Trilogía Océano. Océano. Alberto Vazquez-Figueroa

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Trilogía Océano. Océano - Alberto Vazquez-Figueroa Tomo

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      –Hasta que atrape un pez que me tiene encelado.

      –En la «Costa del Moro» hay mejor pesca... ¿Acaso no viene de Marruecos...?

      Damián Centeno observó a Maestro Julián «el Guanche» y sonrió apenas, mostrando levemente sus blanquísimos dientes de conejo agazapado.

      –No de la especie que busco... ¿Y qué le hace pensar que vengo de Marruecos? No he dicho nada al respecto.

      –Lo imaginé porque es allí donde está la mayor parte del «Tercio». Yo también tengo un sobrino legionario.

      –¿Tan listo como usted?

      –Debe de ser cosa de familia... –Maestro Julián, pese a sus años no era hombre que se arredrara fácilmente–. El aire de la Legión suele ser algo que se queda en el hombre hasta su muerte... ¿Muchos años de servicio?

      –Veintiocho... –Se abrió la camisa–. ¿Ve esta cicatriz? Es un recuerdo del desembarco de Alhucemas... Y en la pierna aún llevo una bala rusa de Estalingrado.

      –¿Y esta del pecho?

      –Un cabo que se me insubordinó en Rifien... Lo maté con su propio cuchillo.

      –Aquí ha ocurrido hace muy poco una historia semejante... Un chico sacó un cuchillo y lo mataron con él.

      –Una curiosa coincidencia... –admitió Damián Centeno–. Aunque yo escuché ese cuento de otro modo... Un ferretero recobró la memoria y admitió que en realidad le había vendido el cuchillo al asesino.

      –Eso es muy nuevo.

      –De anteayer... –puntualizó Damián Centeno–. Precisamente me lo contaron por la noche en un bar de Arrecife.

      –No cabe duda de que también se trata de una curiosa coincidencia... Para redondear las coincidencias de la noche...: ¿No será usted, por casualidad, amigo de don Matías Quintero, de Mozaga...?

      –¿El capitán Quintero? –admitió el legionario–. ¡Oh, sí, desde luego! Tuve el honor de servir a sus órdenes durante los dos últimos años de la guerra.

      –El muerto era su hijo.

      –Eso he oído... Y he oído decir también que el que lo asesinó escapó del anzuelo...

      –Ahora entiendo su pesca.

      De la taberna, Maestro Julián «el Guanche» acudió directamente a casa de su compadre Abel Perdomo a contarle cuanto había averiguado del recién llegado forastero.

      –No oculta en absoluto sus intenciones... –concluyó–. Y se me antoja muy seguro de sí mismo y de que va a tener éxito en su «calada».

      –Algo así me estaba imaginando... –admitió Aurelia, que había escuchado el relato en silencio–. Don Matías ya ha conseguido que el ferretero cambie su testimonio, y ahora basta saber qué es lo que declararán esos muchachos... –Suspiró mientras dejaba a un lado los pantalones que se afanaba en remendar una vez más–. No hay como tener dinero para conseguir que la justicia se incline de tu parte... ¡Pobre hijo mío...!

      –Aún no lo han agarrado, ni lo atraparán por mucho que lo busquen... –intentó tranquilizarla su marido–. Yo soy partidario de que pague la parte de culpa que le toca, pero empiezo a temer que quieren jugar muy sucio... –Se volvió a su compadre–. ¿Qué piensa conseguir ese matón que no hayan conseguido los guardiaciviles...? ¿Se va a dedicar él solo a remover otra vez toda la isla?

      –No lo sé, «Maradentro», pero si quieres mi consejo, no dejes que le ponga la mano encima a tu muchacho... –sentenció Maestro Julián–. Ese no viene a facilitarle la labor a los civiles, sino a ofrecerle en bandeja un muerto a don Matías... Es un «sacamantecas» cuartelero, más peligroso que «morena» saltando en la barca una noche de mar brava... Cuando clave los dientes no soltar a su presa si no le arrancan la cabeza.

      –Nos hará mucho daño... –musitó apenas Yaiza, sentada muy recta en su rincón–. Hasta el abuelo tiembla al mencionar su nombre.

      El abuelo Ezequiel había muerto hacía ya cuatro años, pero era cosa sabida que su espíritu había quedado a bordo del viejo «Isla de Lobos», y solo bajaba a tierra algunas noches de luna en que Yaiza dormía con la ventana abierta. Conversaban entonces largamente y le contaba añejas historias que nadie más recordaba.

      –No mezcles al abuelo en estas cosas... –le respondió su madre–. Lograrás asustarme con tus negros presagios... Al fin y al cabo, ese Damián Centeno es solo un hombre... Tu padre puede partirlo en dos de un manotazo.

      –Ese es mi miedo... –fue la respuesta–. Asdrúbal mató por defenderme. Papá puede hacerlo por defender a Asdrúbal... Tanto mejor hubiera sido que aquella noche las cosas se hubieran desarrollado de otro modo... Ya todo estaría olvidado.

      Se puso en pie y abandonó la estancia con aquel paso elástico y altivo heredado sin duda de alguna lejana emperatriz perdida en la noche de los tiempos. De dónde le venía el porte; aquella forma única de caminar y de moverse, nadie sabría decirlo, pero Aurelia lo atribuía a que su hija había pasado la mayor parte de su adolescencia paseando por la playa con el agua a media pierna hablando con los muertos o construyendo un millón de mundos diferentes que tan solo cobraban cuerpo en su portentosa imaginación.

      Tanto pisar sobre la arena y avanzar contra el agua habían acabado por tornearle aquellas piernas largas y esbeltas de mármol dorado sobre las que destacaban unas nalgas tan firmes que vibraban con cada movimiento, proporcionándole una forma de caminar a la vez erguida, lenta, felina y segura, como de leona al acecho o guepardo dispuesto a dar el salto; caminar que enloquecía a los hombres tanto o más que su pecho, disparado hacia el cielo, o su rostro de serena fiereza.

      –Esa pequeña vuestra es un peligro... –musitó roncamente Maestro Julián «el Guanche»–. Ya ha muerto un hombre, pero no te sorprenda si muchos más se matan por su causa.

      –Ella no tiene la culpa... –replicó molesta Aurelia–. Así nació y así ha crecido.

      –Nadie la culpa... Pero ahí está, y a ver cómo lo evitas.

      Yaiza no había querido escuchar aquellas últimas palabras, acostumbrada como estaba desde que se convirtió en mujer a que las conversaciones cesaran cuando llegaba a alguna parte y hablaran de ella en cuanto salía de algún sitio.

      Odiaba sentir los ojos de los hombres huroneando sobre cada partícula de su cuerpo; aborrecía los cuchicheos, los ligeros codazos y los susurros, y la envilecían los abiertos comentarios, la frase soez o el silbido vejatorio.

      Amaba el recuerdo de sus años de infancia, cuando podía recorrer una y otra vez la playa sintiendo bajo los pies la dulce arena y el agua que llegaba a acariciarle tibiamente, y cuando únicamente ella sabía que con ese agua llegaban de continuo pececillos minúsculos que la rozaban juguetones. Estaba entonces a solas con sus sueños o con los personajes de los libros que su madre le había enseñado a amar profundamente, y aquellos paseos no atraían sobre ella las docenas de miradas que transformaron más tarde una simple costumbre de chiquilla en una sesión de exhibicionismo vergonzante.

      ¿Por qué había cambiado de aquella forma el pueblo?

      ¿Por qué había dejado

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