Un príncipe de incógnito. Кейт Хьюит
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–¿Te has enterado de quién ha ocupado tu puesto? –le preguntó ella, torciendo el gesto.
Mateo frunció el ceño.
–No. ¿Quién?
–Simon el Sieso –contestó ella–. Sé que no debería llamarlo así –añadió con una mueca–, pero es que es tan irritante…
Mateo sonrió con socarronería.
–¿No pudieron encontrar a nadie mejor?
Para él era un insulto que el sustituto que habían elegido fuera Simon Thayer, un investigador mediocre que además era un tonto con ínfulas.
–¡Ya ves! –exclamó Rachel. Sacudió la cabeza y sopló su té antes de tomar un sorbo–. Siempre ha sido un pelota –masculló. El brillo de sus ojos se había apagado–. Trabajar con él va a ser un infierno, la verdad. Incluso he pensado en irme a otro sitio, aunque tampoco podría… –murmuró–. En fin, es igual –continuó, sacudiendo la cabeza–. ¿Y tú cómo estás? ¿Se ha solucionado esa emergencia familiar por la que te fuiste?
–Bueno, no del todo, pero supongo que puede decirse que las cosas están un poco mejor.
–¿Ah, sí? Pues me alegro. Pero… ¿a qué has venido? Todavía no me lo has dicho.
–Es verdad.
Mateo tomó un sorbo de té, más que nada para ganar tiempo, algo que no estaba acostumbrado a hacer. Como químico jamás se había mostrado indeciso; siempre sabía lo que tenía que hacer. Cuando se encontraba con un problema lo analizaba paso a paso hasta dar con la solución.
Eso era lo que debería hacer con Rachel: mostrarle su razonamiento, paso a paso, de un modo analítico, para que llegara a la misma conclusión a la que había llegado él. Pero en vez de eso, en vez de empezar por el principio e ir explicándoselo todo de un modo coherente, se encontró haciendo justo lo contrario, le soltó de sopetón:
–Quiero que te cases conmigo.
Rachel estaba segura de que tenía que haberle oído mal. A menos que estuviera bromeando… Le sonrió perpleja, como si lo que acababa de decirle solo le hubiese chocado, cuando en realidad estaba temblando por dentro. De pronto sintió miedo de que fuese una broma pesada, como le había pasado con Josh años atrás. Había logrado superarlo, pero no podría soportar que Mateo, alguien en quien confiaba, le hiciese algo así. «Por favor, por favor, no te burles de mí…».
–Perdona, ¿qué has dicho?
–Lo sé, tienes razón –murmuró Mateo–. No lo he expresado muy bien.
Rachel tomó un sorbo de su té, más que nada para ocultar su expresión. Aquello estaba empezando a parecer algo sacado de una novela romántica, y la vida real no era así. Era imposible que Mateo Karras quisiera casarse con ella. Imposible.
–Deja que te lo explique –añadió él–. Verás, es que… no soy quien crees que soy.
Era todo tan surrealista que a Rachel le entraron ganas de reírse.
–Está bien. Entonces, ¿quién eres?
Mateo contrajo el rostro y dejó su taza en la mesita.
–Soy el príncipe Mateo Aegeus Karavitis, heredero al trono del reino de Kallyria.
Rachel se quedó mirándolo anonadada. Tenía que estar tomándole el pelo. Mateo le había gastado una broma en el laboratorio alguna que otra vez, cosas inofensivas, como poner un nombre gracioso a la etiqueta de un tubo de muestra, pero aquello…
–Perdona, pero es que no lo pillo –murmuró incómoda.
Mateo frunció el ceño.
–¿Que no pillas el qué?
–Que no le veo la gracia al chiste.
–No es ningún chiste –replicó él–. Hablo en serio. Comprendo que te choque, y sé que no ha sido una proposición muy romántica, pero si dejas que te lo explique…
–Muy bien, pues explícamelo –lo cortó Rachel.
Dejó la taza en la mesita, como había hecho él, y se cruzó de brazos. Estaba empezando a enfadarse. Si aquello era una broma, era de muy mal gusto.
Su tono áspero dejó un poco descolocado a Mateo.
–Verás, es que… hace cinco días mi hermano Leo abdicó. Llevaba seis años en el trono, desde la muerte de mi padre.
Hablaba con tanta naturalidad, que Rachel se quedó mirándolo alucinada. ¿Podía ser que lo estuviera diciendo en serio?
–Si de verdad eres un príncipe… ¿cómo es que hasta ahora no me lo habías dicho?
–Porque no quería que nadie lo supiera. Quería triunfar por mis propios méritos, no por ser quién soy. Por eso todos estos años he utilizado un nombre falso. Nadie del campus lo sabe.
Por un momento Rachel se preguntó si Mateo no estaría teniendo un brote psicótico. Les había ocurrido a otros científicos que pasaban demasiado tiempo en el laboratorio. Que se hubiera marchado tan repentinamente, y lo de esa supuesta emergencia familiar… ¿Y si todo era producto de su mente?, se dijo mirándolo con espanto.
Mateo exhaló exasperado.
–No me crees, ¿verdad?
–No es eso…
Mateo puso los ojos en blanco y resopló.
–¿En serio crees que me lo estoy inventando?
–Yo no he dicho eso –replicó Rachel en un tono apaciguador–. Lo que creo es que tú «crees» que eres un príncipe…
Mateo volvió a resoplar y, levantándose, le espetó:
–¿Te parece que tengo pinta de loco, o que me comporto como un loco?
Rachel enarcó una ceja.
–¿Me estás diciendo que de verdad eres un príncipe?
–Pues claro que es verdad. Y dentro de una semana seré coronado rey.
Parecía tan seguro de sí mismo, tan arrogante, que Rachel se preguntó si podría ser que realmente le estuviera diciendo la verdad.
–Pero… aun en el caso de que todo eso fuera cierto… ¿qué tiene que ver eso conmigo? –le preguntó, recordando lo que le había dicho de casarse con ella.
–Como rey, necesitaré una esposa –le dijo Mateo–. Una reina consorte.
Rachel sacudió la cabeza.
–A lo mejor es que soy un poco corta, pero sigo sin entenderlo.
–¿Corta?