Trilogía Océano. Océano. Alberto Vazquez-Figueroa
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Sebastián y Yaiza habían salido a la familia de la madre, con la delicadeza de rasgos de los Ascanio tinerfeños, pero Asdrúbal era un Perdomo hasta la médula, de tez aceitunada, cabello rebelde, cuerpo de toro y nervios que parecían trenzados con finos cables de acero apenas cubiertos por una tersa piel siempre brillante.
Era un hombre temible en las «luchadas», capaz de alzar en el aire al mismísimo «Pollo de Teguise» con sus ciento veinte kilos y voltearlo en una atrevida pirueta, y capaz también de quebrarle el espinazo de un solo golpe a un tipo tan enclenque como el muerto.
–¿Por qué sacó el cuchillo? –repitió alzando el rostro hacia su hermano.
–Porque era flaco y tenía miedo...
–Yo no quería hacerle daño... –señaló–. Solo quería que se fuera... Que dejaran a Yaiza.
–Tal vez tenía miedo por lo que estaba haciendo.
–Yaiza estaba asustada... Tan asustada como aquella noche en que vio en sueños cómo se hundía el «Timanfaya».
–Está bien muerto... Los tres deberían estar muertos por intentar una cosa semejante...
–¡No digas eso...! –le recriminó Asdrúbal–. La muerte es horrenda... Se quedó muy quieto tratando de tragar aire sin lograrlo y me miró temblando como si todas sus escotas se hubieran zafado de improviso. Temblaba porque sabía ya que estaba muerto, y siguió temblando en el suelo, estirando las piernas y saltando como un pez sobre cubierta cuando pretende regresar al agua... Tuve la impresión de que quería dar un coletazo y volver atrás... ¡Solo un minuto atrás...! Y yo también quería que volviera...
–Ya está hecho... ¡Olvídalo!
–Sabes que no podré olvidarlo nunca... Lo de esta noche nos seguirá para siempre, hermano... Eso es algo de lo que puedes estar seguro.
Sebastián Perdomo no quiso responder, atento como estaba a arriar la vela y maniobrar en la oscuridad para arrimar sin daño el falucho al diminuto espigón que servía de desembarcadero y contra el que rompían las mansas olas de la noche.
Asdrúbal tomó el cabo de proa y saltó a tierra con la agilidad propia de quien ha pasado la vida en esas lides, haciendo que sus desnudos pies se aferrasen a la húmeda roca como si fuesen garfios. Luego, alzó con una sola mano el pesado macuto que le tendía su hermano, y dejándolo en seco se inclinó levemente hacia adelante.
–¡Cuida de Yaiza...! –suplicó–. Ya sabes cómo es de impresionable y ha pasado mucho miedo...
Sebastián hizo un mudo gesto de asentimiento y permaneció muy quieto, en pie sobre la barca, observando cómo su hermano daba media vuelta y desaparecía en la oscuridad, rumbo a la punta del islote en que se alzaba el faro.
Don Matías Quintero había amado profundamente a una mujer menuda y frágil, que no había tenido fuerzas suficientes para traer al mundo un chiquillo aún más frágil y menudo, quedándose en el parto abatida como un pajarillo que hubiera intentado durante nueve meses volar siempre hacia lo alto.
El capitán Quintero habían encontrado consuelo a su sincero dolor en sacar adelante al minúsculo pingajo lloriqueante que su esposa le había dejado de recuerdo, consumir personalmente la mayor parte del mejor mosto de sus viñas, jugar al dominó, y consentir que una vez por semana su flaca ama de llaves, Rogelia, a la que todos llamaban por su aspecto «el Guirre» le diera una mamada, con lo que resolvía sus problemas sexuales hasta el sábado siguiente.
No era mucho para quien había lucido tanto tiempo un vistoso uniforme cuajado de condecoraciones, y hubiera alcanzado las cimas del poder político de haber permanecido en Madrid a la sombra de su mentor y amigo, el poderosísimo general Ocampo. Pero su hijo y las viñas reclamaron en un principio su presencia, más tarde murió Ocampo, Alemania perdió la guerra, y comprendió que había pasado su momento y era cuestión de resignarse a envejecer viendo aumentar la extensión de sus tierras y limitando su hipotético poder político al más concreto y efectivo de la isla, porque en Lanzarote continuaría siendo «don Matías», independientemente de que Ocampo alcanzara una cartera ministerial o se muriese.
Y allí estaba su hijo, que no hubiera soportado, quizá, las inclemencias de un clima tan cambiante como el de la capital.
Y ahora lo habían matado.
Le trajeron la noticia al casino en mitad de una partida de «chámelo», con la mente algo nublada por el vino y el humo, y en principio creyó que le hablaban en sueños, que alguien contaba una película que había visto en el pueblo o que un loco deliraba.
–No pueden haberle matado... –le dijeron más tarde que había dicho–. Es todo lo que tengo.
Y todo lo que tenía estaba allí, convertido en un guiñapo ensangrentado, rota la nariz de un puñetazo, quebrada la muñeca como un lápiz, partido el corazón en dos pedazos...
–¿Quién fue?
–Un pescador borracho.
–No pagará con mil vidas que tenga.
Los muertos siempre son inocentes, aunque tan solo sea por el simple hecho de estar muertos, y resulta muy difícil aceptar la culpabilidad de un hijo en su propio asesinato cuando se le está viendo blanco, rígido y frío, tendido sobre la mesa del comedor.
Tal vez nadie tuvo el valor de contarle a don Matías cómo se habían desarrollado los acontecimientos, o tal vez él ni siquiera habría querido escuchar que aquel chiquillo al que había dedicado sus afanes había pretendido violar a una hedionda que apestaba a pescado.
–Que lo traigan.
–Anda huido.
–Que lo busquen hasta debajo de las piedras. No pararé hasta verle como estoy viendo ahora a mi hijo... ¿Quién es?
–Asdrúbal Perdomo... De los «Maradentro» de Playa Blanca... Gente dura.
–Más duros eran los «rojos» en la guerra y ya están todos muertos...
–Esto ya no es la guerra, don Matías.
–Lo sé... –admitió–. Es peor. En la guerra no me mataron ningún hijo.
Se esforzaron porque entrara en razón, pero fue inútil. Encerrado en su vetusto caserón de gruesos muros de Mozaga, sentado en el porche bajo el parral desde el que dominaba sus viñedos con el telón de fondo de las Montañas de Fuego en la distancia, aguardó, en el mismo lugar en que aguardaba cada tarde el regreso de su chico, a que alguien le trajera a su presencia al asesino.
Su dolor era tan callado y tan profundo como el que había sentido cuando enterró a la madre de aquella desvalida y malograda criatura, pero los días, la calma y el aislamiento no consiguieron aminorar su pena, sino que, por el contrario, la fueron corrompiendo hasta transformarla en una sorda ira; algo que iba más allá de un simple sentimiento de venganza; el absurdo convencimiento de que únicamente la muerte de Asdrúbal Perdomo «Maradentro» obraría el milagro de devolverle nuevamente a su hijo.
Tan solo Rogelia «el Guirre», siempre seca, enlutada