Trilogía Océano. Océano. Alberto Vazquez-Figueroa

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Trilogía Océano. Océano - Alberto Vazquez-Figueroa Tomo

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cuanto había pertenecido a todos los difuntos.

      –¡Bendito sea Asdrúbal «Maradentro»! –musitaba a menudo–. Acabó de un solo golpe con aquel gusarapo que se divertía empegostándome el pelo con su leche, y será también el causante de la muerte de este viejo hediondo.

      Más de una vez en el transcurso de aquellos días de tinieblas en los que don Matías Quintero se negaba a probar bocado y tan solo aceptaba de tanto en tanto un vaso de leche con una yema batida y un poco de coñac que le mantuvieran vivo le había asaltado la tentación de añadirle una cucharada de matarratas al azúcar, y no fue el temor a sus remordimientos, sino el hecho de ser descubierta y castigada lo que le había impulsado a seguir siendo paciente.

      El único inconveniente de conservar esa paciencia estribaba en que abrigaba la casi absoluta seguridad de que don Matías Quintero la conocía tan a fondo que adivinaba hasta el más recóndito de sus oscuros pensamientos, y aunque no decía palabra, alguna forma de destruir sus sueños debía de estar tramando.

      No andaba en absoluto desencaminada Rogelia en sus sospechas, porque en cierto modo el viejo ya había tomado sus medidas al respecto, y desde el momento mismo que recibió a Damián Centeno, apenas media hora después de que hubiera puesto el pie en el muelle de Arrecife colocó abiertamente sus cartas sobre la mesa:

      –Si acabas con el hijo de puta que asesinó a mi chico te nombro mi heredero, y puedes creer que conseguirás mucho si sabes apretarle el pescuezo a Rogelia obligándole a escupir cuanto me ha robado en estos años... En verdad que pájaro parece, pero más que «Guirre» debieran llamarla «Urraca» por su insaciable ansia de rapiña.

      Damián Centeno se vio desde ese momento dueño del caserón y los viñedos de Mozaga, pues se le antojaba que acabar con Asdrúbal Perdomo no era cosa demasiado difícil, y el capitán Quintero nunca se atrevería a prometerle algo que no estuviera dispuesto a cumplir, pues sabía que su antiguo sargento era hombre al que no se le podían gastar bromas.

      Al concluir la entrevista, cuando contaba ya con todos los datos que le hacían falta, y don Matías le había hecho entrega de un grueso fajo de billetes con que hacer frente a los primeros gastos, Damián Centeno abandonó la penumbra del caserón y desde el porche de la puerta principal contempló durante largo rato la amplia finca en la que cada viñedo, inmerso en el fondo de un hoyo cubierto de grava negra y protegido del viento por un semicircular muro de piedras, confería al paisaje un extraño aspecto lunar.

      Se aproximó a un hombre que reparaba con infinita paciencia uno de los pretiles que el viento había derribado y señaló con un amplio gesto a su alrededor.

      –¿Cómo se las arreglan para regar todo esto? –inquirió–: No veo acequias, y por lo que me han dicho, en esta isla pasan años sin llover.

      –No se riega... –replicó Roque Luna, irguiéndose con el sombrero en una mano y un trozo de lava en la otra–. Estos cultivos casi no necesitan agua.

      Damián Centeno le observó con aquella dureza que era capaz de imprimir a sus ojos cuando lo deseaba y que parecía avisar seriamente de que no trataran de burlarse de él.

      –Todos los cultivos necesitan agua... –sentenció–. De otra forma incluso el Sahara sería un vergel.

      El otro se inclinó, tomó un puñado de la negra gravilla que cubría por completo la tierra y se lo alargó dejándolo caer sobre su abierta palma.

      –Esto es «picón»... –dijo–. Ceniza de volcán. Por la noche absorbe la humedad de la atmósfera y la traspasa, por capilaridad, a la tierra. De día sirve de aislante e impide que esa humedad se evapore. –Sonrió levemente, como si se debiera a su exclusiva astucia un descubrimiento centenario–. De esta forma cultivamos, y basta con que llueva un poco para que la cosecha sea buena.

