Trilogía Océano. Océano. Alberto Vazquez-Figueroa

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Trilogía Océano. Océano - Alberto Vazquez-Figueroa Tomo

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Ascanio se enamoró de Abel Perdomo «Maradentro» desde el momento mismo en que lo vio; enorme, fuerte, retraído y serio, y resultaron inútiles las súplicas de doña Concha –del más rancio abolengo tinerfeño– y los consejos de sus amigos y parientes. Olvidó sus libros de Derecho, y confió su cuerpo y su destino a aquellas enormes y encallecidas manos que la hicieron temblar desde el primer día en que la acariciaron tímidamente.

      Aún temblaba y se estremecía al contacto de esas mismas manos; aún adoraba cada centímetro de aquel cuerpo enorme y poderoso, y ni un solo día de su vida se había arrepentido de haberlo abandonado todo para convertirse en la mujer de un pescador que pasaba en ocasiones semanas mar adentro.

      En tales períodos de obligada soledad, Aurelia Ascanio, amén de cuidar a sus hijos y enseñar a leer y escribir a los niños y adultos de Playa Blanca, aprendió a amar y conocer la isla en la que había nacido su esposo; la más sorprendente, misteriosa y agreste de cuantas islas había desperdigado el Creador sobre los mares.

      Y había aprendido a amar y conocer igualmente a sus gentes, pero sabía –le constaba por cuanto de él había visto y escuchado– que don Matías Quintero no era hombre que pudiese aceptar el hecho de que su único hijo había muerto de una puñalada mientras intentaba violar a la hija de un pescador zarrapastroso.

      –Nos buscará problemas... –sentenció convencida–. Muchos problemas... Él sabe cómo hacerlo sin necesidad de que le hayan matado a un hijo.

      Asdrúbal «Maradentro» admitió de mala gana el consejo de su madre, amontonó en un macuto lo más imprescindible, se despidió con un beso de Yaiza, que no había abierto la boca impresionada por todo lo ocurrido, y siguió a su hermano Sebastián hasta la playa en la que juntos botaron a oscuras la barca y comenzaron a bogar, muy lentamente y en silencio, antes de izar una vela que podía delatar a los alborotados vecinos su evasión.

      Tardaron más de media hora en pronunciar palabra, inmersos en sus propios pensamientos, conscientes de que habían quedado súbitamente atrás los hermosos años en que su única preocupación era el mar, sus peces, y conseguir que aquel viejo barco que construyera su abuelo con sus manos continuara siendo, pese a los años transcurridos, el más valiente velero de las islas.

      –No pude hacer otra cosa.

      –Nada te he preguntado... –Sebastián había sido siempre consejero y mentor, ídolo y guía de su hermano–. Yo hubiera hecho lo mismo, y sabes bien que no es un problema tuyo, sino de toda la familia...

      –¿Por qué tenéis que sufrir las consecuencias de algo que hice solo...? No es justo...

      Lo había dicho, aunque sabía que era justo; que los «Maradentro» habían compartido los buenos días de pesca o los tiempos de hambre desde los lejanos comienzos de su estirpe, y aquel férreo concepto de arraigo familiar había sido siempre preponderante en ellos.

      No era Asdrúbal Perdomo; eran los «Maradentro» los que aquella noche habían matado a un Quintero de Mozaga, y lo sabía.

      La abuela Encarna lo dijo siempre: «Familia es aquella donde todo es de todos... Lo demás son gente arrejuntada».

      Desgracias y disgustos era lo que con más frecuencia compartieron los Perdomo, porque en los difíciles tiempos de posguerra y en aquella dura tierra donde podía no caer una sola gota de agua en años, fatigas y miserias solían siempre vencer por amplio margen a harturas y alegrías.

      Y ahora, mientras una suave brisa del norte empujaba la falúa aproada hacia la punta de barlovento en busca de la caleta y el desembarcadero, guiados por el tranquilizador destello del faro de la isla, recordaban cuántas veces habían calado las liñas allí mismo, en el roquedal que el abuelo Ezequiel descubriera y guardara en secreto para la familia tantísimos años antes; roqueda donde siempre podían ganarse un jornal por brava que estuviera la mar por el poniente, o fuerte que llegara el «siroco» de la costa de África.

