Superior. Angela Saini

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lentamente y procede en gran medida de la ciencia ilustrada. El botánico sueco del siglo xviii Carl Linneaus, famoso por su clasificación del mundo natural que abarcaba de los insectos más nimios a las bestias más grandes, empezó a estudiar a los seres humanos. Pensó que, si se podía clasificar a las flores atendiendo a su color y forma, quizá pudiera hacerse lo mismo con nosotros. En la décima edición de su Systema Natura incluyó un catálogo, publicado en 1758, en el que consignaba las categorías que seguimos usando hoy. Elaboró una lista de cuatro «sabores» de humanos que correspondían a las Américas, Asia, Europa y África respectivamente y eran fácilmente identificables por su color: rojo, amarillo, blanco y negro.

      Clasificar a los seres humanos se convirtió en la historia interminable. Cada académico (se trataba casi exclusivamente de hombres) trazaba sus propios límites. Algunos afirmaban que solo había un par de razas, pero, según otros, había una docena e incluso más. Muchos nunca vieron a las personas a las que describían. Su fuente de información eran relatos de viajeros o rumores. Linnaeus mismo incluyó dos subcategorías en Systema Natura, que agrupaban a los humanos «monstruosos» y «salvajes». Pero al margen de dónde trazaran las líneas, una vez definidas las «razas» se las encajaba en jerarquías que respondían a la política de la época. El carácter se deducía de la apariencia y las circunstancias políticas adquirieron el estatus de dato biológico. Linnaeus, por ejemplo, describió a los nativos norteamericanos (su raza «roja») con pelo negro liso, nariz ancha y «subyugados», como si la subyugación formara parte de su naturaleza.

      Así empezó todo. Cuando los zoológicos humanos eran una atracción popular, cuando los fantasmagóricos recintos del Bois de Vincennes no estaban tan terriblemente vacíos como ahora, sino llenos de gente —cuando yo probablemente hubiera estado dentro de una jaula en vez de fuera de ella—, los parámetros de la diferencia entre humanos se habían endurecido hasta convertirse en lo que son hoy.

      París no era la única ciudad del mundo donde se ofrecían este tipo de espectáculos. Otras potencias coloniales europeas organizaron eventos parecidos. En 1907, el año de la exposición colonial, ya hacía un siglo que existían. En 1853, un grupo de zulúes hizo un tour por Europa y cuarenta y tres años antes un anuncio publicado en el periódico Morning Post advertía de la llegada de una mujer que pasaría a la historia como uno de los elementos más notorios de todos los espectáculos raciales. Su historia fue una de las primeras de las muchas parecidas que se contarían después. «He aquí el espécimen perfecto de una raza que vive en las riberas del río Gamtoos, en las fronteras de Kaffaria, en el interior de Sudáfrica», rezaba el cartel.

      El periódico hablaba de la «Venus hotentote», a la que cualquiera podía contemplar durante un tiempo limitado por el módico precio de dos chelines. Se llamaba Saartjie Baartman y tenía veintitantos años. Lo que la hacía tan fascinante era su enorme trasero y el alargamiento de sus labios vaginales, que los europeos consideraban sexualmente grotescos. Llamarla «Venus» era reírse de ella. El Morning Post mencionaba que el granjero boer Henric Cezar había corrido con los gastos de su transporte a Europa. Estaba ganando dinero con su cuerpo provocando un escándalo.

      Baartman había sido criada de Cezar en África y, según todos los testimonios, le había acompañado a Europa por voluntad propia. Pero no es muy probable que la vida que llevó siendo exhibida fuera lo que esperaba. Su carrera fue breve y humillante. En el espectáculo se la sacaba de una jaula y desfilaba ante los visitantes, que la tocaban y pellizcaban para cerciorarse de que era real. En la prensa se comentaba lo triste que parecía, recalcando que cuando se sentía enferma o no quería dar el espectáculo se la amenazaba físicamente. La humillación fue más intensa si cabe cuando se hicieron caricaturas que la convirtieron en el blanco de todas las bromas de la ciudad.

