Trilogía Océano. Océano. Alberto Vazquez-Figueroa
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Y por las noches la dejaron dormir sobre cubierta, contemplando aquellas mismas estrellas que ahora se mecían al final de los palos y las velas, imaginando que algún día también ella se casaría con un hombre de mar, también luciría un vestido semejante, y sus propios hermanos, con guitarras y «timples», alegrarían su boda.
Y así hubiera ocurrido si se hubiera conformado con ser una novia tan sencilla y recatada como correspondía a un pescador de La Graciosa sin tratar de convertirse en la especie de portento de la naturaleza en que se estaba transformando.
La voz de su padre ordenando arriar velas la sacó de su abstracción y acudió en ayuda de su hermano al igual que hacía cuando no era aún más que una mocosa que estorbaba enredándose entre los cabos y las piernas de los mayores, y cuando se encontraron frente a la única luz que brillaba en una ventana de la media docena de casuchas de Orzola, Sebastián soltó el ancla, se abatieron los foques y el «Isla de Lobos» quedó al amparo de la barra de rocas que protegían la estrecha cala en cuyo fondo se alzaba el primitivo puerto.
–Acompaña a tu hermana hasta donde lo de Rufo Guerra y procura que nadie os vea –indicó Abel Perdomo–. Luego vete directamente a casa.
–¿Y el barco?
–Puedo arreglármelas solo, saliendo mar afuera por sotavento y regresando despacio a Playa Blanca... –Besó con ternura a su hija en la frente–. Procura que nadie descubra dónde estás –suplicó–. Matías Quintero tiene mucha influencia y las gentes de tierra adentro no son como nosotros... –hizo una pausa y su voz sonó ronca y claramente preocupada–. Recuerda que si te encuentra no estaremos allí para protegerte... ¿Me harás caso?
–Descuida... –Le acarició la incipiente barba con ternura–. No os preocupéis por mí y cuidaos vosotros.
Su hermano se había desnudado y, colocando su ropa y sus zapatos sobre un gran pedazo de corcho, se deslizó al agua para alejarse nadando por la quieta ensenada hasta poner el pie en tierra firme. Yaiza le imitó entonces y Abel Perdomo se apartó unos metros, y comenzó a recoger un largo cabo evitando distinguir ni siquiera a la escasa luz de las estrellas, el portentoso cuerpo desnudo de su hija.
Diez minutos más tarde, cuando se cercioró de que ambos iniciaban el ascenso por el serpenteante sendero que se abría paso a duras penas por entre la negra lava cubierta de líquenes y tabainas que constituía el «Malpaís del Volcán de la Corona», izó los foques, fijó el timón a babor y alzó a pulso el ancla como si fuera de juguete.
El costado del «Isla de Lobos» pasó a no más de tres metros de la última roca de la punta nordeste y Abel Perdomo puso entonces proa a levante, fijó el timón a la vía y empleó toda su fuerza de Hércules en alzar a pulso la vela mayor.
Cuando al fin la cazó firmemente, la goleta dio un salto hacia adelante, ganó velocidad y su proa comenzó a ronronear como un gato satisfecho a medida que se abría paso por el quieto mar de sotavento de la isla.
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