Trilogía Océano. Océano. Alberto Vazquez-Figueroa
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No quedaba ya ni una sola cama sin su muerto y tan solo su hijo, el elegido para revitalizar el árbol de los Quintero, había preferido morir lejos, sobre las piedras de un camino.
¿Por qué?
A ratos se preguntaba si era rencor lo que sentía contra el chico por haberse dejado matar tan tontamente sin dar fruto. Las últimas esperanzas de los Quintero de Mozaga se habían derramado estérilmente a lo largo de la insaciable garganta de Rogelia, cayendo hacia un oscuro abismo sin retorno, al igual que la roja lava de un volcán, ardiente y viva, muere y se petrifica al chocar contra un mar frío y profundo.
Don Matías Quintero aborrecía el mar desde su infancia; desde que se tragó a su primo Andrés ante sus propios ojos allá en Famara, y había permanecido siempre de espaldas a un océano que se le antojaba hostil, como si un presentimiento le anunciara que de ese océano y sus gentes le llegaría algún día el mal definitivo.
Se había quedado solo viendo venir la noche, consciente de que era ya aquel su imparable destino: sentarse a ver llegar la más oscura de las noches oscuras: aquella que nunca promete la esperanza del alba.
Se había quedado solo escuchando el silencio, y hasta el viento sin sueño que jamás descansaba corría de puntillas sobre los muros de las viñas, para cruzar furtivo ante la puerta de la casa marcada por la muerte y alejarse veloz para iniciar su canto al llegar a Masdache, trepar brincando hasta las cumbres de Femés y lanzarse después alegremente hasta los confines de Playa Blanca, allí donde los Perdomo «Maradentro» estarían celebrando la fácil impunidad con que habían acabado con el último de los Quintero de Mozaga.
Se había quedado solo rumiando su rencor y sus deseos de venganza, colmada su paciencia, convencido de que no quedaba ya justicia sobre la superficie de la isla, y había llegado el momento de empezar a moverse y demostrarle a todos cómo se daba caza a un asesino y cómo se le hacía pagar con sangre su delito.
Cuando más tarde «el Guirre» apareció con su maldita bandeja de comida, la rechazó con un gesto inapelable:
–¡Llévate eso...! –gruñó–. No tengo hambre. Llévatelo y avisa a tu marido... Mañana temprano tiene que bajar a Arrecife a poner un telegrama.
–¿Un telegrama...? –se sorprendió la mujeruca–. ¿A quién?
–A alguien que sabe cómo tratar a los hijos de puta.
La noche en que nació Yaiza había empezado a llover, y fue una lluvia larga, tranquila, dulce y reconfortante que empapó la tierra, rebosó los aljibes y le lavó la cara a una isla que no había visto tanta agua dulce desde los tiempos de Noé.
Nueve días de lluvia sobre un lugar que a menudo veía transcurrir nueve años sin que cayera una triste gota despistada constituían un acontecimiento histórico y una efemérides digna de ser anotada en los anales del cabildo y fue «Seña» Florinda –la que leía el destino en las tripas de los marrajos– la que aseguró que el regalo sin precio de aquel agua no podía deberse a otro motivo que al nacimiento de la nieta de Ezequiel «Maradentro».
Pero todos sabían que «Seña» Florinda estaba cada día más loca y con demasiada frecuencia desbarraba.
Dos semanas más tarde millones de flores crecieron incluso por entre los resquicios de la lava, y los áridos pedregales del Rubicón se convirtieron por primera vez en lujurioso pastizal en el que se cebaban las cabras y los camellos, y cuando el día en que se cumplió el mes del nacimiento de la criatura entraron brincando los «bonitos» por la Punta de Papagallo para quedarse arrimados a la costa esperando a que los pescadores los cogieran casi sin otro esfuerzo que alargar la mano, hasta los más incrédulos se resignaron a admitir que algo insólito ocurría con la delicada chiquilla de ojos verdes que le había nacido a los Perdomo.
–Tiene «Baracka»... –aseguraba Abdul, el moro que naufragara trece años atrás en Puerto Muelas y se quedó en la isla para siempre–. Tiene «Baracka», el «don», y cosas portentosas ocurrirán a su alrededor hasta que se entregue a un hombre para siempre.
Apenas había cumplido cinco años cuando un camello en celo que estaba a punto de destrozar a Marcial se aplacó de improviso cuando la niña le ordenó detenerse, y más tarde predijo todos los naufragios de la isla, anunció la llegada de los más duros «sirocos», le bajó la fiebre y la hinchazón a los enfermos y atrajo la plaga de langosta al llegarle la menstruación.
«Seña» Florinda fue el primer difunto que vino a hablarle en sueños cuando llevaba ya más de dos meses enterrada y le confesó el lugar exacto en que había escondido los ahorros familiares que su hijo llevaba todo ese tiempo buscando inútilmente.
Por eso, cuando Yaiza vio por primera vez a Damián Centeno a la puerta de la casa que acababa de alquilar, fue a contarle a su madre que había llegado «El Mal».
–¿Por qué «El Mal»?
–Porque lo lleva escrito en la mirada y grabado en un tatuaje de su brazo derecho. Siempre que he visto en sueños naufragios o desgracias, ese dibujo se entremezclaba con los muertos.
–¿Cómo es el dibujo?
–Un corazón que sangra atravesado por un fusil con bayoneta...
Cuando en la taberna le preguntaron la razón de aquel tatuaje, Damián Centeno respondió con voz ronca:
–Me lo mandé hacer el día que supe que los «rojos» habían matado a mi madre en Barcelona. Evita que me olvide de ella... y de los «rojos».
Nadie quiso hacer comentario alguno a esas palabras. Lanzarote había vivido de lejos la contienda civil con su espanto de odios y crímenes sin cuento, y pese a que en aquellos tristes años algunos hombres fueron arrojados al mar con una piedra al cuello o lanzados al vacío desde los más altos riscos de los acantilados de Famara, todos se esforzaban por olvidar que aquello había ocurrido, porque en una isla tan pequeña continuar con una escalada de venganzas y violencia hubiera equivalido a convertir el lugar en un desierto.
Pero la entonación con que Damián Centeno pronunciaba la palabra «rojos» traía a la memoria evocaciones dolorosas que hacían pensar que aquellos años de paz no habían pasado.
Damián Centeno era pequeño y flaco, con una ronca voz autoritaria que invitaba a imaginar que toda la energía de su cuerpo se hubiera concentrado en ella, aunque no llamaba a engaño en modo alguno, pues al primer golpe de vista se advertía que a sus cuarenta y muchos años aún sería capaz de aplastar a tres jóvenes a un tiempo.
El tatuaje, el modo de ordenar y de moverse, y las largas patillas muy pobladas, delataban al primer golpe de vista al viejo legionario curtido en cien batallas y en un millar de riñas tabernarias, y la verde camisa entreabierta mostraba orgullosamente bajo un pesado medallón de plata la ancha y profunda cicatriz de un largo navajazo.
–¿A qué ha venido?