      Tras las representaciones, Baartman acabó en París a merced del famoso naturalista francés George Cuvier, pionero en el campo de la anatomía comparada, que intentaba entender las diferencias físicas entre especies. Ella le fascinaba, como a muchos otros, pero su fascinación era la de un anatomista y procedió a estudiar cada pequeña parte de su cuerpo. Cuando murió en 1815, cinco años después de haber sido presentada en Londres, Cuvier la diseccionó, metió su cerebro y sus genitales en sendos tarros y los expuso en la Academia Francesa de las Ciencias.

      Para Cuvier solo era ciencia y ella era una muestra más. Lo que querían entender los dedos de los anatomistas que pinchaban, cortaban y deshumanizaban era qué la hacía diferente. ¿Por qué unos tienen la piel oscura y otros clara? ¿Por qué son diferentes nuestros cabellos, nuestra morfología, nuestros hábitos y nuestro lenguaje? Si todos formáramos parte de una única especie, ¿no deberíamos tener el mismo aspecto y actuar de forma similar? Estas preguntas ya se habían planteado antes, pero los científicos del siglo xix convirtieron el estudio de los seres humanos en un arte horripilante. Cosificaban a las personas y las agrupaban en exposiciones de museo. Todo sentimiento de humanidad compartida se vio reemplazado por frías y duras herramientas de disección y categorización.

      Tras una vida de implacables pinchazos y golpes, Baartman siguió siendo un espectáculo 150 años después de su muerte. Su cuerpo profanado acabó en el Musée del’Hom­­­­me situado frente a la Torre Eiffel, donde en 1982 aún se conservaba una reproducción de su efigie realizada en escayola. A petición de Nelson Mandela, sus restos fueron devueltos a Sudáfrica para ser enterrados en 2002.

      * * *

      «En el mundo moderno la ciencia racionaliza las ideas políticas», me comenta Jonathan Marks, un magnífico y generoso profesor de Antropología de la Universidad de Carolina del Norte. Es una de las voces que más combate el racismo científico que, según él, surgió «en el contexto de las ideologías políticas coloniales, la opresión y la explotación. Había que clasificar a la gente, hacerla lo más homogénea posible». Agrupando a los pueblos y dividiéndolos luego se los controlaba mejor.

      No es casualidad que las modernas ideas racistas surgieran en el momento álgido del colonialismo europeo, cuando quienes ostentaban el poder ya habían decidido que ellos eran superiores. En el siglo xix, la posibilidad de que las razas existieran y unas fueran inferiores a otras daba al colonialismo un espaldarazo moral y el apoyo de la opinión pública. La verdad —que las naciones europeas actuaban movidas por la ambición económica o el ansia de poder— resultaba difícil de digerir. Entonces se sugirió que los lugares colonizados eran demasiado salvajes o bárbaros como para que a nadie debiera preocuparle lo que ocurría allí. También se dijo que se estaba haciendo un favor a los salvajes.

      En Estados Unidos se recurrió a la misma lógica retorcida para justificar la esclavitud. Oficialmente se puso fin al tráfico transatlántico de esclavos en 1807, cuando el Reino Unido aprobó su Ley de Tráfico de Esclavos, pero la explotación no cesó hasta mucho después. El uso de mano de obra esclava era moneda corriente y aprovechaban sus cuerpos vivos y muertos. Era bastante corriente que robaran los cuerpos de esclavos negros muertos para hacer disecciones médicas. Daina Ramey Berry, profesor de Historia de la Universidad de Texas, ha estudiado el valor económico generado por la esclavitud en los Estados Unidos. Señala que durante todo el siglo xix se traficó con los cadáveres de la gente de color. A veces los exhumaban sus propietarios a cambio de pingües beneficios. No deja de ser irónico que gran parte de lo que actualmente sabe la ciencia moderna sobre el cuerpo humano se haya averiguado gracias a los cuerpos de aquellos a los que entonces se consideraba infrahumanos.

      «Pensaban que, si lograban demostrar que los esclavistas eran diferentes a los esclavos por naturaleza, sería fácil montar un argumento moral a favor de la esclavitud», me explica Jonathan Marks. Pero muchos temían que, si esa diferencia era real, la abolición de la esclavitud dejara en libertad a los elementos del zoológico humano desatando el caos. En 1822, un grupo que se autodenominó American Colonisation Society compró tierras en África Occidental para crear allí una colonia llamada Liberia (la actual República de Liberia), porque no podían asumir que los esclavos negros liberados quisieran establecerse junto a ellos ostentando sus mismos derechos.

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