Trilogía Océano. Océano. Alberto Vazquez-Figueroa

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Trilogía Océano. Océano - Alberto Vazquez-Figueroa Tomo

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había quedado convertido en un lodazal de vino y sangre.

      Aproximadamente a esa misma hora, las diez de la noche, el «Isla de Lobos», que había izado su velamen a la caída de la tarde poniendo rumbo, a base de largas ceñidas, hacia la costa de barlovento perdía de vista por estribor la luz del faro de Pechiguera y se aproximaba con infinitas precauciones a los peligrosos bajíos del «Infierno de Timanfaya», probablemente una de las regiones más desoladas que pudieran existir sobre la Tierra.

      El primer día de septiembre de 1730, las verdes llanuras y las blancas aldeas del suroeste de Lanzarote se vieron sorprendidas por la más violenta erupción volcánica de que se tenga memoria, tanto por duración del fenómeno –seis años– como por la abundancia de una lava que sepultó diez pueblos y cubrió con un manto de magma incandescente la cuarta parte de la isla.

      Treinta nuevos volcanes vinieron a sumarse a los casi trescientos ya existentes, y fue tanta la energía y el calor desprendidos que doscientos años más tarde aún existían puntos en el centro de la geografía del «Infierno de Timanfaya» en los que bastaba con profundizar unos centímetros bajo el manto de grava o introducir la mano en ciertas grietas del suelo para encontrar de inmediato temperaturas que superaban fácilmente los cuatrocientos grados.

      De la violencia de la batalla que tuvo lugar entre los ríos de lava incandescente y el fiero mar de barlovento daban fe testigos de la época, que aseguraban que ininterrumpidamente se alzó al cielo una altísima nube de vapor, y quedaban para corroborar sus palabras negras masas de piedra calcinada que habiéndole ganado cientos de metros al océano y no pudiendo vencer su inmensidad configuraron no obstante para siempre una costa martirizada y tortuosa, temible y aterradora, a la que nadie osaba aproximarse pese a la riqueza de sus abundantes «caladeros».

      Aventurarse una noche sin luna y de mar agitada hasta las rompientes de Timanfaya constituía en verdad una temeridad inconcebible, y Abel Perdomo tuvo que poner en juego toda su habilidad y conocimiento del lugar para depositar a Asdrúbal y su pequeña balsa a menos de cien metros de una corta ensenada de arena negra.

      Luego se dejó llevar por la marea, y tan solo cuando se encontraba a dos millas de la costa comenzó a virar en redondo aproando hacia la punta norte de la isla, de tal modo que, sobre las tres de la mañana, el «Isla de Lobos» se adentró en las quietas aguas del Río, un estrecho brazo de mar que separaba los altos acantilados de Famara de la arenosa isla de La Graciosa, en cuyo único pueblo no brillaba ni una sola luz a aquellas horas, aunque Abel Perdomo tampoco necesitaba luz alguna, pues era muy capaz de navegar sin más referencia que el destello lejano del faro de Alegranza y la mancha oscura que formaban recortándose contra el cielo los fariones que dominaban el canal por su salida hacia levante.

      La goleta, con el viento silbándole en las jarcias, jugaba a reclinarse sobre la tranquila superficie del Río, y vista desde La Graciosa por algún tempranero pescador que se encontrara dispuesto a ganarse el jornal, semejaría un barco fantasma recortando la blanca silueta de sus velas contra la amenazadora mole de los altísimos acantilados de la isla mayor.

      Acurrucada en proa, no lejos de la eterna y muda presencia de su abuelo, Yaiza Perdomo permanecía muy quieta observando el mar y las estrellas que aparecían y desaparecían entre las nubes o sobre la cima de los gigantescos farallones de piedra, y a medida que se aproximaban a su punto de destino, la sensación de angustia y vacío se iba agigantando en su interior, pues a cada minuto tomaba mayor conciencia de que por primera vez en su vida iban a separarla de los seres que amaba.

      Si se le había antojado insoportable la ausencia de Asdrúbal, sabiéndolo al otro lado del Canal de la Bocaina, le horrorizaba imaginar lo que sentiría al saber que se despenaría en las mañanas sin escuchar el ajetreo de su madre en la cocina y los familiares olores de su casa, o sin asomarse de inmediato a contemplar un mar por el que a menudo regresaba ya la barca de su padre.

