Superior. Angela Saini
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Este es el problema al que se enfrenta la ciencia. Cuando los pensadores ilustrados echaron un vistazo a su entorno, algunos analizaron toda diferencia entre humanos a través del prisma de la política de sus tiempos. Hoy hacemos lo mismo. Los datos se limitan a matizar lo que ya creemos saber. Ni siquiera cuando analizamos los orígenes del ser humano comenzamos por el principio. Empezamos por el final y convertimos lo que damos por sentado en la base de nuestro análisis. Para renunciar a nuestras creencias previas sobre quiénes somos han de convencernos primero. Son las viejas ideas las que determinan cómo se interpretan los datos en los nuevos procesos de investigación.
«Puedes recurrir al presente para explicar el pasado o utilizar el pasado para analizar el presente», me dice John Shea, «pero lo que no se puede hacer es ambas cosas a la vez». Dotar de sentido a nuestro pasado y entendernos a nosotros mismos no es solo cuestión de reunir datos científicos hasta que demos con la verdad. No se trata de encontrar muchos fósiles o pruebas genéticas. Requiere contrastar los relatos que nos contamos sobre quiénes somos y la nueva información que vaya surgiendo. A veces se quiere recurrir a los nuevos datos para reforzar los viejos relatos, aunque el proceso sea como intentar encajar una pieza cuadrada en una redonda. Otras veces debemos ser conscientes de que estamos ante una historia que hay que descartar y reescribir, porque por mucho que queramos ya no tiene sentido.
Todo lo que aprendemos lo interpretamos a través del prisma de narraciones, mitos, leyendas, creencias e incluso viejas ortodoxias científicas. Estos relatos conforman nuestra cultura y constituyen la mentalidad imperante. Son nuestro punto de partida.
2. ¡Qué pequeño es el mundo!
¿Qué tienen que ver los científicos con la cuestión racial?
Hace mucho tiempo di la vuelta al mundo en unos minutos.
Estaba en Disneylandia, Florida, en la atracción llamada Reino Mágico. Mis hermanas pequeñas y yo íbamos sentadas en un pequeño bote mecánico comiendo chucherías. Voces infantiles cantaban «¡Qué pequeño es el mundo (después de todo)!» y autómatas minúsculos reproducían estereotipos culturales de diferentes países. Recuerdo, por ejemplo, que había mexicanos con sombreros girando y un corro de danzarines africanos riendo junto a animales de la jungla. Las muñecas hindúes meneaban la cabeza ante el Taj Mahal. Pasábamos por delante y teníamos el tiempo suficiente como para reconocer cada estereotipo cultural, pero no para ofendernos.
Recordé esta viñeta de mi infancia, largo tiempo olvidada, el lluvioso día en el que me acerqué a la esquina oriental del Bois de Vincennes de París. Había oído que aquí podría hallar las ruinas de una serie de recintos en los que habían tenido encerrados a seres humanos. No era una pena impuesta por las autoridades ni tampoco el delirio de un psicópata asesino. Al parecer, gente corriente mantuvo encerradas a personas normales debido a su lugar de origen y a su aspecto, para asombrar a varios millones de individuos ordinarios.
«El hombre es un animal suspendido en las redes de significado que él mismo ha tejido», escribió el antropólogo norteamericano Clifford Geertz en 1973. Estas redes nos pertenecen solo hasta que alguien tira del hilo. El siglo xix fue una época de movimiento y contacto cultural sin precedentes, que hizo del mundo un lugar más pequeño. Puede que perdiera parte de su misterio, pero no por ello dejó de fascinar a la gente, que quería verlo todo. De manera que, en 1907, se celebró una gran exposición colonial en este extenso lugar de París, el Jardín de Agricultura Tropical del Bois, donde se recrearon las distintas partes del mundo en las que Francia tenía colonias.
El Jardín se había fundado ocho años antes como parte de un proyecto científico, que buscaba la mejor manera de cultivar tierras lejanas e incrementar así los ingresos de los colonizadores europeos. La exposición fue un paso más allá. A las plantas y flores exóticas se añadieron seres humanos a los que se alojó en el parque en casas que, en la imaginación de los franceses, se parecían vagamente a las que habían dejado atrás. Se construyeron en total cinco «mini» poblados, todos ellos diseñados con realismo, para que los visitantes pudieran imaginar el día a día de estos extranjeros. Era una Disneylandia eduardiana en la que no había pequeños muñecos, sino gente real. Transformaron el jardín tropical en un zoológico humano.
«En París hubo muchas exposiciones que exhibieron a humanos como si fueran animales de zoológico», afirma el antropólogo francés Gilles Boëtsch, expresidente del consejo científico del Centro Nacional de Investigaciones Científicas y experto en esta oscura historia. Todo tenía un aire circense de extravagancia cultural. Pero el deseo de mostrar la diversidad humana también era real: ofrecían una pequeña panorámica de la vida en colonias lejanas. Según ciertas estimaciones, la Exposición de París de 1907 atrajo a unos dos millones de visitantes en solo seis meses, todo un éxito. Los ciudadanos, curiosos, querían ver el patio trasero del mundo.
Donde hubo zoológicos humanos ha desaparecido casi todo rastro de ello, y es posible que se trate de un olvido voluntario. El Jardín de Agricultura Tropical es una rara excepción, aunque las autoridades francesas no parecen estar muy orgullosas de él. Se oculta tras unos lujosos bloques de apartamentos, en una zona muy tranquila, y apenas hay señalización que te guíe. Lo primero que veo cuando entro es un arco chino que probablemente fuera de un rojo brillante en origen, pero actualmente es de un gris desvaído. Paso bajo él por un sendero de gravilla; en el lugar reina la quietud, pero está hecho un desastre. Para mi sorpresa, la mayoría de las edificaciones han sobrevivido al último siglo casi intactas, como si hubieran sido abandonadas justo después de que se fueran los turistas.
En uno de los laterales se encuentra la estatua, erosionada por los elementos, de una mujer desnuda, reclinada y cubierta de abalorios. Si alguna vez tuvo cabeza, la ha perdido. Un corredor solitario pasa a mi lado.
Para los científicos europeos estos zoológicos humanos eran mucho más que una fugaz diversión. Constituían una fuente de datos biológicos, eran un laboratorio lleno de conejillos de indias cautivos. «Venían a los zoológicos humanos para aprender», explica Boëtsch. Los anatomistas y antropólogos podían ahorrarse el largo viaje en barco a los trópicos, acudir a la exposición colonial y acceder a muestras de muchas culturas reunidas en un único lugar. Estos investigadores medían los tamaños de los cráneos, la estatura y el peso, tomaban nota del color de ojos y piel y registraban el tipo de alimentación a la que estaban acostumbradas estas gentes. Posteriormente documentaban sus observaciones en docenas de artículos científicos. Fueron ellos quienes sentaron los parámetros del racismo científico con su libreta de notas.
La idea de raza era bastante nueva. Su uso se documenta por primera vez en el siglo xvi, pero entonces no tenía el mismo sentido que hoy. Aludía a un grupo de gente con un origen común: a una familia, a una tribu, forzando el término incluso a una pequeña nación. Hasta el advenimiento de la Ilustración en el siglo xviii, muchos creían que la diferencia física era una magnitud permeable y variable que hundía sus raíces en las condiciones geográficas, lo que explicaba por qué la piel de las gentes que habitaban en zonas cálidas era más oscura. Se suponía que si esas mismas personas se iban a vivir a zonas más frías, sus pieles se aclararían automáticamente. Cualquiera podía alterar su identidad emigrando o convirtiéndose a otra religión.