      Eran noches felices aquellas, cuando apenas muchachos todavía enfilaban la luz del faro de Pechiguera con el de la isla y la que dejaban encendida en la cocina con la de la cuarta casa de Corralejo.

      –¡Aquí...! ¡Aquí! ¡Tira el ancla...! –ordenaba Abel, y se sentían orgullosos al advertir que una vez más habían acertado, y a los cinco minutos las hambrientas cabrillas, los besugos y los meros comenzaban a lanzarse sobre la carnada treinta brazas más abajo.

      Aquella era la herencia que había dejado el viejo Ezequiel Perdomo a su familia; la eterna «despensa» de los «Maradentro» para los malos tiempos, vivero natural que había que conservar como oro en paño, tesoro sumergido en el fondo de los mares del que nunca se debía abusar ni permitir que nadie descubriera.

      –Ni una palabra y a pescar sin ruidos... –advertía siempre Abel a los chiquillos–, porque todos en el pueblo se mueren por encontrar este caladero y vuestros hijos y nietos tal vez maten el hambre con los hijos y nietos de estos peces...

      Ahora, al cruzar sobre aquel amado roquedal que fuera maravillosa aventura furtiva de su infancia, Sebastián y Asdrúbal Perdomo abrigaban inconscientemente la impresión de que habían quedado de improviso atrás las noches de arrojar las liñas en silencio, sin una tos y sin encender siquiera un cigarrillo; noches de dulce complicidad en la que siendo niños ya se sentían hombres porque los hombres de la familia compartían con ellos el primero de los grandes y primordiales secretos de la vida: el de la supervivencia, bajo cualquier condición adversa, de los Perdomo «Maradentro».

      –Vendrán tiempos terribles...

      Asdrúbal lo dijo sin pensar, como solía hacerlo Yaiza, cuyas premoniciones parecían llegar siempre antes a su boca que a su mente y ella misma era la primera sorprendida cuando descubría que acababa de anunciar que un pescador estaba a punto de ahogarse, al día siguiente llegarían los atunes, o la mujer de Benjamín tendría mellizos y uno de ellos moriría al poco tiempo.

      –Lo que ocurre es que estás impresionado... –le tranquilizó su hermano–. Serán días malos, pero todo se arreglará... Hay testigos de que no pudiste actuar de otra manera...

      –¿Dónde están...? Huyeron en cuanto murió el otro.

      –La Policía los encontrará... Debe de ser gente de Mozaga... o de Arrecife. Todos los vimos... Parecían amigos...

      –¡Eran amigos...! Y eran iguales, pretendían lo mismo... Ni siquiera estoy seguro de si el cuchillo era del muerto o de cualquiera de los otros... ¡Estaba tan oscuro!

      –Era del muerto –le recordó su hermano–. Tú mismo lo dijiste, ¿no te acuerdas...?: «Le agarré por la muñeca, le retorcí la mano y busqué la carne con su propio cuchillo...». Esas fueron tus palabras...

      Asdrúbal meditó observando el faro de Isla de Lobos, que enviaba sus últimos destellos antes de desaparecer tras el promontorio de poniente, intentando rememorar con exactitud los acontecimientos que habían tenido lugar cuatro horas antes.

      –Era muy débil... –musitó para sí, aunque su hermano podía oírle–. Flaco y débil, con las muñecas apenas más gruesas que el cabo del ancla... Casi se me rompe entre las manos... –agitó la cabeza desechando sus pensamientos–. ¿Por qué sacó el cuchillo? –inquirió quejumbroso–. Sin el cuchillo todo se hubiera resuelto de otro modo.

      Sebastián Perdomo no necesitaba ver a su hermano menor para tener la seguridad de que lo que decía era cierto. Aquel muchacho de ciudad, más acostumbrado sin duda a los libros o al ocio que al trabajo

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