      Damián Centeno observó con fijeza a Roque Luna, y luego, tras palpar repetidamente la consistencia del «picón», lanzó una nueva y larga mirada a los viñedos y al impresionante caserón que pronto serían suyos y le proporcionarían un lugar en el que echar raíces después de tantos años de no poseer más que un camastro, una maleta de madera y un par de desteñidos uniformes.

      –Siempre está uno en edad de aprender cosas nuevas... –admitió–. Y siempre es útil aprenderlas.

      Luego se encaminó sin prisas al carcomido taxi que le había traído hasta allí y aguardaba a la sombra de un muro, y le preguntó a su dueño:

      –¿Puede llevarme a Playa Blanca?

      –Poder, puedo –admitió el hombre–. Pero de Uga hacia abajo, aquel camino de piedra está maldito, y si se me rompe un eje tendrá usted que correr con los gastos... –Hizo un gesto con los hombros, como tratando de disculpar su comportamiento–. Entienda que de otro modo no me compensa el viaje... Aquello es el confín del mundo.

      Tras la cristalera de su inmenso salón, acurrucado en un enorme sillón de cuero que parecía ir creciendo a medida que él adelgazaba y se consumía, don Matías Quintero observó poco después cómo el vehículo se alejaba hacia el camino que se abría paso por entre ríos de lava en dirección al infierno de volcanes de Timanfaya, y por primera vez desde aquella maldita noche de San Juan en que todo empezara experimentó algo muy parecido a la paz interior.

      Cuando Asdrúbal Perdomo hubiese muerto tal vez la vida volvería a ser digna de ser vivida, ya que dejaría de sufrir aquel insoportable dolor que le comía las entrañas y disfrutaría nuevamente con una partida de dominó con sus amigos del casino, un buen vaso de ron, un cabritillo al horno, e incluso alguna esporádica mamada por parte de aquellas putitas que habían llegado a Arrecife y de las que tanto había oído hablar durante las últimas tertulias.

      Luego haría que Damián Centeno le apretara las clavijas a Rogelia obligándola a devolverle cuanto se había llevado, buscaría gente nueva que se ocupara de la cocina y de la casa y descargaría el peso de la administración de la finca en el que había sido durante tantos años su hombre de confianza y su sargento.

      Que a la hora de su muerte pasara todo a sus manos, ya nada le importaba. Consumida la última gota de sangre de los Quintero de Mozaga, el caserón, las viñas, las higueras, muebles, cortinas, cuberterías de plata, e incluso las tan preciadas joyas de familia podían irse al infierno, porque no esperaba que ninguno de aquellos que con tanta urgencia le habían precedido en su camino al cementerio viniera a pedirle cuentas de sus actos.

      Lo único que podían exigirle era vengar la sangre de los Quintero alevosamente derramada, y eso era algo que estaba seguro de cumplir antes de ir a hacerles compañía para siempre.

      Sobre la medianoche comenzó a arder una barca.

      Estaba junto a las otras, varada en la arena, lejos del alcance de las olas y bien erguida en sus calzos aguardando a que la empujaran a la mar para ir en busca del sustento diario, cuando sin motivo ni explicación lógica alguna pasó a convertirse en una antorcha, lanzando al aire chispas y pavesas que la suave brisa de levante arrojó sobre otras barcas vecinas.

      El pueblo entero dormía. Dormían incluso los perros y tan solo cuando la mujer del tabernero, que era quien más cerca vivía, se despertó gritando, se alborotaron los hombres y corrieron, semidesnudos y espantados, portando cubos y latas con los que formaron una cadena que iba del mar a las barcas, todo ello entre gritos, llantos, caídas y maldiciones.

      No duró mucho el trasiego. En diez minutos el fuego había

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