abajo, y cuando llegó a su bloque estaba empapada. Seguía de bajón por la repentina marcha de Mateo. Había intentado animarse, pero las cosas habían ido a peor cuando descubrió a quién le habían asignado como nuevo compañero de laboratorio: un tipo empalagoso y machista.
Menos mal que aún le quedaba media hora de paz y tranquilidad antes de que su madre volviera a casa, pensó mientras introducía la llave en la cerradura del portal. Entre semana su madre iba a un centro de día para personas con Alzheimer y demencia senil. Un minibús del centro la recogía cada mañana y la llevaba de regreso por la tarde.
Estaba empujando la puerta para entrar, cuando una figura salió del callejón que conducía al patio trasero del bloque, donde estaban los contenedores de basura. A Rachel se le escapó un grito y arrancó la llave de la cerradura, dispuesta a usarla como arma, aunque no fuera a servirle de mucho.
–¡Rachel, soy yo!
Al oír esa voz profunda, el corazón le dio un vuelco y se le cayeron las llaves al suelo.
–¿Mateo…?
–Sí –asintió él, saliendo de las sombras y avanzando hacia ella con una sonrisa.
Rachel se quedó mirándolo aturdida, incapaz de articular nada coherente. Solo podía pensar en lo mucho que se alegraba de verlo.
–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó finalmente.
En vez de contestar, Mateo le dijo:
–¿Qué tal si entramos? Acabaremos calados si seguimos aquí, bajo la lluvia.
–Sí, claro –balbució ella.
Recogió las llaves del suelo y entraron en el edificio. Cuando subieron a su apartamento y encendió las luces, Rachel pensó en lo pequeño que debía parecerle a Mateo, y sintió vergüenza al posar la vista en los sujetadores que tenía secándose sobre el radiador, y en la tostada a medio comer que se había dejado en la mesita, junto a una novela romántica con una ilustración erótica en la portada.
Se volvió bruscamente, rogando por que no se fijara en nada de eso, y volvió a preguntarle:
–¿A qué has venido?
Capítulo 3
POR QUÉ había ido allí? Era una buena pregunta, se dijo Mateo. Veinticuatro horas atrás, cuando se le había ocurrido, después de su desastroso primer encuentro con Vanesa Cruz, le había parecido que era una idea maravillosa, la solución más sencilla. Ya no estaba tan seguro.
–Quería verte –le respondió. Al menos eso era cierto.
–¿Ah, sí? –murmuró Rachel parpadeando, antes de apartar de su frente un mechón mojado–. Espera, voy a poner a hervir agua; creo que a los dos nos vendrá bien una taza de té –le dijo quitándose la chaqueta empapada.
La blusa blanca que llevaba debajo también estaba húmeda y se transparentaba, y Mateo se sintió incómodo cuando se encontró fijándose en sus generosos pechos. Apartó la vista, pero entonces sus ojos fueron a posarse en el radiador, sobre el que colgaban un par de sujetadores descoloridos de algodón. Rachel se apresuró a quitarlos, azorada y se fue a la cocina, donde se oyó poco después que empezaba a trastear para preparar el té.
Mateo se quitó el abrigo y lo colgó del respaldo de una silla de la zona del comedor, que ocupaba la mitad del acogedor salón. La otra mitad constaba de un sofá, cubierto por una colorida manta, un sillón orejero, una mesita baja, una estantería con libros y poco más.
Echó un vistazo a los títulos en los lomos, y cuando se apartó de la estantería sus ojos se posaron en el montón de correo apilado sobre una mesita alta junto a la puerta principal. Todos aquellos pequeños detalles le hicieron darse cuenta de lo poco que conocía en realidad a su antigua compañera de laboratorio.
«¡Venga ya, pues claro que la conoces!», replicó una vocecilla en su mente. «Has trabajado con ella diez años y sabes que se implica al máximo. Y que tiene sentido del humor, pero que también es capaz de tomarse en serio las cosas que importan. Habéis pasado muchos buenos ratos juntos, y sabes que puedes confiar en ella».
Sí, se dijo mientras se sentaba en el sofá, lo que sabía de ella era más que suficiente. Al poco rato reapareció Rachel con un par de tazas de té. Había aprovechado para adecentarse un poco: se había recogido el pelo en una coleta y también se había cambiado los pantalones y la blusa mojados por un jersey gris que resaltaba sus curvas, y unos vaqueros que le sentaban mejor que bien.
Nunca había visto a Rachel como a una mujer por la que pudiera sentir una atracción física, aunque suponía que ahora debía hacerlo. O, cuando menos, debía decidir si era capaz de hacerlo.
–Aquí tienes –le dijo ella, tendiéndole la taza de té, sin leche, como sabía que lo prefería. Se sentó en el brazo del sillón orejero, cuyo asiento estaba ocupado por una pila de ropa doblada–. Perdona el desorden –añadió, haciendo una mueca–. Si hubiera sabido que ibas a venir no habría dejado la colada por medio.
–Ni esto, me imagino –la picó él, tomando de la mesita la novela romántica. Sonrió divertido al ver la picante imagen de la portada, y leyó en voz alta el comienzo de la sinopsis que figuraba en la contraportada–: «El misterioso desconocido, que había llegado una noche al castillo de su padre, tenía fascinada a lady Arabella Fordham-Smythe…».
–Bueno, no tiene nada de malo soñar, ¿no? –replicó ella.
A pesar del ligero rubor que había teñido sus mejillas, el brillo humorístico en sus ojos le recordó a Mateo lo divertida que podía ser.
–¿Vas a contarme a qué has venido? –lo instó Rachel–. Y no es que no me alegre de verte, aunque te hayas presentado sin avisar.
–¿Lo dices por los sujetadores que tenías secándose en el radiador? –la picó él.
Rachel se sonrojó de nuevo, y Mateo se reprendió para sus adentros. ¿Por qué había tenido