Trilogía Océano. Océano. Alberto Vazquez-Figueroa

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Trilogía Océano. Océano - Alberto Vazquez-Figueroa страница 7

Trilogía Océano. Océano - Alberto Vazquez-Figueroa Tomo

Скачать книгу

las fiebres o anunciaba cuándo iba a entrar bien el atún o la sardina? ¿Por qué no querían las mujeres que cruzara su umbral cuando se encontraban en casa los maridos, o por qué le pedían tan insistentemente los maridos que lo cruzara cuando no estaban en casa sus mujeres?

      ¿Es que no comprendían que era la misma niña y amaba las mismas cosas por mucho que su cuerpo se empeñara en llevarle la contraria? Aún prefería coserle el vestido a una vieja muñeca, o extasiarse ante el mar pensando en «Moby Dick» o en Sandokán, que escuchar la charla insulsa de los zafios mocetones que alargaban de inmediato las manos, o las insinuaciones, con frecuencia incomprensibles, con que hombres maduros le prometían un pañuelo estampado, una pulsera de bronce o una blusa de colores.

      –¿Te ocurría a ti lo mismo, madre?

      –No hasta ese punto.

      –¿Por qué?

      Aurelia le acariciaba entonces el cabello y la miraba largamente al fondo de los ojos.

      –Porque yo nunca fui tan hermosa, hija... Es hora de que comprendas que Dios te ha proporcionado una belleza que trastorna a los hombres e inquieta a las mujeres... –Agitó la cabeza confundida–. No sé si eso es bueno o hubiera sido preferible que te mantuvieras dentro de unos límites lógicos... No puedo negar que me siento orgullosa de haber parido una criatura semejante, aunque en cierto modo me asusta.

      A Yaiza le asustaba.

      Y le asustaba aún más desde aquella noche de San Juan en que su hermano había matado a un hombre, y ahora allí, sentada en los toscos escalones de piedra que desde la cocina bajaban directamente al mar, contemplaba la cambiante luz del faro de Isla de Lobos y se preguntaba hasta qué punto Asdrúbal la culparía por el hecho de tener que esconderse en aquel inmenso caserón, triste, vacío y solitario, cuando su verdadero lugar estaba al lado de sus padres.

      Sentados allí mismo, en la escalinata trasera de la casa, Asdrúbal le había enseñado a «empatar» sus primeros anzuelos, a ensartar bien el cebo y a lanzar el aparejo cuando aún no había cumplido los seis años y ya adoraba conseguir su propia cena en forma de sargos y cabrillas.

      Y en aquel mismo mar, apenas a diez metros de su cama, Sebastián le enseñó a nadar manteniéndola sujeta por el vientre, porque toda su vida, desde que tenía memoria, había transcurrido en aquel diminuto y amado rincón del universo, adorando a un padre inmenso, protector y severo; a una madre dulce, sonriente y soñadora, y a unos hermanos con los que había aprendido a explorar cuanto le rodeaba.

      Y ahora todo se hundía y transformaba porque le habían crecido dos durísimos pechos y sus nalgas recordaban la de una nerviosa yegua purasangre.

      Incluso su padre había cambiado, incapaz de ocultar su desasosiego cuando venía a sentarse en sus rodillas a la caída de la tarde, y no pudo evitar el sentirse confusa cuando al fin la despidió con una palmadita en el trasero:

      –Ya no estás en edad de sentarte en las rodillas de los hombres, ni volverás a estarlo hasta el día en que te sientes en las de tu marido.

      Esa tarde de abril la habían expulsado para siempre de su mundo de niña, y le amargó la boca comprender que ya nadie, ni aún su padre, la querría como antaño.

      ¿Qué extraño temor despertaba su cuerpo si hasta sus hermanos evitaban rozarlo? ¿Por qué tenía que cambiar su vida de ese modo si lo mejor de esa vida había sido revolcarse con Asdrúbal por la arena y obligar a Sebastián a que la subiera a horcajadas en el cuello, entrando así en el agua y saltando con la llegada de las olas...?