      Recordaba a Rufo Guerra como a un hombrecillo solitario y retraído, siempre con la nariz dentro de un libro, que pasaba las horas leyendo apoyado en una vieja embarcación volcada sobre la arena de la playa o pidiéndole a Aurelia Perdomo, a la que admiraba por lo que él consideraba una erudición enciclopédica, explicaciones sobre pasajes que no entendía.

      Había sido siempre por tal razón mucho más amigo de Aurelia que de Abel, pero a este último le profesaba un especial afecto, ya que una vez, siendo ambos muy jóvenes, habían mantenido a flote durante cuatro horas a su único hermano la noche sin luna en que un vapor partió en dos la barca en que faenaban.

      Ocho años atrás, cuando murió una tía dejándole unas tierras y una casa en Haría, Rufo Guerra había decidido que llevaba demasiados años luchando sin provecho con el mar, y había llegado el momento de sentarse a leer a la sombra de una palmera, porque «las cebollas y los tomates crecen solos y no tienes que pasarte el día cebándoles anzuelos».

      Cada dos o tres meses bajaba sin embargo a pasar una semana al pueblo en que había nacido, llegaba con una flaca camella cargada hasta los topes de productos del campo, y la mayoría de las veces elegía hospedarse en casa de los Perdomo «Maradentro», porque así tenía ocasión de recurrir a Aurelia pidiéndole aclaración sobre sus dudas.

      Yaiza sabía que Rufo Guerra era sin duda uno de los pocos hombres ajenos a su familia con los que podía sentirse a gusto, aunque recordaba, de la única vez que estuvo en ella, que desde su casa, trepada en una ladera y rodeada de palmeras, resultaba imposible ver el mar, y para Yaiza el concepto de felicidad y casi el simple hecho de «vivir» estaba directamente relacionado con la presencia de sus padres, sus hermanos y el mar.

      Imaginar que todo ello le iba a faltar la deprimía, produciéndole una ansiedad insoportable, y por tanto su angustia iba en aumento a medida que la baja costa de La Graciosa quedaba atrás y la proa de la goleta se aproximaba inexorablemente a la ensenada.

      De La Graciosa conservaba uno de los recuerdos más hermosos de su vida, cuando al cumplir los diez años toda la familia embarcó en la goleta para pasar cinco días anclados al socaire de la isla, participando en los últimos preparativos, la ceremonia y los festejos de la boda del mejor amigo de Asdrúbal y Sebastián.

      El muchacho, que no había cumplido aún los veinte, llevaba ya tres años levantando la casa en que conviviría con su novia, y era tradición entre los habitantes de la isla que todo el pueblo ayudara en el trabajo de alzar el hogar de una nueva pareja los días en que la mar no permitía salir en busca de sustento.

      En La Graciosa, a la que llamaban en el archipiélago «La Isla de las Dueñas Costumbres», todo se hacía en común: desde construir las casas a reparar los barcos, cuidar a los enfermos o mantener limpio y «enjalbegado» el pueblo, y a Yaiza le había quedado especialmente marcado el impacto que produjo en su madre el haber asistido en aquellos días a una ceremonia de «Reparto».

      Durante todo el año la tripulación de cada barco iba entregando a una anciana el producto de la venta del pescado, y la buena mujer se encargaba de guardarlo –casi siempre en forma de monedas de duro– en un pesado arcón de madera.

      Concluida la «zafra», y siempre en vísperas de bautismos y casamientos, las tripulaciones se sentaban en la arena en torno a las ancianas y estas iban depositando una moneda delante de cada hombre, aunque añadiendo luego un montoncito más para las reparaciones que necesitase el barco, otro para los enfermos, un tercero para los convecinos que por cualquier motivo no hubieran podido salir ese año a la mar, y un último destinado a las viudas y huérfanos.

      Para Aurelia Perdomo aquel había constituido el más bello ejemplo de solidaridad de que hubiera tenido nunca noticias, y pasó semanas insistiendo a sus hijos, y a quien quisiera

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