Trilogía Océano. Océano. Alberto Vazquez-Figueroa
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Trilogía Océano. Océano - Alberto Vazquez-Figueroa страница 9
–Desde que nació la niña.
–Dieciséis años ya, ¿no te das cuenta...? Aquí vivimos una vida diferente y ni siquiera entendimos el porqué de la guerra. Las guerras son cosa de la «gente de adentro»... Los del mar tenemos que preocuparnos de la pesca, la tormenta que amenaza o la calma que deja desmayadas las velas... Y el océano es grande; nadie puede medirlo ni nadie puede tratar de apropiarse de un trozo porque no admite dueños, y a quien le pone una marca lo hunde y se lo traga... Por eso nosotros, cuando hemos ido a la guerra lo hemos hecho obligados por la gente de tierra...
–¿Qué tiene eso que ver con nuestro Asdrúbal...?
–Que continúan siendo iguales... Don Matías es de los que creen que la muerte de su hijo nos alegra, como imagina que nos alegraría arrebatarle parte de su dinero o de sus viñas... Los ricos suelen vivir con la obsesión de que estamos al acecho, dispuestos a quitarles lo que es suyo... ¡Qué me importan sus tierras...! ¡Odio ser dueño de un pedazo de tierra...! Por mí dormiría siempre en el mar.
Abel Perdomo no era hombre de muchas palabras, pero ese día necesitaba expresar cuánto sentía, y su esposa era la única que había aprendido a obligarle a abandonar unos largos períodos de silencio que no constituían en el fondo más que la forma de expresión de su congénita timidez de pescador que apenas había aprendido a deletrear su nombre al pie de un documento.
En su niñez, Playa Blanca tan solo estaba constituida por una docena escasa de edificaciones desparramadas a lo largo de la costa al socaire de los vientos «alisios», y aprender a leer era un lujo que ningún muchacho podía permitirse, pues casi desde que se mantenían sobre las propias piernas ya andaban en la mar, ayudando a los grandes a ganarse el sustento.
Aún recordaba claramente cuando le aseguraron que a Femés había llegado una maestra tinerfeña, e igualmente recordaba que casi le faltó el aliento y la barca se le antojó más pesada que nunca cuando la descubrió en la playa, mostrando al aire sus doradas piernas y hojeando un periódico al sol de una mañana de domingo.
Durante casi cuatro meses no acertó a hilvanar frente a ella tan siquiera media docena de frases provistas de sentido, y aún después de tantos años de vida en común a veces no entendía por qué aquella mujer que conocía tanto mundo y hubiera podido elegir entre un millón de pretendientes le dedicó sin embargo su vida.
Lo primero que hizo fue quererle, darle tres hijos y cuidar de su casa, y entretanto le enseñó a sostener un lápiz, reconocer las letras y dejar de expresarse como un ente surgido de las más primitivas cavernas submarinas.
–Hay algo más que peces, viento y anzuelos en el mundo... –le había dicho cuando él ni siquiera se había atrevido aún a rozar su mano que parecía de juguete–. Y tienes que aprenderlo...
Había constituido en realidad un duro y largo aprendizaje, hecho a menudo de escuchar los retazos de las conversaciones que ella mantenía con los niños, pues se negaba a admitir que tal vez el día de mañana aquellos mocosos tendrían que avergonzarse de la ignorancia de su padre.
Y Aurelia jamás había tenido un gesto de impaciencia, una palabra dura o una sola expresión de desaliento, consciente de la feroz batalla que a menudo él se veía obligado a sostener con las palabras, las cifras o incluso los conceptos más elementales.
Abel Perdomo «Maradentro» era un gigante hermoso, profundamente bueno y algo tosco que amaba a su esposa hasta casi los límites de la adoración, y que le había proporcionado una vida sencilla, tres hijos preciosos y un incontable número de noches en las que a menudo tuvo que morderse ferozmente los labios para evitar que sus gritos de placer recorrieran la playa ahogando incluso el rumor del viento y el batir de las olas.
Y ahora, uno de aquellos hijos fruto de una de aquellas maravillosas noches estaba escondido a no más de siete millas de distancia al pie de aquel torreón que podía distinguir perfectamente en la punta de levante del islote que llevaba tantos años contemplando desde la ventana de su cocina. Y su esposo, su hombre, al que jamás habían asustado las tormentas, ni las más negras noches de mar gruesa, ni la guerra, ni las penalidades de los años difíciles en los que no parecían existir más que odio y hambre, se mostraba por primera vez profundamente inquieto por la presencia de aquellas gentes de tierra adentro de las que la vida le había enseñado siempre a recelar.
–¿Qué pretenden...?
La respuesta les llegó a la noche siguiente por boca de Maestro Julián, al que Damián Centeno parecía haber elegido como intermediario en su relación con la familia «Maradentro».
–Dígale a su compadre que aquí nos quedaremos hasta que aparezca el chico... –puntualizó muy serio, bebiendo a cortos sorbos su copa de ron–. Y que mi gente es dura y de poca paciencia... –Sonrió como sonreía siempre mostrando sus diminutos dientes–. A menudo, ni siquiera yo me siento capaz de contenerlos, y cualquiera de ellos puede cometer cualquier desaguisado... La chica, esa chica... Dígale que sus mentiras pueden muy fácilmente convertirse en realidad... ¿Me está entendiendo?
–Muy claramente... –admitió Maestro Julián–. Pero, ¿no se le antoja que más claramente le entendería el propio Abel si usted le habla en persona...?
–Lo haría de buen grado... –fue la pausada respuesta–, pero presiento que esa charla concluiría malamente... Y cargarme al padre no solucionaría los asuntos del chico... Tiene que ser él, Asdrúbal, quien pague lo que hizo.
–A lo que voy entendiendo, a usted, o a quien le manda, tan solo le interesa que pague con la vida.
–Ojo por ojo... ¿No es esa una ley tan vieja como el hombre?
–Lo será el día en que don Matías Quintero tenga una hija y alguien quiera violarla... Por eso empezó todo... –hizo una pausa–. ¿Usted no tiene hijos...?
–Si los tuviera, que lo ignoro, serían todos hijos de grandes putas... En torno a los legionarios no suelen merodear mujeres de otro tipo... –Bebió de nuevo–. Ni jamás me interesaron para nada... Las mujeres decentes tan solo sirven para agilipollar a los hombres de veras...
–¿Y usted se considera un «hombre de veras»?
–Podrá juzgarlo cuando este negocio acabe.
Maestro Julián «el Guanche» le observó largo rato y rogó a Dios para que nunca tuviera que juzgar hasta dónde era capaz de llegar un tipo semejante. Esa misma noche le transmitió a su compadre Abel las amenazas de Damián Centeno sin necesidad por una vez de añadir una sola palabra de su propia cosecha y esforzándose por mostrarse lo más fidedigno posible, pues deseaba que fuera el propio «Maradentro» el que decidiese hasta qué punto sería o no capaz el hombrecillo del tatuaje de hacer lo que decía.
Había algo, sin embargo, que no sabría nunca transmitir a su amigo, y era el invencible desasosiego que le producía la sola presencia del legionario y el peligro que encerraba su pausada forma de recalcar ciertas palabras.
Y sus ojos; aquellos ojos que eran como de hielo, negros, redondos y aparentemente sin vida le recordaban a los de los marrajos cuando permanecían tendidos sobre cubierta, destrozada a palos la cabeza y abierto el vientre, pero que de improviso parecían regresar del otro mundo lanzando al aire una postrer dentellada capaz de cortar en dos pedazos la pierna de un incauto.
–Ese hombre es