      Quería que Asdrúbal regresara, se sentara como tantas otras veces en el siguiente escalón, y apoyado en sus rodillas le explicara cómo había ido la pesca aquella noche, qué historia mentirosa había contado Maestro Julián, o cuándo ganarían suficiente dinero para comprar Isla de Lobos y convertirla para siempre en el reino exclusivo de la familia «Maradentro».

      –¿Imaginas lo que significaría levantar una casa detrás de las lagunas y llenarla de flores y de plantas con un espigón para que el barco atracara junto al porche?

      Las lagunas eran de arena blanca y aguas cristalinas, llenas a rebosar en pleamar, y salpicadas de pequeñas piscinas cuajadas de cangrejos y quisquillas cuando la mar se retiraba; el lugar más hermoso que hubieran visto nunca; maravilloso paraíso en el que buscar pulpos bajo las piedras, jugar a la pelota, nadar, pescar desde una roca o tumbarse sobre aquella blanda nieve ardiente a disfrutar del sol de media tarde.

      El buhonero turco, que bajaba a Playa Blanca cuatro veces al año, había traído en una ocasión entre sus mantas y perolas unas pequeñas lentes con montura de goma que se ajustaban a los ojos y permitían ver lo que ocurría bajo la superficie como si el agua no existiera, y los chiquillos se gastaron en ellas sus ahorros de años.

      Era cosa de verlos con los culos en pompa y la cabeza inmersa contemplando asombrados el mundo submarino, llamándose a gritos con cada descubrimiento o viendo cómo Sebastián descendía cada vez más profundo.

      Era aquel un lugar rico en pesca y virgen aún de extraños visitantes provenientes del otro lado de la frontera plateada que era la superficie, pues las focas o lobos marinos que habitaron tiempo atrás aquellas mismas lagunas y dieron nombre a la isla se habían marchado hacía años a las costas del moro, y aún podían verlas cuando bajaban a las grandes pesquerías de Cabo Bojador.

      Cómo llegaron hasta semejantes latitudes unos animales más propios de las aguas heladas de los polos, nadie podría saberlo, pero lo cierto era que allí, en aquel islote minúsculo y desolado establecieron su hogar hasta que la construcción del faro y la constante presencia de los hombres de Fuerteventura y Lanzarote les obligó a emigrar a las tranquilas rocas de la costa del desierto.

      Por ello, los peces, ajenos a los peligros que pudieran llegar desde lo alto, no se asustaban cuando Sebastián, el mejor dotado para el agua de la familia «Maradentro», descendía en su busca hasta tocarlos, y lejos de escapar, se aproximaban curiosos a analizar la razón por la que aquel ridículo pulpo de tan cortos tentáculos se agitaba de un modo tan grotesco.

      Sobre todo los meros y los abadejos demostraban su asombro ascendiendo a mirarle con ojos dilatados, y las morenas enseñaban los dientes cuando se aproximaba en exceso a sus guaridas.

      Yaiza, que no se sentía capaz de descender tan profundamente como sus hermanos, los contemplaba fascinada desde la superficie, y de aquellas portentosas y excitantes aventuras guardaría para siempre los más hermosos recuerdos de su infancia.

      ¿Por qué tuvieron que marcharse los chicos a la Marina, por qué se convirtió ella en mujer, y por qué quedó tan solo en el recuerdo el tiempo de descender al fondo de los mares?

      –¿Por qué no puede seguir todo como entonces...?

      Sebastián había surgido de la noche tomando asiento a su lado y encendiendo con su eterna parsimonia un cigarrillo.

      –Es el precio que tenemos que pagar por convertirnos en adultos.

      –¿Y a quién le interesa ser adulto...? ¡Fíjate en lo que ocurre! Aquí estamos sentados, viendo brillar la luz del faro e imaginando que Asdrúbal está sentado allí... ¡Qué solo tiene que sentirse en ese caserón tan viejo y cochambroso...!

      Sebastián tardó en responder. Era hombre de largos silencios, reflexivo, menos vehemente que Asdrúbal, y mucho menos soñador, desde luego, que su hermana.

      –Pronto

Скачать книгу