Trilogía Océano. Océano. Alberto Vazquez-Figueroa
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–¡Arría la mayor...! –ordenó a su hijo, que permanecía atento a la maniobra–. Seguiré con los foques.
Yaiza ayudó a su hermano a aferrar la vela de la botavara, y aprestaron luego el ancla, que cayó al agua en cuanto alcanzaron el enclave elegido, justo frente a la alta torre cuyo haz de luz cruzaba sobre ellos barriendo el horizonte.
Arriaron también los foques y la goleta se balanceó sobre un mar en calma a unos doscientos metros de la orilla.
–¡Ve a buscar a tu hermano!
Sebastián se despojó de la ropa y se lanzó al agua de inmediato, nadando con brazadas rápidas y fuertes hacia la oscura línea de una costa contra la que las olas batían mansamente.
Pudieron escuchar cómo llamaba a Asdrúbal apenas puso pie en tierra firme, cómo este le respondía al poco rato, y cómo comentaban algo entre ellos antes de lanzarse de nuevo al agua.
Reaparecieron al poco, nadando juntos y sin prisas, y Asdrúbal lo primero que hizo fue abrazar a su hermana, a la que no había visto desde la noche en que ocurriera la desgracia, aunque Abel Perdomo no les dejó mucho tiempo para las efusiones pues ordenó izar de inmediato todo el trapo que fuera capaz de sostener sin resentirse el viejo barco, y en cuanto el ancla se acomodó en su sitio viró en redondo y puso proa al Este, consciente de que tenía el tiempo justo para pasar entre las dos islas mayores y adentrarse en el océano antes de que comenzara a clarear el día.
La noche sabía ya que tenía una vez más perdida la batalla cuando interpusieron entre ellos y Playa Blanca la punta del Cabo de Pechiguera, navegaron así aún dos o tres millas y viraron a babor dejando que el barco ganara velocidad.
A las tres horas, protegidos por una suave calina que había convertido las costas de Fuerteventura en una levísima mancha y sin distinguir siquiera un solo contorno de las más altas cumbres de Lanzarote, Abel Perdomo pidió a sus hijos que arriaran las velas y permitió que la goleta permaneciera al pairo, empujada suavemente hacia el sur por el viento y la corriente. Había llegado el momento de esperar.
Damián Centeno se maldijo por no haber calculado que los Perdomo «Maradentro» pudieran reaccionar con tanta rapidez.
En cuanto el centinela fue a despertarle anunciando que el «Isla de Lobos» había desaparecido de su amarre, subió a la azotea y buscó con ayuda del catalejo dorado a todo lo largo y lo ancho del horizonte, aunque comprendió bien pronto que su enemigo no era estúpido y lo primero que habría hecho sería colocarse lo más lejos posible de su campo de visión.
Advirtió luego que en la playa los hombres que no habían salido a faenar –que eran los más pese a que el mar apareciese en calma y con buen viento– se hallaban reunidos en torno a los renegridos restos de «La Dulce Nombre», y no le cupo duda, por cómo miraban de tanto en tanto en su dirección, de que estaban plenamente convencidos de quién había sido el causante del desastre.
Sin volverse llamó a Justo Garriga, un alicantino que había sido siempre su mano derecha:
–Coge tres hombres y baja a ver lo que dicen... –le ordenó–. No niegues ni admitas nada, pero que comprendan que no nos andamos con bromas ni jodiendas... ¡Y tráeme a Maestro Julián!
Tomó luego asiento en el muro y encendió un cigarrillo dispuesto a disfrutar del espectáculo desde su privilegiada posición, advirtiendo el nerviosismo de los lugareños y su contenida indignación cuando sus cuatro hombres avanzaron hacia ellos.
Torano Abreu intentó dar un paso adelante y encarárseles, pero entre Isidro el tabernero y dos más lo contuvieron, atemorizados al comprobar que Justo Garriga y un tipo flaco y calvo, al que llamaban «Milmuertes», lucían a la cintura inmensos pistolones.
Damián Centeno sabía a ciencia cierta que exhibir de ese modo sus armas podía acarrearle problemas con la Guardia Civil, que era en aquellos momentos la única autoridad conocida en la isla, pero confiaba plenamente en la palabra de don Matías Quintero, que le había prometido mantener a los hombres del tricornio lejos de Playa Blanca.
–Conozco bien al delegado del Gobierno –dijo–. Sé qué sistema empleó para apoderarse de unas tierras y una casa en Teguise, y él sabe que yo lo sé. Si hablo con mis amigos de Madrid se acaba su carrera, y por lo tanto me atenderá y mantendrá tranquila a su gente... ¡Tú a lo tuyo!
La discusión entre sus hombres y los del pueblo no fue larga. La mayoría de los lugareños se retiraron a la taberna o a sus casas convencidos de que Juan Garriga y sus acompañantes serían muy capaces de echar mano a sus armas a la menor provocación, y cuando vio regresar a dos de ellos precediendo a Maestro Julián «el Guanche», bajó a recibirlo al porche, manteniendo la charla al aire libre para que cuantos atisbaban tras las celosías de sus ventanas pudieran verle claramente:
–¿Dónde está su compadre? –fue lo primero que preguntó sin saludar siquiera–. ¿Cómo es que ha huido tan aprisa?
–No creo que haya huido... –replicó el otro con un notable esfuerzo por conservar la calma–. Puede que haya salido a faenar, o prefiera fondear su barco en seguro... A nadie le gusta que le quemen el barco. Es el más sucio crimen que se pueda cometer por estos rumbos.
–Imagino que peor será asesinar a un muchacho indefenso.
–Eso depende... Hay gente que va por el mundo buscando que lo maten.
–¿Es eso una amenaza?
–Yo nunca amenazo... La gente de por aquí no actúa de ese modo. Hace o no hace.
–Espero que no hagan... –fue la suave respuesta–. No les conviene... Mi gente «sí» que hace.
–Ya lo hemos visto... Pero ¿qué culpa tiene el pobre Torano? Ni siquiera estaba en Playa Blanca aquella noche de San Juan. Había salido a pescar.
–¿Quién es Torano? ¿El de la barca? Dígale que lo siento, pero que debería tener más cuidado... Tal vez eso le ocurra por tener los amigos que tiene.... –le miró largamente a los ojos, tratando de decirle con ellos lo que no decía exactamente con palabras–. Convendría que se lo aclarara a sus convecinos: quien protege a un criminal se expone a que le sucedan cosas desagradables... –Sonrió cínicamente–. Resulta triste admitirlo, pero creo que nadie, ¡«nadie»!, volverá a vivir en paz en este pueblo hasta que Asdrúbal Perdomo aparezca... ¿Me ha entendido?
–Yo entendí desde el día en que llegó –admitió Maestro Julián con voz levemente temblorosa por la contenida indignación–. El que no quiere entender es usted. Asdrúbal no es tan tonto como para volver a que le maten porque «alguien» queme una barca... Hemos hecho una colecta y trabajando juntos le proporcionaremos una barca nueva a Torano en poco tiempo. Pero ni la isla en pleno sería capaz de resucitar a Asdrúbal si lo matan, y por eso nadie quiere que vuelva... ¡Piénselo! Cuando usted y sus amigos ya estén cebando gusanos, Playa Blanca continuará existiendo y continuará siendo como una gran familia. Con problemas internos algunas veces, pero familia al fin y al cabo. Yo me sentiré orgulloso de contarles a mis nietos cómo entre todos le compramos una barca a Torano Abreu, pero no quisiera tener que contarles