E-Pack HQN Victoria Dahl 1. Victoria Dahl

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E-Pack HQN Victoria Dahl 1 - Victoria Dahl Pack

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único que sé es que ella jura y perjura que no es ilegal.

      —Entonces, ¿por qué no quiere decirlo?

      —¿Quién sabe? Creo que ahora ya se ha acostumbrado al misterio. Sería un horror enterarnos de que es inspectora de Hacienda a estas alturas. Ella está bien, y tiene salud, y yo he conseguido, por fin, convencer a mi madre de que la deje tranquila.

      Demonios. Él ya la había buscado en Google, pero no había averiguado nada. A él no le gustaban los misterios. A casi ningún policía.

      Ben prometió una vez más que pasaría por casa de Molly, se despidió de Quinn y tomó su abrigo y su sombrero.

      Solo iba a hacerle un favor a un amigo. No tenía nada que ver con la camiseta ajustada de Molly, ni el hecho de que la hubiera visto fugazmente por la ventana de la cocina al pasar al lado de su casa el día anterior, cuando volvía de correr. No tenía nada que ver con el brillo de picardía de sus ojos cuando le había sonreído en el supermercado. Y, ciertamente, no importaba que él se hubiera pasado casi todo el turno de trabajo preguntándose si su trasero era tan respingón como diez años antes.

      Dios Santo, ella lo había vuelto loco aquel verano, siempre paseándose en pantalón corto y camisetas de tirantes. Se suponía que él no podía fijarse en una chica dulce e inocente como Molly. Así que se había obligado a no fijarse. La conocía desde que era un bebé. Sus piernas suaves y bronceadas no existían para él. Tampoco sus pechos firmes, ni su trasero redondo. No. Nada de nada.

      Y tampoco existían ahora. Ella solo era otra ciudadana. Una responsabilidad. Un favor para un amigo. Una persona que seguramente ya estaba despierta y totalmente vestida.

      Ben puso su cara de policía más grave cuando detuvo la furgoneta negra delante de su casa, en Pine Road. Entonces, vio el coche que había en la entrada de su garaje, y se quedó boquiabierto.

      Llamó a su puerta con un poco más de fuerza de la que quería, pero después de dos minutos, ella todavía no había abierto. Ben volvió a llamar, respiró profundamente y comenzó a contar hasta veinte. La puerta se abrió en el diecinueve.

      —Dime que ese no es tu coche.

      Ella escondió un bostezo tapándose la boca con la mano.

      —Hola, Ben.

      —Tendrás otro vehículo en el garaje, ¿no?

      —El garaje está lleno de coches.

      —No puedes conducir en eso durante el invierno.

      Ella se inclinó un poco hacia delante para mirar su Mini Cooper azul.

      —Le puse neumáticos nuevos antes de salir de Denver. Está bien.

      —No. No, no está bien. En primer lugar, estoy casi seguro de que no hacen neumáticos de doce pulgadas para nieve. En segundo lugar, vas a derrapar en el primer surco de nieve que te encuentres. En tercer lugar, chocarás con alguno de los trescientos todoterrenos que conducen los habitantes de este pueblo, todos más cuerdos que tú.

      Ella se apoyó en el marco de la puerta y asintió.

      —Umm. Fascinante. ¿Te ha llamado mi madre?

      —No, pero me llamará. Y no tengo hombres suficientes a mi cargo como para mandarlos a tu casa cada vez que nieve solo para tranquilizarla. Tampoco tengo hombres suficientes para que te rescaten de tu propia entrada al garaje dos veces a la semana.

      —Ya he llamado a Love’s Garage para que la retiren.

      —Bueno, pues no tengo hombres suficientes para que te rescaten del aparcamiento del supermercado todos los sábados.

      Ella se cruzó de brazos y le sonrió.

      —Te pones muy sexy cuando estás al mando. ¿Te lo habían dicho?

      Entonces fue cuando él se fijó en su camiseta. Su camiseta larga y desgastada, prácticamente transparente. En sus piernas desnudas. En los pies descalzos y en las uñas pintadas de rosa. Ella volvió a bostezar y se estremeció, y aclaró el misterio de si llevaba sujetador.

      —Discúlpame —dijo Ben, en un tono cuidadosamente formal—. ¿Te he despertado?

      —Sí, pero tengo que llevar un horario civilizado o me quedaré sola. Nadie se queda despierto hasta las tres de la mañana por aquí. Bueno, tal vez tú sí. Estaríamos solos tú y yo… y el quitanieves.

      «Solos tú y yo…».

      —Me encanta tu sombrero —dijo ella, con los ojos brillantes de nuevo—. Me encanta, de verdad.

      Ben se tocó el ala del sombrero sin darse cuenta, y se obligó a bajar la mano. Era el mismo tipo de Stetson que llevaban la mayoría de los policías en las Montañas Rocosas. Nada especial que pudiera hacer que ella pareciera tan… traviesa.

      —Volviendo al coche —gruñó él—. Si es que se le puede llamar así.

      Molly abrió la puerta y la brisa entró en casa, moldeando la camiseta a su pecho. Ben estuvo a punto de tragarse la lengua al ver sus pezones endurecidos perfectamente marcados en aquel fino algodón blanco.

      —¿Quieres un poco de café?

      Molly se dio la vuelta y dejó la puerta abierta para que él entrara, y Ben pasó a modo de defensa propia. Tenía que cerrar la puerta antes de que otra ráfaga de viento le moldeara la camiseta contra el trasero. Aunque su cerebro estuviera lanzando vítores.

      —Dios Santo —murmuró él, y se quedó junto a la puerta. Era hora de irse. Ni siquiera se acordaba de por qué había ido allí en primer lugar. Ella todavía tenía que aceptar lo del cochecito de juguete, pero era el momento idóneo para que él hiciera su retirada.

      —¿Quieres leche y azúcar? —le preguntó ella desde la cocina.

      —No, yo…

      Sonó un teléfono antiguo que interrumpió su respuesta.

      —¡Espera! —dijo Molly.

      Ben la oyó responder alegremente, y después, su voz adquirió un tono ominoso que despertó todo su instinto de policía.

      —¿Cómo has conseguido este número? —gruñó ella.

      Ben fue directamente a la cocina.

      —Sí, he apagado el teléfono móvil. Date por aludido, Cameron.

      Él se detuvo al llegar al arco que daba paso a la cocina, pero ella había dejado de hablar. Estaba de pie, con la mano en la frente, murmurando «Umm, umm», de vez en cuando.

      Molly cerró los ojos con fuerza, y cuando los abrió, vio que Ben la estaba mirando. Arqueó las cejas con una expresión de alarma y se giró hacia el fregadero, pero él todavía pudo oír el resto de la conversación.

      —No. ¿Está claro? No. Y ahora, adiós.

      Al volverse hacia él de nuevo, Molly tenía una sonrisa resplandeciente. Colgó el teléfono y dijo:

      —¡El

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