Trilogía Océano. Océano. Alberto Vazquez-Figueroa
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–¿Qué pasará si se entrega?
Sebastián se encogió de hombros admitiendo su ignorancia.
–No tengo ni idea, pero en el mejor de los casos, aunque tan solo tuviera que pasar unos años en la cárcel, le destruirían... Asdrúbal no es hombre para estar encerrado. Ama el mar; necesita verlo y respirarlo cada día, y si hasta la tierra, cualquier tierra, le parecía pequeña, ¿cómo podría sobrevivir en una celda...?
La muchacha acarició muy suavemente la fuerte y encallecida mano que colgaba a su lado.
–Cierra los ojos e imagina que no es más que una pesadilla... –dijo–. ¿No habría forma de lograr que el tiempo volviera atrás tan solo veinte días...? ¡Era todo tan bonito!
–No. No era bonito –replicó Sebastián jugueteando con sus largos y delicados dedos, de los que no cabía pensar que hubieran pasado la mayor parte de su vida fregando platos o salando pescado–. Era un vida amable, pero que ahora nos parece portentosa porque la hemos perdido... –Le apretó suavemente la punta de la nariz–. Tú hace tiempo que te sientes desgraciada.
–La gente no me quiere como antes.
Sebastián no tenía respuesta porque incluso para él, que era su hermano, aquella criatura fascinante se le antojaba a veces un ser desconocido que usurpaba el lugar que siempre había ocupado una rapazuela incordiante y pegajosa.
Permanecieron largo rato pensativos y en silencio; agradeciendo cada uno de ellos la presencia del otro, con la vista clavada en la oscuridad del mar y en la diminuta luz que brillaba intermitentemente en la distancia, hasta que de improviso advirtieron que una cerilla se encendía a unos diez metros de distancia, justo al borde del agua, y mientras prendía con excesiva calma un cigarrillo, un hombre los miraba.
Cuánto tiempo podía llevar allí ninguno lo sabía, pero resultaba evidente que observaba la casa desde hacía largo rato y se regodeaba en el hecho de anunciarles de aquel modo su presencia.
Sebastián hizo un gesto como para levantarse y dirigirse a él, pero su hermana le detuvo apoyando en su antebrazo una mano que se había quedado helada:
–¡Por favor...! –suplicó–. Ese hombre me aterra.
–Quiero saber qué es lo que busca.
–¡Déjalo en paz...! La playa es de todos y tiene derecho a estar ahí.
–No lo tiene a rondar a estas horas nuestra casa... Pretende asustarte...
–Ya lo ha logrado, pero no quiero más problemas por mi culpa.
Satisfecho, convencido de que había conseguido su propósito, Damián Centeno dio una larga chupada a su pitillo, permitió que brillara con más fuerza, lo lanzó al mar para que la brasa trazara una larga pirueta en el aire, y se perdió nuevamente en la noche, como si se hubiera convertido en una sombra más entre las sombras o se tratara de un mal sueño.
Llegaron al mediodía siguiente, y eran seis.
Algunos también lucían tatuajes; los más ni siquiera lo necesitaban porque su aspecto y su forma de hablar y de moverse delataba a la legua que eran matones barriobajeros y expresidiarios buscadores de camorra.
Llegaron al mediodía, y podía pensarse que habían escogido la hora para impresionar al cabildo de ancianos que se hallaba reunido como siempre frente a la playa y la taberna comentando las incidencias de la jornada de pesca y el devenir de los desagradables acontecimientos que, por primera vez en su historia, habían tenido lugar en Playa Blanca.
Algunas mujeres que jareaban el pescado, lavaban la ropa o atisbaban por las ventanas de sus cocinas mientras preparaban la comida también los vieron y pronto fueron a dar aviso a los hombres que descansaban tras la noche de faena en el mar, y así fue como todo el pueblo los observó en silencio mientras descendían de dos grandes y polvorientos automóviles, abrazaban con fuertes palmadas y grandes voces a Damián Centeno y penetraban tras él en la amplia casa que había pertenecido a «Seña» Florinda, y que su hijo se había sentido tan satisfecho de alquilar «a aquel desorientado godo del tatuaje» por veinte duros al mes.
La casa de «Seña» Florinda, blanca, ventilada y espaciosa, lucía en su patio central el único árbol de todo el tercio sur de Lanzarote: una enorme mimosa que en primavera cubría el suelo de una suave alfombra amarilla que hacía las delicias de unos niños poco acostumbrados a las flores, y dominaba, desde lo alto del promontorio de roca que cerraba por levante la pequeña playa y la bahía, el conjunto de edificaciones –todas blancas también– que conformaban el aislado y tranquilo villorrio.
La casa de los Perdomo «Maradentro», que cerraba la playa por la banda opuesta hacia poniente, se encontraba por tanto a poco más de setecientos metros de distancia en línea recta, algo más baja que la ocupada por los recién llegados, y desde el primer momento Aurelia descubrió –porque ni siquiera trataron de ocultarlo– que en todo instante alguno de los desconocidos la espiaba por medio de un largo y ostentoso catalejo dorado al que el sol de media tarde se complacía en extraer deslumbrantes destellos.
–¿Qué pretenden con eso...?
–Inquietarnos.
–¿Aún más? No creo que nadie pueda sentirse más inquieta de lo que yo me siento desde aquella maldita noche.
–Tal vez imaginan que acosándonos acabaremos por descubrir dónde se encuentra el chico.
–No nos conocen...
–No, desde luego... No nos conocen... –admitió pensativo Abel Perdomo–. Pero lo que me preocupa es que nosotros tampoco los conocemos, ni sabemos hasta dónde están dispuestos a llegar... –hizo una pausa–. Ese, el tal Damián Centeno, tiene aspecto de auténtico canalla... Uno de aquellos que en la guerra lidiaban «rojos» en las plazas como si se tratara de toros bravos... Todo eso está aún demasiado cercano... ¡Demasiado!
–Han pasado diez años.
–Para algunos no han pasado. Ni terminarán nunca de pasar... Y don Matías debe de ser uno de ellos... –guardó silencio unos instantes como si le avergonzara lo que iba a decir, y al fin lo hizo–. Por tres veces le he pedido que me reciba, que me permita explicarle lo ocurrido y que estamos dispuestos a que Asdrúbal cumpla su pena si se muestra razonable, pero se niega a recibirme... Ha dicho que estas cosas no se solucionan con palabras.
–Naturalmente que no se solucionan... –admitió Aurelia dejando por un momento de secar platos y volviéndose a observar fijamente a su marido–. No existe solución de ningún tipo. Su hijo está muerto y nadie va a devolvérselo. Eso lo entiendo... Yo no lo soportaría, y para él, que no tiene otros, será aún peor... Necesita más tiempo.
–Don Matías no es hombre al que el tiempo suavice... –la contradijo Abel–. Más bien le reconcome... Le pudre el alma y le acrecienta el odio... Le ocurre a la gente de tierra adentro, a la que el viento del mar no limpia las ideas. Se encierran en sí mismos como tortugas en su concha y permiten que el dolor acabe devorándolos.
–Yo soy de tierra adentro... –le recordó su esposa–. «Lagunera», y nunca me he comportado de ese modo.
–¿De tierra adentro...? –sonrió él burlonamente–.